Anne Perry - Una visita navideña a Romney Marshes

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Mariah Ellison, la irritable abuela de la serie del inspector Pitt, se ve forzada a pasar la Navidad en Romney Marshes con los Fielding. Pero pasar la Navidad con ellos es algo muy diferente a lo que está acostumbrada. Cuando llega una prima de la familia, Maude Barrington, la abuela ya se ve al límite de su aguante. Maude le parece una persona poco fina, algo rara… y fascinante, aunque se ocupa bien de no decírselo a nadie y manifestar en público un ligero desdén. Pero cuando aparece muerta, la abuela, intentando descubrir lo que ocurrió, deberá enfrentarse a revelaciones sorprendentes sobre su propio pasado. Una visita navideña en Romney Marshes tiene la combinación perfecta de misterio y crimen en la ambigua sociedad victoriana, sin olvidar una ración generosa de alegría navideña.

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– No puedo ni imaginarlo. Siempre he sido tan afortunada… Esta habitación es un poco fría. ¿Le importaría venir al salón, donde hace más calor? Tomaremos el té juntos y pensaremos en lo que hay que hacer. Claro que si prefiere volver a Saint Mary in the Marsh lo antes posible, lo comprenderemos.

– Gracias -dijo Mariah con voz débil-. Le agradeceré que me permita descansar cuanto necesite, sin ser una molestia para usted. Y tenga la certeza de que el té será muy bien recibido.

Se levantó vacilando lo justo para no caerse, lo cual habría sido ridículo, y lo guardaba como último recurso si fallaba todo lo demás.

Bedelia le mostró el camino por el pasillo hasta el salón, y Mariah la siguió fingiendo estar tan débil como le permitía su dignidad natural. Tenía que aparentar un cansancio creíble.

El salón era espacioso y el calor del generoso fuego las abrazó en cuanto entraron. Había muchos muebles de gustos modernos: aparadores de madera tallada, mullidos sofás y sillones con macasares en todos ellos. También había sillas de respaldo alto junto a las paredes, con cómodos asientos tapizados en piel y patas ligeramente curvas, y varios escabeles ribeteados de borlas. Una alfombra turca de vivos colores estaba gastada y más apagada allí por donde posiblemente habían pasado generaciones de pies. En las paredes había una colección de bordados, cuadros de todo tipo, grandes y pequeños, y varios animales disecados en vitrinas de cristal; incluso una vitrina llena de mariposas tan secas como la seda. Dominaban los colores cálidos, dorados, marrones y ocres rojizos. Caroline lo habría encontrado opresivo. A Mariah le dio rabia encontrarlo muy agradable, e incluso familiar.

Las personas que había allí eran otro cantar. Fue presentada, y Bedelía se vio obligada a explicarles el motivo de su presencia.

– Queridos. -Todos se volvieron hacia ella-.

Esta es la señora Ellison, que ha tenido la amabilidad de venir en persona en lugar de enviarnos un mensaje con la terrible noticia. -Se dirigió a Mariah-. Estoy segura de que preferirá sentarse, tal vez junto al fuego. Permítame presentarle a mi hermana, la señora Agnes Sullivan.

Señaló a una mujer cuyo parecido superficial se explicaba por su parentesco. Parecían de la misma altura, aunque la señora Sullivan no se había levantado como habían hecho los tres hombres. En su juventud su tez tal vez fuera parecida a la de Bedelia, pero ahora la afeaban manchas grises. Tenía unos rasgos cincelados con menos delicadeza y su expresión, aparte de mostrar cierta tristeza, era mucho más amable. Sus ropas, aunque de buen corte, solo conseguían hacerla parecer corriente.

– ¿Cómo está usted, señora Sullivan? -dijo Mariah en tono formal.

– Y su marido, el señor Zachary Sullivan -continuó Bedelia.

Zachary hizo una ligera inclinación de cabeza. Era un hombre esbelto de cabello castaño y sienes plateadas. Tenía un rostro también agradable, pero marcado por cierta sensación de pérdida, como si no hubiera conseguido conquistar algo que le importaba demasiado para olvidarlo.

– Mi nuera, Clara, y mi hijo, Randolph -prosiguió Bedelía señalando con un movimiento de brazo a un joven cuya tez se parecía a la suya, pero sus rasgos no, al ser considerablemente más fuertes y duros. La mujer que estaba junto a él era bastante bella, en cierto sentido: cabello oscuro, ojos negros y cejas demasiado espesas.

Bedelia sonrió, a pesar de la situación.

– Y mi esposo, Arthur -concluyó, volviéndose hacia un hombre notablemente guapo, cuyo cabello oscuro era entonces de color gris herrumbroso. Tenía unos ojos inteligentes y vivos que atraían la atención al instante, y al sonreír mostró unos dientes perfectos.

