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Anne Perry: Una visita navideña a Romney Marshes

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Anne Perry Una visita navideña a Romney Marshes

Una visita navideña a Romney Marshes: краткое содержание, описание и аннотация

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Mariah Ellison, la irritable abuela de la serie del inspector Pitt, se ve forzada a pasar la Navidad en Romney Marshes con los Fielding. Pero pasar la Navidad con ellos es algo muy diferente a lo que está acostumbrada. Cuando llega una prima de la familia, Maude Barrington, la abuela ya se ve al límite de su aguante. Maude le parece una persona poco fina, algo rara… y fascinante, aunque se ocupa bien de no decírselo a nadie y manifestar en público un ligero desdén. Pero cuando aparece muerta, la abuela, intentando descubrir lo que ocurrió, deberá enfrentarse a revelaciones sorprendentes sobre su propio pasado. Una visita navideña en Romney Marshes tiene la combinación perfecta de misterio y crimen en la ambigua sociedad victoriana, sin olvidar una ración generosa de alegría navideña.

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El día era gris y desabrido, pero por suerte solo chispeaba de vez en cuando. Hicieron un alto para almorzar y cambiar los caballos, y volvieron a pararse, algo después de las cuatro, para tomar el té. En aquel momento, como es natural, ya estaba oscuro y Mariah no tenía ni la menor idea de dónde se encontraba. Estaba fatigada, sentía calambres en las piernas de estar tanto rato sentada, y los inevitables traqueteos y sacudidas eran un calvario continuo. Y claro, hacía frío, un frío que pelaba.

Volvieron a detenerse otra vez para preguntar el camino cuando las sendas se hicieron más estrechas y con más baches y surcos aún. Cuando por fin llegaron a Saint Mary in the Marsh, Mariah estaba de un humor de perros, se habría podido encender fuego solo con las chispas que echaba. Descendió con la ayuda del cochero al camino de gravilla de lo que era una gran casa. Todas las luces estaban encendidas y una espléndida corona de acebo adornaba la puerta principal.

Enseguida notó el olor a humo y a sal, y un viento cortante y afilado como una bofetada en pleno rostro. Era un viento húmedo que sin duda venía del mar. Caroline no solo había dilapidado su dinero, sino también el último vestigio que le quedaba de sentido común.

La puerta se abrió y Caroline bajó las escaleras sonriente. A sus cincuenta años aún era una mujer de una belleza asombrosa; su cabello caoba oscuro solo estaba salpicado de plata en las sienes, lo que le daba cierta dulzura. Vestía de un rojo intenso y cálido que otorgaba fulgor a su piel.

– Bienvenida a Saint Mary, suegra -dijo en tono cauteloso.

A la vieja dama no se le ocurrió nada a la altura de la situación, ni de sus sentimientos. Estaba cansada, confusa y se sentía profundamente desgraciada al ser relegada a un lugar extraño donde sabía muy bien que no estaba de más.

Hacía varios meses que no veía a su antigua nuera. Nunca habían sido verdaderas amigas, aunque habían vivido bajo el mismo techo más de veinte años. En vida de su hijo se habían declarado una tregua. Después, Caroline se había comportado de un modo vergonzoso y no había admitido consejo alguno. Mariah tuvo que buscarse otro lugar donde vivir porque Caroline y Joshua viajaban mucho, como exigía su ridícula profesión. Nunca se planteó que

Mariah viviera con Charlotte, su nieta mayor. Charlotte había escandalizado a todo el mundo casándose con un policía, un hombre sin clase, ni dinero, cuya ocupación desafiaba toda descripción bien educada. ¡Solo Dios sabía cómo habían logrado sobrevivir!

Así que no le quedó más remedio que irse a vivir con Emily, quien al menos había heredado una considerable fortuna de su primer marido.

– Entre a calentarse. -Caroline le ofreció su brazo. Mariah se apresuró a declinarlo y en lugar de eso se apoyó con dificultad en su bastón-. ¿Quiere una taza de té o de chocolate caliente? -añadió Caroline.

A Mariah le apetecía mucho, y así lo hizo saber mientras entraba en un vestíbulo espacioso y bien iluminado. Quizá los techos eran un poco bajos, pero el suelo era de un excelente parquet. La escalera subía a un descansillo y suponía que a varios dormitorios. Si alimentaban bien el fuego y la cocinera tenía un mínimo de pericia, después de todo, tal vez su estancia resultase soportable.

