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Anne Perry: Una visita navideña a Romney Marshes

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Anne Perry Una visita navideña a Romney Marshes

Una visita navideña a Romney Marshes: краткое содержание, описание и аннотация

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Mariah Ellison, la irritable abuela de la serie del inspector Pitt, se ve forzada a pasar la Navidad en Romney Marshes con los Fielding. Pero pasar la Navidad con ellos es algo muy diferente a lo que está acostumbrada. Cuando llega una prima de la familia, Maude Barrington, la abuela ya se ve al límite de su aguante. Maude le parece una persona poco fina, algo rara… y fascinante, aunque se ocupa bien de no decírselo a nadie y manifestar en público un ligero desdén. Pero cuando aparece muerta, la abuela, intentando descubrir lo que ocurrió, deberá enfrentarse a revelaciones sorprendentes sobre su propio pasado. Una visita navideña en Romney Marshes tiene la combinación perfecta de misterio y crimen en la ambigua sociedad victoriana, sin olvidar una ración generosa de alegría navideña.

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Aquello resultaba creíble. Claro que no estaba dispuesta a admitir ante nadie, y menos ante Caroline, que admiraba a Maude Barrington y sentía una rabia inmensa ante la idea de que su familia la hubiera abandonado, y muy posiblemente uno de sus parientes la hubiera asesinado. Mariah esperó la reacción de Caroline. No debía insistir tanto.

– ¿Está segura de que no le importa? -Caroline aún no estaba convencida.

– Muy segura -respondió Mariah-. Aún hace una mañana agradable. Me arreglaré, comeré algo ligero y luego me iré. Es decir, si podéis prestarme el carruaje para que me lleve hasta allí. ¡Dudo que haya otro modo de viajar en este atrasado lugar! -De repente se le ocurrió algo-: Pero tal vez teméis que…

– No -se apresuró a contestar Caroline-. Es muy generoso por su parte, y me parece muy apropiado. Demuestra más preocupación de lo que cualquier carta demostraría, por muy sincera o bien escrita que estuviera. Claro que el cochero la llevará. Como bien ha dicho, el tiempo es aún bastante clemente. Esta tarde sería perfecto. Se lo agradezco.

Mariah sonrió, intentando mostrarse menos triunfante de lo que se sentía en realidad.

– Entonces iré a prepararme -respondió apurando su té y levantándose.

Pretendía quedarse en Snave todo el tiempo que fuera necesario para descubrir la verdad sobre la muerte de Maude y demostrarla. No bastaba con ser la única que lo sabía. Su visita podía prolongarse varios días. Tenía que conseguirlo. No por una cuestión de sentimentalismo, sino por una cuestión de principios; y ella era una mujer a quien aquellas cosas importaban mucho.

El viaje fue accidentado y frío, a pesar de la pequeña manta que le abrigaba de cintura para abajo. Un viento muy frío, que venía del mar, gemía y dispersaba las nubes de vez en cuando. La luz era fría y dura sobre el brezal bajo. Aquella era «la costa de la invasión», la misma en la que Julio César había desembarcado cincuenta y cinco años antes del nacimiento de Cristo. ¡Entonces no existía la Navidad! Él también había sido asesinado, y por su propia gente, a quienes conocía y en quienes confiaba desde hacía años.

Once siglos después, Guillermo I de Inglaterra había desembarcado con sus caballeros y arqueros y matado al rey Harold en Hastings, un poco más allá en aquella costa. De algún modo, Mariah estaba ligeramente satisfecha de que César hubiera llegado hasta allí. Roma era entonces el centro del mundo, e Inglaterra se enorgullecía de formar parte de ese imperio. Sin embargo, la invasión de Guillermo el Conquistador todavía dolía, lo cual era una tontería, ¡porque había sucedido hacía casi mil años! Pero aquella fue la última vez que Inglaterra fue conquistada, y esa idea le molestaba.

La armada del rey Felipe II de España probablemente también habría desembarcado allí, si el viento no la hubiera destruido. Igual que Napoleón Bonaparte. En lugar de eso él prefirió irse a Rusia, lo cual resultó ser una mala idea.

¿No sería aquello también una mala idea, una locura arrogante y estúpida, fruto de una imaginación febril? Pero ¿cómo iba ahora a echarse atrás? ¡Parecería una perfecta idiota! Ya era bastante desagradable caer mal a la gente. Sentir que la despreciaban, o peor aún, que la compadecían, sería insoportable.

Al mirar por la ventana del carruaje mientras el cielo se oscurecía y el sol, que ya se estaba poniendo, se teñía de gris, Mariah no pudo imaginar por qué alguien querría ir hasta allí si podía evitarlo. ¡Salvo Maude, claro! A ella aquellas vastas planicies y los cielos azotados por el viento le parecían hermosos, con sus estandartes de nubes, las hierbas del pantano y el aire que siempre olía a salitre.

