– Bueno, querida -dijo cuando se sentaron-. ¿Qué le pasa ahora a la pobre Agnes? Imagino que se trata de Agnes, ¿verdad?
¡Qué interesante!, pensó Mariah.
– Me temo que se trata de todos. ¿Conocía a la hermana mediana, la señorita Maude Barrington?
El rostro de la señora Dowson se endureció y se le helaron los ojos.
– Sí, pero si ha venido usted a contarme cosas poco halagüeñas, le agradecería que no lo hiciera. Sé que Maude era algo rebelde, y tal vez se entregaba demasiado a las cosas, pero tenía un buen corazón, y todo eso se remonta a un pasado lejano. Opino que uno debe tomarse las victorias con ligereza y las derrotas en silencio y con dignidad, ¿no cree, señora Ellison?
¡Qué curioso! Aquello no era lo que Mariah esperaba. Los ojos de la señora Dowson podían ser brillantes y fríos, pero encendieron una repentina y nueva calidez en la mente de Mariah.
– En efecto -dijo de corazón-. Este es uno de los motivos por los que sentí afecto por Maude en cuanto la conocí. Una de las grandes tristezas de mi vida es haberla conocido tan poco tiempo.
– ¿Perdón? -dijo la señora Dowson en tono brusco, con expresión algo alarmada.
Hacía solo una semana, Mariah habría respondido con condescendencia. En aquel momento lo único que quería era encontrar el modo más amable de contarle la noticia.
– Lo siento mucho. Maude regresó a la casa de su hermana procedente del extranjero, y debido a otros compromisos familiares, tuvo que alojarse en casa de su primo, el señor Joshua Fielding, que también es pariente mío, de ahí mi presencia aquí. Maude murió apaciblemente hace tres días, mientras dormía. -Observó el dolor sin disfraz en el rostro de la vieja dama-. Me sentía tan apenada que decidí dar la noticia a la familia en persona, en lugar de enviarles un mensaje escrito. -Y finalizó-: Y por eso aún me alojo en su casa. Estoy haciendo lo poco que puedo para ayudar.
– ¡Oh, Señor! -dijo la señora Dowson temblando un poco-. Creía que era otro de los resfriados de Agnes, o lo que tenga. ¡Qué estúpida he sido! No se debe dar nada por supuesto. Es una pérdida terrible. -De repente se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento mucho -se disculpó.
A Mariah no le pareció absurdo que después de cuarenta años la señora Dowson aún lo sintiera tanto. El tiempo no empaña ciertos recuerdos. Los días brillantes de la juventud, la risa y la amistad permanecen.
Pero por grosero que pudiera parecer, también era una oportunidad que no podía permitirse el lujo de pasar por alto.
– ¿La conocía bien, antes de que partiera para viajar por el extranjero? -le preguntó Mariah.
– ¡Oh, sí! -La señora Dowson sonrió-. Entonces conocía a todas las niñas. En aquella época mi esposo, recién nombrado en su ministerio, era ayudante del párroco. Se lo tomaba todo muy en serio, ¿sabe?, como hacen los hombres entregados a su trabajo. Creo que Maude le superaba un poco. Estaba tan enamorada de Arthur Harcourt… Y, claro, Arthur era el joven más apuesto del pueblo. Poseía una belleza extraordinaria y él lo sabía, ¿cómo iba a ignorarlo? Con solo levantar un dedo, cualquier muchacha del sur de Inglaterra le habría seguido. Incluso yo misma, si hubiera pensado que él iba en serio. Pero yo nunca he sido guapa, y era feliz con Walter. Walter era un hombre sincero, y no pienso lo mismo de Arthur.
– ¿No era sincero? ¿Solo estaba jugando con Maude?
De repente todo el agrado que Mariah sentía por Arthur Harcourt se evaporó como si le hubieran arrancado una máscara sonriente y viera carne corrompida debajo.
– ¡Oh, no! -se apresuró a decir la señora Dowson-. Ahí era donde Walter y yo discrepábamos. Él creía que Arthur amaba a Bedelia. Decía que hacían una pareja perfecta. Mi marido era un idealista. Creía que la belleza es algo interior, no una cuestión de tono de piel o color de cabello, ni de unos milímetros más aquí o allá, y, por supuesto, de seguridad en uno mismo. Eso creía él, ¿sabe? ¡Se imagina cómo habría cambiado el mapa del mundo si la nariz de Cleopatra hubiera sido medio centímetro más larga! Julio César no se habría enamorado de ella, ni Marco Antonio.
