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Anne Perry: Una visita navideña a Romney Marshes

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Anne Perry Una visita navideña a Romney Marshes

Una visita navideña a Romney Marshes: краткое содержание, описание и аннотация

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Mariah Ellison, la irritable abuela de la serie del inspector Pitt, se ve forzada a pasar la Navidad en Romney Marshes con los Fielding. Pero pasar la Navidad con ellos es algo muy diferente a lo que está acostumbrada. Cuando llega una prima de la familia, Maude Barrington, la abuela ya se ve al límite de su aguante. Maude le parece una persona poco fina, algo rara… y fascinante, aunque se ocupa bien de no decírselo a nadie y manifestar en público un ligero desdén. Pero cuando aparece muerta, la abuela, intentando descubrir lo que ocurrió, deberá enfrentarse a revelaciones sorprendentes sobre su propio pasado. Una visita navideña en Romney Marshes tiene la combinación perfecta de misterio y crimen en la ambigua sociedad victoriana, sin olvidar una ración generosa de alegría navideña.

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– Por favor, señora, Tilly ha pillado un resfriado terrible.

– Entonces déjala en paz. Ve a buscar el té de la señorita Barrington. Y el mío también. Recién hecho, recuerda. No lo quiero recalentado.

– Sí, señora.

La muchacha se alegró de que le dispensaran de la responsabilidad de tener que contárselo al señor y a la señora. No le gustaba la vieja dama, a los demás criados tampoco… ¡miserable vieja! ¡Que se la encontrara y lo contara ella!

Mariah desfiló por el pasillo y llamó con la mano abierta a la puerta de Maude. No hubo respuesta, tal como esperaba. Disfrutaría bastante despertándola de un sueño profundo y calentito, sin más motivo que la histeria de una doncella. ¡Ya veríamos si a Maude le seguían gustando tanto los criados!

Abrió la puerta, entró y volvió a cerrarla tras ella. Si la intrusión iba a provocar una escena desagradable, mejor que tuviera lugar en privado.

La habitación estaba bañada por la luz que entraba por las cortinas corridas.

– ¡Señorita Barrington! -dijo Mariah con voz muy clara.

La figura de la cama no emitió ningún sonido ni hizo movimiento alguno.

– ¡Señorita Barrington! -repitió, esta vez más fuerte y en un tono más perentorio.

Nada. Se acercó a la cama.

Maude estaba tumbada. Tenía los ojos cerrados, el rostro de una palidez extrema, con un tinte azulado, y no parecía moverse en absoluto.

Mariah se asustó un poco. ¡Caray con la mujer! Se acercó algo más y alargó la mano para tocarla, preparada para retroceder enseguida y disculparse si abría los ojos de repente y exigía saber qué demonios creía la señora Ellison que estaba haciendo. Era imperdonable poner a alguien en una situación tan embarazosa. Tanto viaje por lugares paganos le había hecho perder la chaveta, hasta el punto de hacerle olvidar que era una inglesa de buena familia.

La carne que encontraron los dedos de Mariah estaba fría y muy rígida. No cabía ninguna duda de que aquella estúpida doncella estaba en lo cierto.

Maude estaba muerta, y tal vez llevase así la mayor parte de la noche.

La vieja dama retrocedió tambaleándose y se dejó caer con todo su peso en el sillón del dormitorio, descubriendo de repente que le costaba respirar. Aquello era terrible. Era totalmente injusto. Primero Maude llegaba, sin ser invitada, y lo trastocaba todo. Y ahora se había muerto, para empeorar aún más las cosas. ¡Tendrían que guardar luto en Navidad! En lugar de los rojos y los dorados, los villancicos, las celebraciones y la alegría, tendrían que vestir de negro, cubrir los espejos y susurrar por los rincones divididos entre la tristeza y el miedo. Los criados siempre se asustaban cuando había una muerte en la casa. Lo más probable era que la cocinera se despidiera y entonces ¿qué sería de ellos? ¡Tendrían que comer tajadas frías!

Se levantó. No tenía motivos para sentirse triste. Habría sido absurdo. Apenas conocía a Maude Barrington; no le había dado tiempo a conocerla. Y no había nadie por quien sentir lástima. Su propia familia no la quería, ni en Navidad, ¡por Dios bendito! Tal vez se habían cansado de sus interminables historias sobre el bazar de Marrakech, los jardines persas, los barcos surcando el Nilo o las tumbas de los reyes que vivieron y murieron miles de años antes de que se celebrase la primera Navidad en la tierra, y que adoraron a dioses de su propia invención con cabezas de animales.