¡Quizá no las había visto heladas y duras como una piedra, ni se había encontrado envuelta por un manto de niebla tan espesa que uno no veía ni su propia mano delante de las narices! Aquello era exactamente lo que sería útil entonces, decidió Mariah: un tiempo horrible, para que no pudiera volver a Saint Mary in the Marsh en varios días. Había emprendido una enorme tarea, y cuanto más lo pensaba, más formidable le parecía y más imposible. En cierto sentido, era un consuelo que no pudiera regresar, o lo habría hecho. No tenía ni la menor idea de cómo sería esa gente, y no tenía ni pizca de autoridad con la que respaldar lo que tenía intención de hacer. O al menos intentar. A fin de cuentas, habría sido mejor que Charlotte hubiera estado allí. Se había inmiscuido tan a menudo en los casos policíacos de su marido que sin duda había adquirido un sexto sentido para las pesquisas.

Pero ella no estaba allí, y su abuela tendría que apañárselas sola lo mejor posible, y salir adelante costara lo que costase. Tenía inteligencia y determinación, y con eso bastaría. ¡Ah!, y además el derecho estaba de su parte. Era monstruoso que hubieran asesinado a Maude Barrington, si es que la habían asesinado. Pero fuera cual fuese la verdad, su familia la había desamparado, y en Navidad. Aquello en sí mismo constituía una ofensa imperdonable y, en nombre de Maude, sentía aquel ultraje en lo más profundo.

Recorrió la distancia demasiado deprisa. Estaba solo a unos kilómetros, un viaje de cuarenta minutos al trote ligero, mucho menos de haber sido en línea recta. Cada camino parecía doblarse sobre sí mismo como si bordeara cada campo y cruzara por cada zanja dos veces. El cielo había vuelto a despejarse y la luz larga y baja arrancaba destellos a la temblorosa hierba y proyectaba entramados de sombras a través de los árboles desnudos cuando el carruaje entraba en la pequeña aldea de Snave. En realidad solo había una gran casa señorial. El resto parecían casitas y alquerías. ¿Por qué, en nombre de Dios, desearía alguien vivir allí? No era más que un ensanchamiento de la carretera.

Respiró hondo para calmar sus nervios y esperó con el corazón en un puño mientras el cochero le abría la puerta. Había estado ensayando una docena de veces lo que iba a decir, y ahora que lo necesitaba, se le había ido completamente de la cabeza.

En el camino de entrada, el viento cortaba como un cuchillo y su fuerza le obligaba a balancearse sobre sus pies para mantenerse en pie. Agarró fuerte la capa para evitar que se le volara, y caminó con paso firme hasta la puerta principal, apoyándose pesadamente sobre su bastón. El cochero tocó la campanilla por ella, y se retiró a un lado.

Respondieron casi de inmediato. Alguien debía de haber visto llegar el carruaje. Un mayordomo de aspecto muy ordinario le habló con bastante cortesía.

– Buenas tardes -respondió-. Soy la señora Mariah Ellison. El señor Joshua Fielding, en cuya casa se alojaba la señorita Barrington, es mi yerno. -Más tarde ya explicaría la naturaleza exacta de su parentesco, si era necesario-. Me temo que traigo noticias muy malas para la familia, de esas que solo se pueden dar en persona.

El mayordomo pareció alarmarse.

– ¡Oh, cielos! Pase, por favor, señora Ellison. -Abrió más la puerta para que entrase y se retiró unos pasos.

– Gracias -aceptó-. ¿Puedo pedirle el favor de que le dé cobijo y un refresco a mi cochero también, y tal vez agua para los caballos, y al menos, mientras tanto, un poco de abrigo de este viento tan cortante?

– ¡Claro! ¡Por supuesto! ¿Viene…? -Tragó saliva-. ¿Viene la señorita Barrington con usted?

– ¡No, en realidad no! -respondió siguiéndolo al interior, después de echar una breve mirada hacia atrás para asegurarse de que el cochero la había oído, y rodearía la casa y se presentaría en los establos.

Dentro de la sala no pudo evitar mirar a su alrededor. No era una casa al estilo londinense; sin embargo, estaba bien amueblada y era muy cómoda. El suelo era de roble muy viejo, oscurecido por siglos de uso. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera más clara, y de ellas colgaban muchos cuadros; por suerte no eran los habituales retratos de generaciones de antepasados con semblantes tan agrios como para cortar la leche. Al contrario, eran cuadros esplendorosos de naturalezas muertas con frutas y flores, y una o dos escenas pastoriles con enormes cielos y apacibles vacas. Al menos alguien había tenido muy buen gusto. Y por suerte también hacía un calor muy agradable.

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