Mariah se perdió en un torbellino de ideas.
– Lo siento mucho -volvió a disculparse la señora Dowson-. Walter siempre decía que tengo una mente muy indisciplinada. Yo le decía que no, que simplemente sigo otros patrones mentales. ¡Bedelía Barrington podía hacerle comer de su mano! A él y a la mitad de los hombres del condado. Pobre Zachary, nunca lo superó, lo cual es una vergüenza. Agnes era la mejor. ¡Ojalá hubiera tenido más confianza en sí misma!
Mariah no la interrumpió. Llegó el té, la señora Dowson lo sirvió y le pasó los pastelillos de frutos secos y las tartaletas de confitura.
– Bedelia pensaba que era glamourosa, Agnes sosa y Maude feúcha y excéntrica. Y como estaba tan segura de sí misma, mucha gente opinaba que debía de tener razón.
– Pero no…
– Claro que sí -la contradijo la señora Dowson-. Pero solo porque se lo permitimos. Todos excepto Maude. Sabía que la belleza de Bedelía no tenía verdadero valor. Que carecía de calidez, ¿me explico?
– ¿Pero ella se enamoró de Arthur? ¿Tanto que no pudo soportarlo cuando él recuperó su sano juicio y acabó casándose con Bedelía? -Mariah eligió a propósito sus palabras como una provocación.
– Yo creía que había perdido el juicio de nuevo -le discutió la señora Dowson-. Yo estaba furiosa con Maude porque no luchaba por el hombre que amaba. ¡Imagínese, rendirse y huir de ese modo! Hacia el norte de África, y luego a Egipto y a Persia. Montar a caballo por el desierto y también en camello, por lo que yo sé. Vivir en tiendas y entregar lo que le restaba de su corazón a los persas.
– ¡Maude le escribió! -Mariah estaba atónita y encantada. Maude tenía una amiga allí que la quería a pesar de todos aquellos años, y se había mantenido en contacto con sus raíces.
– Por supuesto -se indignó la señora Dowson-. Nunca me contó por qué se marchó, pero llegué a comprender que era una cuestión de honor, y que nunca debía hablarse de ello. Hizo lo que creía que tenía que hacer. Pero no me parece que dejara de amar a Arthur.
En la mente de Mariah empezaron a formarse nuevas ideas.
– Señora Dowson, ¿sabe por qué Maude regresó a casa precisamente ahora, después de tantos años? -preguntó-. ¿Tenía alguna… preocupación sobre su salud?
– No, que yo sepa. -La señora Dowson frunció el ceño-. Estaba muy asustada, le agobiaba la idea de regresar después de tanto tiempo, pero el caballero que la había cuidado en Persia y que la había amado murió. Eso me contó. Aquello la apenó mucho, y también significaba que no tenía ninguna razón para permanecer allí más tiempo. En realidad, dejó entrever que sin su protección habría sido poco prudente quedarse. No sé cuál era su relación. Nunca se lo pregunté y nunca me lo contó, pero no era una relación formal, en el sentido en que usted y yo emplearíamos la palabra.
– Ya veo. ¿Bedelia lo sabía?
¿Sería aquel el escándalo que tanto temía que llegara a oídos de lord Woollard… y del que Maude tal vez le habló francamente con la intención de molestarla? Después de la frialdad de Bedelia durante todos aquellos años y el hecho de que Arthur se casara con ella, por la razón que fuese, no sería raro que Maude no hubiera podido resistirse a evitar al menos que su hermana se convirtiera en lady Harcourt. Mariah se lo preguntó a la señora Dowson.
– Tal vez estuviera tentada -respondió la señora Dowson-, pero jamás lo habría hecho. Maude nunca le guardó rencor. No puedo decir lo mismo de Bedelia.
– ¿No estaba Bedelia muy enamorada de Arthur, incluso antes de que Maude regresara de cuidar a su tía? -la interrogó Mariah.
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