– Es usted muy lista, señora Ellison -decía Bedelía-. La mayoría de sus cosas están aquí y solo tenemos que deshacer las maletas. Y es poco probable que encontremos algo que otra persona se atreva a ponerse. En realidad no me importa regalarlas, incluso a los pobres. Sería…
– Poco respetuoso. -Mariah acabó la frase, lo decía en serio, y al mismo tiempo disfrutó obligando a Bedelia a estar de acuerdo con ella. Se odiaba a sí misma por hacer aquello, pero la verdad requería extraños sacrificios-. De este modo pasarán desapercibidas y contribuirán a la felicidad de los años venideros.
Perdóneme, Maude, pensó para sí. Pero no es fácil llevar a cabo una investigación, y me niego a fracasar. Se puso en pie.
– Supongo que deberíamos empezar. A ver qué encontramos.
Aquello era de mal gusto. Nadie la había invitado a fisgonear entre los efectos personales de Maude, pero sentía curiosidad por si encontraba algo útil. Nadie más, sabiendo que había sido asesinada, dispondría nunca de semejante oportunidad.
Si Bedelía se sentía ofendida, no lo demostró.
En el trastero del piso de arriba, donde se había guardado el equipaje, se dispusieron a abrir los dos baúles que Maude había llevado consigo. Mariah se ocupó del que contenía blusas y faldas corrientes, ropa interior y unas botas cómodas bastante arañadas. Eran de una calidad media de lino y algodón, y otras de lana sin teñir. Se preguntaba en qué lugares maravillosos habría llevado Maude aquellas prendas. ¿Qué había visto, qué emociones de alegría, dolor o soledad había sentido? ¿Había añorado su hogar o en cualquier parte se había sentido como en casa, entre amigos, incluso entre personas que la querían?
Echó un vistazo a Bedelía y estudió su rostro mientras sacaba un trozo de seda a rayas púrpuras, escarlatas, carmesíes y doradas oscuras mezcladas con rosa vivo. Bedelía lanzó una exclamación. Al principio parecía de placer, de la emoción, incluso de una especie de anhelo. Luego su boca se endureció, y había dolor en sus ojos.
– ¡Dios del cielo bendito! -exclamó de pronto-. ¿En qué ocasión pudo haber llevado esto encima, sea lo que sea? -Tiró de la prenda hasta que se desplegó, y vieron que se trataba de una sola pieza con una forma muy clara-. Esperemos que fuera un regalo y no algo que ella se comprara. ¡Ninguna mujer se pondría tal cosa, ni siquiera a los veinte años, y mucho menos a la edad de Maude! ¡Habría parecido como salida de un circo! -Empezó a reírse, pero de repente dejó de hacerlo-. Ha sido buena idea mirar primero nosotras, señora Ellison. Si los criados lo hubieran visto, habríamos sido la comidilla del pueblo.
Mariah notó que se inflamaba de ira, y si se hubiera atrevido, habría salido en defensa de Maude. Pero tenía que pensar en cosas más importantes, y con mucha dificultad reprimió las palabras. Con mucho esfuerzo, fingió que se lo tomaba bien.
– En lugar de eso hablarán de los fantásticos y excepcionales adornos de su árbol -dijo con dulzura-. Y podrá decirles que son un recuerdo de su hermana.
Bedelía se sentó muy rígida, con los ojos fijos y la expresión forzada. Podía haber sido pena, o la complejidad y el dolor de cualquier recuerdo, como la rabia que jamás podría reparar, o arrepentimiento porque era demasiado tarde para el perdón, o incluso deudas jamás saldadas. Mariah solo estaba segura de una cosa: se trataba de una emoción profunda, y no precisamente agradable ni placentera.
Se llevaron las sedas abajo y Bedelia las cortó con unas grandes tijeras de costura. Retales brillantes como los atardeceres del desierto cayeron sobre la mesa y sobre el suelo. Mariah los recogió y empezó a trabajar con el papier-maché y el pegamento para hacer las bolas básicas, antes de cubrirlas con la gasa de vivos colores. Después de eso cosieron pequeñas muñecas que vistieron de oro y bronce y de perlas blancas. Sonrió ante la perspectiva; era divertido crear belleza.