Un sirviente le entró las maletas y Tilly le siguió. Joshua se acercó, saludó a la suegra de su esposa y le cogió la capa. La acompañaron hasta el salón, donde ardía un fuego en una chimenea lo bastante grande para dar cabida a medio árbol.

– ¿Tal vez le apetezca una copa de jerez después de un viaje tan largo? -ofreció Joshua.

Era un hombre delgado de una estatura un poco por encima de la media, pero con una gracia extraordinaria, y su voz presentaba la belleza y la finura propias de un actor. No era guapo en el sentido tradicional de la palabra -tenía la nariz demasiado prominente y los rasgos demasiado expresivos-, pero poseía una presencia que no se podía pasar por alto. Los prejuicios de Mariah ordenaban que le desagradara; sin embargo, él había sido más perspicaz que Caroline al adivinar lo que le apetecía.

– Gracias -aceptó-. Me encantaría.

Le sirvió una copa llena con el decantador de cristal y se la ofreció. Se sentaron y conversaron sobre la región, sus características y un poco de su historia. Después de media hora Mariah se retiró a sus aposentos, y se sorprendió al constatar que solo eran las diez y cuarto, una hora del todo razonable. Le había parecido que era ya medianoche. Le había dado esa impresión, y le molestaba equivocarse.

A la mañana siguiente Mariah se despertó después de haber dormido toda la noche de un tirón. Por la cantidad de luz que se filtraba a través de las cortinas debía de ser bastante tarde, quizá incluso ya habían desayunado. Al llegar apenas se había molestado en mirar a su alrededor. Ahora descubría una habitación agradable, una pizca anticuada, lo cual en condiciones normales solía ver con buenos ojos. El estilo moderno, que se caracterizaba por limitar la cantidad de muebles, dejar mucho más espacio vacío, desterrando las borlas y los volantes, despojando las paredes y cualquier superficie disponible de esculturas, bordados y fotografías, le parecía demasiado monástico. Daba la impresión de que allí no vivía nadie, o si vivían no tenían una familia ni un pasado que se atrevieran a mostrar.

Pero estaba decidida a que no le gustara nada. La habían manipulado, sacado de lo que ella consideraba su hogar, y la habían despachado a la costa como a una criada que se hubiera quedado encinta y tuvieran que hacerla desaparecer durante un tiempo, hasta que todo estuviera arreglado. Era un modo cruel e irresponsable de tratar a una abuela. Pero en aquellos tiempos modernos había desparecido todo respeto. Las jóvenes ya no tenían ninguna educación.

Mariah se levantó y se vistió con la ayuda de Tilly, luego bajó la escalera, con unas ganas enormes de comer algo.

Le dio mucha rabia descubrir que Caroline y Joshua se habían levantado pronto y se habían ido a pasear hacia la playa. Se vio obligada a desayunar tostadas con mermelada y un huevo algo pasado por agua, sola en el comedor, sentada a un extremo de la mesa de caoba bien encerada, rodeada de catorce sillas vacías. Aunque en la casa hacía un calor agradable, sentía frío, un frío que notaba no tanto en el cuerpo como en el alma. Aquel no era su mundo. No conocía a nadie. Hasta los criados eran unos extraños de los que no sabía nada en absoluto, ni ellos de ella. No tenía nada que hacer y ni nadie con quien hablar.

Cuando hubo acabado, se levantó y se dirigió hacia los altos ventanales. Fuera parecía hacer un frío glacial: el viento desgarraba las nubes en jirones que atravesaban un cielo azul pálido, como si el color hubiera muerto en él. Los árboles estaban desnudos; las mojadas ramas negras temblaban, curvando sus ápices hacia abajo. En el jardín no había nada ni remotamente parecido a una flor. Un viejo remontaba el sendero del otro lado de la verja, con el sombrero calado y los extremos de la bufanda azotándole los hombros y aleteando a su espalda. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar hacia ella.

Mariah entró en el salón donde crepitaba un agradable fuego y se sentó a esperar a que Caroline y Joshua volvieran. Iba a aburrirse como una ostra, sin remedio. Era muy triste estar tan sola en su vejez.

¿Habría algún tipo de vida social en aquel lugar dejado de la mano de Dios? Tocó la campana y al poco apareció la doncella, una muchacha de campo, a juzgar por su aspecto.

– ¿Sí, señora Ellison? -dijo expectante.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Mariah.

– Abigail, señora.

– Quizá puedas decirme, Abigail, ¿qué hace la gente aquí además de ir a la iglesia? Porque supongo que habrá una iglesia…

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