Anne Perry - Una visita navideña a Romney Marshes

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Mariah Ellison, la irritable abuela de la serie del inspector Pitt, se ve forzada a pasar la Navidad en Romney Marshes con los Fielding. Pero pasar la Navidad con ellos es algo muy diferente a lo que está acostumbrada. Cuando llega una prima de la familia, Maude Barrington, la abuela ya se ve al límite de su aguante. Maude le parece una persona poco fina, algo rara… y fascinante, aunque se ocupa bien de no decírselo a nadie y manifestar en público un ligero desdén. Pero cuando aparece muerta, la abuela, intentando descubrir lo que ocurrió, deberá enfrentarse a revelaciones sorprendentes sobre su propio pasado. Una visita navideña en Romney Marshes tiene la combinación perfecta de misterio y crimen en la ambigua sociedad victoriana, sin olvidar una ración generosa de alegría navideña.

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– Maude le contó muchas cosas, ¿verdad? -observó la señora Dowson.

Mariah se limitó a sonreír.

– Por mucho que Maude despreciase a Bedelia, jamás habría hecho daño a Arthur -prosiguió la señora Dowson-. Como le he dicho, nunca dejó de amarlo. Y me refiero a esa emoción que consiste en querer lo mejor para el otro, el honor y la felicidad y el viaje espiritual interior; no la avidez de poseerlo a toda costa, la dicha de su compañía y la sensación de que el otro es feliz solo cuando está contigo. Esa es Bedelia, que siempre quiere salirse con la suya. Y a la pobre Agnes le preocupaba ser solo un premio de consolación.

– Entonces ¿por qué Arthur fue tan estúpido? -se sorprendió Mariah-. Se dejó cegar por la mera apariencia física… ¡oh!

Se le ocurrió una respuesta más sencilla y más comprensible. Se percató de que la señora Dowson la miraba fijamente. Notó el calor en sus mejillas como si pudiera leer su mente.

– No lo sé -dijo en voz baja la señora Dowson-, pero creo que Maude sí, y por eso Bedelia se sentía muy feliz por que se quedara en Persia durante el resto de su vida.

La idea se afianzó en la mente de Mariah. Eso explicaba lo que no había podido observar en el carácter y la naturaleza de aquella gente. Al mirar a la señora Dowson tuvo la certidumbre de que habían llegado a la misma conclusión. Le sonrió.

– Es muy triste -dijo con dulzura, consciente de que era un eufemismo absurdo-. Pobre Arthur… -Vaciló-. Y pobre Zachary.

– Y pobre Agnes -añadió la señora Dowson-. Pero sobre todo, me habría gustado que Maude no… hubiera sufrido tanto.

– Pero ella se las arregló lo mejor que pudo -dijo Mariah con intensa emoción, con una convicción absoluta que nacía dentro de ella, borrando todo asomo de duda.

La señora Dowson asintió.

– Maude siempre ha sabido vivir. Al saber que lo peor había llegado, aceptó el dolor como parte de la verdad de las cosas, pero prefirió ver también el lado bueno, y buscar la alegría en la diversidad. No se cerró a la riqueza que confiere la experiencia. Creo que tenía ese don. La echaré mucho de menos.

– Aunque solo la conocí muy poco tiempo, también la echaré de menos -confesó Mariah-, pero estoy profundamente agradecida de haberla conocido. Y… y gratitud es algo que rara vez he sentido en los últimos tiempos. El simple hecho de recuperar ese sentimiento es un…

No sabía cómo concluir la frase. Sorbió por la nariz, controló sus emociones con esfuerzo y se puso en pie.

– Pero me queda algo por hacer. Debo regresar a Snave y ocuparme de ello. Le agradezco mucho su hospitalidad, señora Dowson, e incluso le agradezco más lo que me ha ayudado a comprender. Le deseo felices fiestas, la memoria de todo lo bueno del pasado y la esperanza para el futuro.

La señora Dowson también se levantó.

– ¡Con qué gracia lo ha dicho, señora Ellison! Me esforzaré en recordarlo. ¿Puedo desearle felices fiestas y que tenga un buen viaje, tanto físico como espiritual? Feliz Navidad.

Fuera empezaba a nevar, copos blancos flotaban en el viento. Por el momento solo era un polvillo en el suelo, pero la densa capa de nubes que asomaba por el norte hacía presagiar que caería mucha más. Tanto si quería como si no, Mariah no podría regresar a Saint Mary in the Marsh aquel día. Aquello le favorecía. Lo que le quedaba por cumplir era mejor hacerlo de noche, cuando todos estuvieran reunidos después de cenar. Sería incómodo, muy incómodo. Notó un nudo en el estómago cuando se sentó en la calesa y se envolvió para protegerse de la nieve. El viento cortante la perseguía y el rugido del mar rompiendo contra la costa se debilitaba a medida que avanzaban tierra adentro entre los amplios y llanos campos que empezaban a quedarse blancos.