Pero no estaba allí para divertirse. La seda que tenía en las manos había sido una maravillosa túnica de colores estridentes que Maude había llevado por los ardientes senderos de Arabia o de algún lugar parecido.
– Imagino que Maude debió de conocer a personas muy diferentes -dijo con aire pensativo-. A nosotras podrían parecemos extrañas, tal vez amenazadoras. -Dejó que la luz de la lámpara incidiera sobre la seda púrpura y el rojo descarado-. No me imagino llevando estos colores juntos.
– ¡Nadie se atrevería a ponérselos fuera de una feria! -respondió Bedelía-. ¿Ahora comprende por qué no podíamos tenerla aquí mientras estuviera lord Woollard? Tuvimos la cortesía de no escandalizarlo ni molestarlo.
– ¿Es un hombre de poca experiencia? -se interesó Mariah fingiendo tanta inocencia como pudo.
– De un gusto discreto y de excelente familia -dijo Bedelía con frialdad-. Su esposa, a la que conozco, es hermana de una de las damas de honor de su majestad. Una excelente persona.
Tal vez, una semana antes, a Mariah le habría impresionado. Ahora solo podía pensar en el jardín persa de Maude con los pequeños búhos ululando en la oscuridad.
Llamaron a la puerta y entró Agnes. Siguió una breve conversación sobre las fiestas y los juegos que habría que compartir, en especial la gallinita ciega, y por supuesto sobre el refrigerio.
– Tenemos que acordarnos de preparar tartas de limón para la señora Hethersett -le recordó Agnes-. Siempre le gustan tant…
– Tendrá que preparárselas ella misma -respondió Bedelia-. No vendrá.
– ¡Oh, cielos! ¿Vuelve a encontrarse mal? -preguntó Agnes de manera compasiva.
– No vendrá porque no la he invitado -dijo Bedelia de modo lacónico-. Ha dado muestras de una grosería imperdonable.
– ¡Eso fue hace un año! -protestó Agnes.
– Sí, hace un año -admitió Bedelia-. ¿Y eso qué cambia?
Agnes no discutió. Admiró la rápida evolución de los adornos y volvió a la tarea de organizar la elaboración de pasteles y tartas.
– ¡Qué desagradable! -se compadeció Mariah, preguntándose qué demonios habría dicho la señora Hethersett para que Bedelia siguiera guardándole rencor después de un año, y en Navidad precisamente-. Debió de ser muy grosera para molestarla a usted tanto.
Estuvo a punto de añadir que no podía entender por qué la gente era tan grosera, pero aquello era una gran mentira. Entendía a la perfección la grosería, y la practicaba como un arte. Era algo de lo que nunca antes se había sentido avergonzada, pero en ese momento le resultaba bastante desagradable.
– Cree que me olvidaré -respondió Bedelia-. Pero está muy equivocada, como pronto podrá comprobar.
Mariah se enfrascó otra vez en la costura, mezclando los vivos colores ya con menos placer, y preguntándose qué habría hecho Maude a Bedelia para que los viejos recuerdos aún persistieran en su memoria y no pudiera perdonarla. Al fin y al cabo, Arthur se había casado con Bedelia y había sido Maude la que se había ido de casa sola.
¿Por qué había regresado Maude precisamente entonces? ¿Era posible que Mariah estuviera totalmente equivocada? ¿Había permitido que el aburrimiento y la soledad se conjurasen para hacerle imaginar un asesinato cuando en realidad solo se había producido una muerte inesperada, y la pena parecía enfado? Y aquella mujer orgullosa no permitía que otra viera la vergüenza que sentía por haber echado a su propia hermana de casa, por miedo a que su comportamiento fuera socialmente inapropiado. ¿Se arrepentía terriblemente ahora, cuando ya era demasiado tarde? ¿Estaba Mariah imaginando un crimen cuando no era más que una tragedia?
La cena fue otra vez tensa. Como la primera noche, reinaba el trasfondo palpable de emociones a flor de piel que tal vez se da en todas las familias: la conciencia de las debilidades, las indulgencias, las cosas que se habían dicho y que tal vez habría sido mejor olvidar, aunque siempre hay alguien para recordarlas.
Читать дальше