– No tenía padre…, había muerto de una sobredosis. Katrine y yo éramos los padrinos de Livia y asuntos sociales nos concedieron la custodia hace cuatro años. La adoptamos el año pasado… Ahora Livia es nuestra.
– Pero es la hija de Ethel, ¿verdad? -dijo Gerlof.
– No. Ya no.
Al informar sobre la furgoneta negra a la central en Borgholm Tilda la había descrito como un vehículo «interesante» que se debía vigilar. Pero Öland era grande y el número de coches patrulla reducido.
¿Y lo que le había dicho Gerlof sobre un asesino con un bichero en ludden? Eso era algo de lo que no había informado. Sin pruebas de que una barca hubiese estado en el cabo no se podía poner en marcha una investigación criminal: era necesario algo más que unos agujeros en un jersey.
– Le he devuelto la ropa a Joakim Westin -le dijo el anciano cuando la llamó.
– ¿Le has hablado de tu teoría del asesinato? -preguntó Tilda.
– No…, no era el momento adecuado. Aún no está bien del todo. Seguramente creería que un fantasma había arrastrado a su mujer al agua.
– ¿Un fantasma?
– La hermana de Westin…, que era drogadicta.
Luego, Gerlof le contó por encima la historia de Ethel, la hermana mayor de Joakim, una yonqui que perturbaba su tranquilidad.
– Así que esa fue la razón de que la familia se fuera de Estocolmo -comentó Tilda cuando él terminó-. Los echó de allí una muerte.
– Esa fue una de las razones. Öland también debió de atraerles.
Tilda pensó en lo cansado y demacrado que estaba Joakim Westin cuando fueron a visitarlo, y añadió:
– Creo que debería hablar con un psicólogo. O quizá con un sacerdote.
– ¿Así que yo no valgo como confesor? -le espetó Gerlof.
Casi todas las tardes, al salir del trabajo, cuando Tilda pasaba junto al buzón, sentía el impulso de sacar la carta para la mujer de Martin y enviarla. Sin embargo, la misiva seguía en su bolso. Le parecía cargar con una hacha: la carta le daba poder sobre una persona a la que no conocía.
También tenía poder sobre Martin. Este seguía llamándola para charlar con ella. Tilda no sabía qué respondería si él le volvía a preguntar si podía ir a verla.
Habían pasado dos semanas sin que se comunicara un solo robo de casas en el norte de Öland. Pero una mañana sonó el teléfono de la comisaría. La llamada procedía de Stenvik, en la costa oeste de la isla, y el hombre que telefoneaba hablaba en voz baja, en cerrado dialecto ölandés. Dijo llamarse John Hagman. A ella le sonó ese nombre: Hagman era uno de los conocidos de Gerlof.
– ¿Están buscando ladrones de casas? -preguntó.
– Sí, en efecto -respondió Tilda-. Había pensado llamarle…
– Sí, Gerlof me lo dijo.
– ¿Ha visto algún ladrón?
– No.
Luego el hombre guardó silencio. Tilda esperó y preguntó:
– ¿Ha descubierto quizá algún rastro de los ladrones?
– Sí. Han estado aquí, en el pueblo.
– ¿Hace poco?
– No sé cuándo, pero tuvo que ser en otoño. Parece que han entrado en varias casas.
– Pasaré a ver -dijo Tilda-. ¿Cómo podré encontrarle?
– Ahora soy el único que vive aquí.
Tilda se apeó del coche patrulla en un camino de grava, entre una hilera de casas de verano cerradas, a unos metros sobre el estrecho y miró alrededor. El viento era muy frío y pensó en su familia. Procedían de allí, de Stenvik, y de alguna manera habían conseguido sobrevivir en aquel paisaje pedregoso.
Un anciano de baja estatura con un mono azul oscuro y gorra marrón se acercó al coche.
– Hagman -se presentó.
Señaló con la cabeza una casa marrón oscuro de una planta, con anchas ventanas.
– Allí -dijo-. Vi que el viento la había abierto. Lo mismo que la casa del vecino.
En efecto, una de las ventanas de la parte trasera estaba entreabierta. Al acercarse, Tilda comprobó que el marco estaba forzado y rajado junto a la aldabilla.