Tenía miedo. Lo admitió para sus adentros. Tenía miedo de las situaciones violentas e incluso del ataque físico, aunque esperaba que cualquier ataque fuera secreto, velado, como el que había sufrido Maude. Pero sobre todo, y aquello le sorprendió, tenía miedo a no hacerlo bien.

Entonces, al igual que Agnes, consideró que la mayor parte de su vida había sido un fracaso. Había vivido una mentira, siempre simulando ser una mujer muy respetable, incluso de manera agresiva, casada con un hombre que había muerto bastante joven, lo que la había sumido en el luto desde los cuarenta y tantos, y no había podido recuperarse de semejante pérdida.

En realidad su matrimonio había sido desgraciado, y la muerte de él la había liberado, al menos exteriormente. Nunca se había permitido liberar su mente, y peor aún, su corazón. Había mantenido la mentira para salvar su orgullo.

Claro que nadie tenía por qué conocer los detalles, pero podía haber sido sincera consigo misma y eso habría calado lentamente en su carácter, en sus convicciones, y al final en el modo en que los demás la habrían visto y ella habría visto a los demás.

Maude Barrington había sufrido una monstruosa injusticia. La había soportado sin aparente amargura. Si aquella injusticia había arruinado una parte temprana de su vida, quizá cuando se fue al extranjero por primera vez, había sanado su espíritu de la herida y había vivido una vida llena de pasión y aventura. Tal vez nunca se sintiera cómoda, pero ¿de qué valía la comodidad? La amargura, la culpa, el odiarse a uno mismo tampoco eran nada cómodos. Y tal vez no eran tan seguros como en otro tiempo había imaginado. Eran como una enfermedad interna que crece despacio y te va matando poco a poco.

La nieve que caía en abundancia formando una ligera capa en el suelo empezaba a amontonarse en la parte expuesta al viento de los surcos de los campos arados y en los troncos de los árboles. El viento soplaba demasiado fuerte para que la nieve cuajase en las ramas que se agitaban contra el cielo. Los cascos del caballo hacían poco ruido porque el suelo ya estaba cubierto de un manto blanco; solo se oía el hondo gemido del viento y el crujido de las ruedas. Era un mundo duro y hermoso, vigorizante y glacial, y de un lado a otro, el olor dulce y punzante del mar, de una vastedad infinita.

Mariah regresó a Snave antes de estar preparada, pero eso no tenía remedio. Y tal vez nunca tuviera la impresión de estar preparada. Dejó que el mozo de cuadra la ayudara y, para su sorpresa, le dio las gracias por su amabilidad.

Una vez dentro se quitó la capa y el chal, y se sintió muy feliz de encontrase otra vez en un lugar cálido. Tenía las manos entumecidas del frío y le picaba la cara, le lloraban los ojos, pero nunca se había sentido viva con tanta intensidad. Estaba aterrada, y sin embargo en su interior rebosaba de valor, como si Maude le hubiera legado algo de su vitalidad y su gusto por la vida.

Llegaba demasiado tarde para el almuerzo y, en cualquier caso, estaba demasiado nerviosa para comer. La cocinera le había preparado una bandeja con sopa y pan caliente recién hecho, y aquello era todo cuanto necesitaba. Le dio las gracias con sinceridad y con un cumplido, y cuando se lo acabó todo, fue al piso de arriba con la excusa de que deseaba reposar un rato. En realidad quería prepararse para la noche. Iba a ser una de las noches más importantes de su vida, tal vez su única hazaña verdadera. Requeriría toda la sangre fría y la inteligencia que poseía. Ahora no tenía la menor duda sobre cuál era la verdad.

Demostrarla sería otro cantar, pero si no lo intentaba, al precio que fuera, habría desaprovechado la última oportunidad que le ofrecía el destino.

Mariah se puso con mucho cuidado el mejor vestido negro del ama de llaves, y dio las gracias a la doncella. Le pareció apropiado. Sería una mujer distinta de la persona que había sido desde que tenía memoria. Sería valiente, afrontaría la fealdad, la vergüenza y el fracaso, y sería amable con ellos, porque los conocía íntimamente. Ella también había sido una mentirosa, y cualquier desagradable entresijo de la mentira le era familiar. Había sido una cobarde, y el corrosivo manto de la cobardía había cubierto por entero su vida. Había intentado imponer a los demás su propio espíritu mezquino, su convicción de haber fracasado. No había victoria en eso. Se puede pervertir a los demás, mancillarlos, herir lo que de otro modo habría estado sano. Ahora podía tocar todas sus heridas con compasión, pero no la engañarían. Se miró en el espejo. Tenía un aspecto distinto al acostumbrado. No se trataba solo del vestido, que era prestado; hacía tiempo que no tenía aquella cara, aquel color de tez, aquel brillo en los ojos. Y sobre todo el gesto enfurruñado que afeaba su boca parecía haberse borrado y ahora sus labios se curvaban hacia arriba, no hacia abajo.

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