– Bienvenida a Snave, señora Ellison -dijo de manera cariñosa-. Siento que la traiga hasta aquí una noticia tan triste. ¿Puedo ofrecerle té, o prefiere algo más fuerte, como una copa de jerez? Sé que es pronto, pero el viento es espantoso y debe de estar usted helada, y tal vez también cansada.

– Es usted muy generoso y comprensivo -aceptó Mariah, acercándose al fuego y al asiento que Zachary había dejado libre para ella. Esperaba que si había un culpable de matar a Maude, si es que la había matado alguien, no fuera Arthur Harcourt.

– ¿Qué es lo que tiene que decirnos, señora Ellison? -preguntó Agnes Sullivan con voz temblorosa.

– Me temo que la señora Barrington falleció ayer por la noche mientras dormía -respondió Mariah en tono solemne-. Creo que debió de ser una muerte apacible, y parecía gozar de una salud y un humor excelentes, hasta el último momento. Nunca comentó que se encontrase mal. Lo siento mucho.

Observó durante un instante a cada uno de ellos, intentando juzgar sus reacciones. Aunque no es que estuviera segura de poder distinguir entre la culpabilidad, la conmoción o la pena.

Zachary parecía menos sorprendido que intrigado, como si no hubiera comprendido del todo el significado de sus palabras.

Agnes soltó una exclamación y se tapó volando la boca con la mano para impedirse gritar, en un gesto que recordaba al de Bedelia cinco minutos antes. Se puso pálida como la cera.

– Pobre tía Maude -murmuró Randolph-. Lo siento mucho, mamá -añadió mirando a Bedelia con preocupación.

Clara Harcourt no dijo nada. Como apenas había conocido a Maude, tal vez le pareció más adecuado no hablar.

La tez aceitunada de Arthur Harcourt cambió de color, entre blanco y gris, y sus ojos parecían desenfocados. ¿Qué estaría sintiendo? ¿Era el horror de la culpa ahora que el hecho era real?

– Siento traerles tan malas noticias. -Mariah se sintió obligada a llenar el silencio de los demás que parecía ahogar la habitación. El simple crepitar del fuego parecía una hoja rasgada en el viento.

– Ha… ha sido muy amable por su parte -tartamudeó Agnes-. Qué cosa tan terrible para usted… una invitada en su casa… prácticamente una extraña.

De repente una brillante idea iluminó la mente de

Mariah. Se levantó como un rayo y casi sintió su calor en el rostro.

– ¡Oh, no, en absoluto! -dijo con convicción-. Maude y yo pasamos horas conversando. -Le asombraba su propia audacia-. Me contó muchas cosas sobre… ¡oh, muchas cosas! Sus emociones, sus experiencias, dónde había estado y la gente que había conocido. -Gesticuló con las manos para dar mayor énfasis a sus palabras-. Créanme, hay personas a las que frecuento desde hace años y de las que sé mucho menos. Nunca había trabado amistad con nadie tan rápido y con un afecto tan natural. -Era una mentira monstruosa-. Debo admitir que la confianza que depositó en mí me resultó muy reconfortante, y por eso no podía permitir que nadie más viniera a contárselo -se apresuró a añadir-. Nunca olvidaré a Maude, ni la confianza que tuvo en mí al hablarme de su vida y de su significado.

Sintió una extraordinaria emoción al hacer semejantes declaraciones como si fueran ciertas, como si ella y Maude se hubieran convertido en auténticas amigas.

Con una pizca de sensación de absurdo, pero también de cierta ternura, se percató de que no era del todo falso. Maude le había contado más cosas de su vida en un día que la mayoría de sus conocidos durante años, ¡aunque no le hubiera revelado ningún detalle sobre su maldita familia!

Y a regañadientes, como si estuviera sajando un forúnculo, Mariah tuvo que admitir que había llegado a apreciar a Maude; en cualquier caso más de lo que esperaba, teniendo en cuenta que había sido una imposición en casa de Caroline por Navidad… ¡sin que ni siquiera la hubieran invitado!

Bedelía la miró con incredulidad.

– ¿En serio? ¡Pero si la conoció apenas un día!

– No teníamos otra cosa que hacer más que conversar -explicó con una sonrisa-. Fue fascinante escucharla tanto en la comida como en la cena, pero sobre todo cuando salíamos a pasear las dos solas. Me sentí muy halagada de que me contara tantas cosas. Yo también me sorprendí al hablarle con la misma franqueza, y me pareció muy amable y poco dada a juzgar a las personas. Conocerla fue una… una experiencia maravillosa -se apresuró a añadir.

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