No se veían huellas bajo la ventana, pero vio que la habitación estaba desordenada; había ropa y herramientas tiradas por el suelo.
– ¿Tiene la llave, John?
– No.
– Entonces entraré por aquí.
Se sujetó al marco con las manos enguantadas y se impulsó al interior en penumbra.
Entró en un pequeño trastero y dio la luz, pero no se encendió ninguna bombilla. La corriente estaba cortada.
No obstante, el rastro de los ladrones podía seguirse con claridad: todos los cajones estaban abiertos y su contenido esparcido por el suelo. Al continuar hacia el salón, vio cristales en el suelo; igual que en la casa parroquial de Hagelby.
Se acercó para ver con más detalle. Había pequeños trozos de madera entre los cristales, y tardó un rato en comprender que lo que se había roto era un barco dentro de una botella.
Unos minutos después, salía por la ventana rota. Hagman seguía de pie en la hierba.
– Han estado ahí dentro -dijo ella-, y lo han dejado todo revuelto. También han roto algunas cosas.
Sacó una bolsa de plástico transparente y le enseñó los trozos de madera que había recogido; los restos del barco.
– ¿Es uno de los de Gerlof?
Hagman miró apenado los restos y asintió.
– Él tiene una casa aquí, en el pueblo, y ha vendido barcos en botellas y modelos a escala a muchos de los veraneantes.
Tilda se guardó la bolsa en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Y no ha visto ni oído nada en estas casas por la noche?
Hagman negó con la cabeza.
– ¿Ningún coche extraño por los alrededores?
– No -contestó el hombre-. Los propietarios cada año regresan a la ciudad en agosto. En septiembre, una empresa estuvo por aquí arreglando unos suelos. Luego nadie…
Tilda lo miró.
– ¿Un empresa de parqué?
– Sí, trabajaron en la casa durante varios días. Pero luego la cerraron bien antes de irse.
– ¿No era una empresa de fontanería? ¿Fontanería Kalmar? -preguntó ella.
Hagman negó con la cabeza.
– Eran entarimadores -aseguró-. Chicos jóvenes.
– Entarimadores… -repitió Tilda.
Recordó los suelos recién acuchillados de la casa parroquial de Hegelby y se preguntó si habría encontrado una pista.
– ¿Habló con ellos?
– No.
Tilda dio una vuelta con Hagman por las otras casas de la zona y anotó cuáles tenían las ventanas rotas.
– Tendremos que informar a los propietarios -dijo cuando regresaron al coche patrulla-. ¿Tiene usted contacto con alguno de ellos?
– Sí, con algunos -respondió Hagman-. Con los que tienen buenos modales.
Cuando Tilda regresó a la comisaría, hizo una docena de llamadas a los propietarios de casas de Öland y de los alrededores de Kalmar que habían denunciado robos durante el otoño.
De todos aquellos con los que pudo hablar, cuatro habían hecho acuchillar el parquet de su casa de verano durante el año. Todos habían contratado una empresa del norte de Öland: SUELOS Y PARQUETS MARNÅS.
También llamó a la casa parroquial de Heglby, cuyo propietario había regresado ya del hospital. El hombre, Gunnar Edberg, tenía la mano escayolada, pero se encontraba bien. También habían contratado a la empresa de Marnäs para arreglar el suelo.
– Hicieron un buen trabajo -dijo Edberg-. Trabajaron cinco días a principios de verano, pero nunca los vimos; estábamos en Noruega.
– ¿Les dejaron las llaves sin conocerlos?
– Es una empresa de confianza -replicó-. Conocemos al propietario; vive en Marnäs.
– ¿Tiene su número de teléfono?
Ahora Tilda tenía una pista, y tan pronto como acabó de hablar con Gunnar Edberg llamó al dueño de SUELOS Y PARQUETS MARNÅS S. A. Fue directa al grano: quería los nombres de los acuchilladores que habían trabajado en el norte de Öland durante los últimos años. Recalcó que no eran sospechosos de nada, y que la policía apreciaría que, de momento, no les dijera nada a sus empleados sobre el asunto.
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