Pero la familia de Maude no podía ser buena gente, o no la habría rechazado en Navidad. La habría escuchado afectando interés, como habían hecho Caroline y Joshua. Y como había hecho ella misma.

Imaginaba el agua corriendo sobre los azulejos al sol. No sabía a qué olía el jazmín, pero debía de ser maravilloso. Y a juzgar por sus palabras, a Maude le encantaba el campo inglés, incluso en diciembre. Era deprimente que hubiera muerto entre personas que eran auténticos extraños y la habían acogido por caridad porque era Navidad. Los suyos no la amaban ni la querían.

Mariah se quedó parada en medio del dormitorio con sus cretonas de flores, sus pesados muebles y las cenizas muertas en la chimenea, y una odiosa realidad la dejó sin aliento. Ella misma estaba allí por caridad; nadie más la amaba ni la quería. Caroline y Joshua eran buenas personas; por eso la habían admitido, no porque se preocuparan por ella. No la querían; ni siquiera les gustaba. Ella no le gustaba a nadie. Lo sabía con la misma certeza que notaba el frío en su piel y un viento helado que calaba hasta los huesos.

Abrió la puerta. Le temblaban los dedos en el picaporte y tenía un nudo en la garganta. Una vez en el pasillo, caminó con paso inseguro hacia la otra ala de la casa, donde estaba la habitación de Joshua y Caroline. Llamó más fuerte de lo que pretendía, y cuando Caroline le abrió la puerta se encontró con que no le salía la voz.

– Ha venido la doncella y me ha contado que Maude murió durante la noche.

Mariah tragó saliva. ¡Realmente tanta emoción era ridícula! Casi no conocía a la mujer.

– Me temo que es cierto.

Caroline parecía desconsolada, pues la cara de la vieja dama no dejaba lugar a dudas. A su edad había visto bastantes muertos para no equivocarse.

– Será mejor que entre en el vestidor y se siente -dijo Caroline con amabilidad-. Le diré a Abby que le traiga una taza de té. Siento mucho que sea usted quien la haya descubierto.

Tendió el brazo para que su suegra se apoyase mientras atravesaba con dificultad la habitación y entraba en el amplio y cálido vestidor, con sus butacas y armarios, y uno de los vestidos de Caroline ya preparado para ese día.

Mariah estaba enojada consigo misma por estar a punto de llorar. Debía de ser la impresión. Hacerse vieja era de lo más desagradable.

– Gracias -dijo a regañadientes.

Caroline la ayudó a sentarse en una de las butacas y la miró un momento para asegurarse de que no iba a desmayarse. Luego, cuando su suegra le devolvió la mirada, se volvió y salió para ocuparse de los innumerables preparativos que había que poner en marcha.

La vieja dama se quedó allí sentada sin moverse. La doncella le llevó el té, le sirvió una taza y le animó a bebería. Era reconfortante; el calor del té se extendió por su interior, pero no cambió nada. ¿Por qué había muerto Maude? El día anterior gozaba de una salud tan buena que era casi insultante. ¿De qué había muerto? Seguro que de vieja no. Tampoco parecía debilitada ni que le faltaran las fuerzas. Maude era capaz de caminar, y de comer, como un soldado.

Mariah cerró los ojos y volvió a ver a Maude, tumbada inmóvil en la cama. No parecía aterrada ni alterada, ni aparentaba ningún sufrimiento. Pero había una botella vacía en la mesilla de noche. Sin duda, sería el pipermín. La pobre estúpida habría sufrido una indigestión después de engullir todas las nueces, tal como Mariah le había advertido. ¿Por qué había gente tan estúpida, incapaz de controlarse?

Apuró su té y se levantó. La habitación le dio vueltas durante un instante. Respiró hondo varias veces, luego salió del vestidor y volvió por el pasillo hasta el dormitorio de Maude. No había nadie a la vista. Debían de estar todos ocupados, y Caroline estaría esforzándose en tranquilizar al personal. El servicio siempre se comportaba de manera imprevisible cuando alguien moría. Seguro que al menos una doncella se había desmayado y otra había sufrido un ataque de nervios. ¡Como si no hubiera ya mucho que hacer!

Mariah abrió la puerta de la habitación, entró rápidamente y cerró tras ella; luego echó un vistazo. Sí, tenía toda la razón: había una botella vacía en la mesilla de noche. Se acercó y la cogió. En la etiqueta ponía: «Pipermín», pero para estar segura levantó el corcho y la olió. El olor le llenó la nariz: verde y en botella, pipermín.

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