– ¿Mamá?
Joakim cogió el jersey rojo de lana. Pasó ante el silencioso cuarto de Gabriel y entró en el de Livia.
Se había destapado y estaba a punto de despertarse: cuando entró, levantó la cabeza desconcertada y lo miró fijamente.
– Ahora, duérmete, Livia -dijo Joakim-. Mamá está aquí.
Colocó el jersey de Katrine pegado al rostro de la niña y la cubrió con el edredón hasta la barbilla. Se lo remetió con cuidado, como formando un capullo a su alrededor.
– Ahora duérmete -repitió en voz baja.
– Mmm…
Emitía confusos murmullos en sueños y se fue relajando poco a poco. Su respiración se tranquilizó, abrazada al jersey de su madre y con el rostro enterrado en la lana. Su muñeco de Götland yacía al otro lado de la almohada, pero Livia lo ignoró.
Dormía de nuevo.
El peligro había pasado y Joakim sabía que a la mañana siguiente Livia ni siquiera recordaría haberse despertado.
Resopló y se sentó en el borde de la cama de la niña, con la cabeza colgando.
Una habitación a oscuras, una cama, las cortinas corridas.
Deseaba acostarse, dormir tan profundamente como Livia y olvidarse de sí mismo. No tenía fuerzas para pensar ni para nada.
Y, sin embargo, no conseguía dormir.
Pensó en el cesto de la ropa, en la ropa de Katrine, y tras unos minutos, se levantó y se dirigió de nuevo al cuarto de baño. Al cesto de la ropa sucia.
Casi al fondo del todo, encontró lo que buscaba: el camisón de Katrine, blanco con un corazón rojo en el pecho. Lo sacó del cesto.
Se detuvo en el pasillo y escuchó, pero las habitaciones de los niños seguían en silencio.
Entró en su cuarto, encendió la luz e hizo la cama. Sacudió y estiró las sábanas, arregló las almohadas y apartó la colcha. Entonces se acostó de nuevo, cerró los ojos y sintió el aroma de Katrine en la habitación.
Alargó una mano y tocó la suave tela.
Un nuevo día. Joakim se despertó con el persistente pitido del despertador, lo que significaba que tenía que haber dormido.
«Katrine está muerta», se dijo.
Oyó que Gabriel y Livia se movían en sus camas, y luego que uno de ellos se levantaba y arrastraba los pies desnudos por el parqué hacia el cuarto de baño. De repente se dio cuenta de que notaba el aroma de su mujer, y que sus manos sujetaban algo fino y suave.
El camisón.
En la penumbra, casi avergonzado, se detuvo a mirar la prenda con detenimiento. Recordó lo que había hecho en el cuarto de baño la noche anterior y tiró deprisa de la colcha para ocultarla.
Joakim se levantó, se duchó, se vistió y luego se ocupó de los niños; a continuación, consiguió que se sentaran a desayunar. Los miraba de reojo para ver si lo estudiaban, pero ambos estaban inclinados sobre sus platos.
La oscuridad y el frío de la mañana parecían despabilar a Livia. Después de que Gabriel saliera de la cocina para ir al baño, ella miró a su padre.
– ¿Cuándo va a volver mamá?
Joakim cerró los ojos. Estaba junto a la encimera, dándole la espalda y calentándose las manos con la taza de café.
La pregunta quedó en el aire. No soportaba oírla, pero Livia se la hacía cada mañana y cada noche tras la muerte de Katrine.
– No lo sé con seguridad -respondió despacio-. No sé cuándo volverá.
– Pero ¿cuándo? -insistió la niña alzando la voz. Y esperó su respuesta.
Joakim permaneció en silencio, pero al fin se dio la vuelta. El momento ideal para contarlo no llegaría nunca. Miró a su hija.
– En realidad…, no creo que mamá vuelva -dijo-. Se ha ido, Livia.
Ella clavó la vista en él.
– No -replicó decidida-. No, no se ha ido.
– Livia, mamá no va a volver…
– ¡Sí que lo hará! -gritó Livia sobre la mesa-. Vendrá, ¡y punto!
Después siguió comiéndose el sándwich. Él bajó la vista y se bebió el café; se sentía derrotado.
Por la mañana, a las ocho, llevó a los niños a Marnäs, lejos del silencio de ludden.
Al entrar en la guardería de Gabriel, los recibió el sonido de risas claras y gritos. Joakim estaba agotado. Apenas logró despedirse de su hijo con un cansado abrazo. El niño le dio la espalda enseguida y corrió hacia las alegres voces de sus compañeros de clase.
Pero la energía de los niños desaparecería con el tiempo, pensó Joakim, se harían mayores y sus rostros envejecerían y su piel colgaría. Detrás de los alegres rostros había ya brillantes calaveras con las cuencas vacías.
Apartó esos pensamientos de su mente.
– Adiós, papá -dijo Livia cuando él la acompañó hasta el recibidor de su clase-. ¿Volverá mamá esta tarde a casa?
Se comportaba como si no lo hubiera oído durante el desayuno.
– No, esta tarde no -contestó él en voz baja-. Pero yo vendré a buscarte.
– ¿Temprano?
Livia siempre quería que la fueran a buscar pronto, pero cuando Joakim llegaba temprano, ella no quería dejar a sus amigos y regresar a casa.
– Sí, claro -dijo-. Vendré bastante temprano.
Asintió en silencio, y su hija desapareció en la clase con los otros niños. Al mismo tiempo, una mujer de pelo cano asomó la cabeza por la puerta.
– Hola, Joakim -saludó, y lo miró con la tristeza reflejada en el rostro.
– Hola.
La reconoció: era Marianne, la directora.
– ¿Qué tal?
– No muy bien -respondió Joakim.
En veinte minutos tenía que estar en la funeraria de Borgholm; y se dirigió a la puerta. Pero Marianne se acercó a él.
– Lo entiendo -le dijo-. Todos nos sentimos igual.
– ¿Dice algo? -preguntó Joakim, y con la cabeza señaló hacia la clase.
– ¿Livia? Sí, ella…
– Me refiero a si habla de su madre.
– No mucho. Y nosotros tampoco hablamos demasiado. Quiero decir… -Marianne guardó silencio durante unos segundos y luego prosiguió-: Si te parece bien, el personal seguirá tratando a Livia igual que antes. Es una más de la clase.
Joakim se limitó a asentir.
– Por si no lo sabías…, fui yo quien la encontró en el agua -continuó Marianne.
– ¿Ah, sí?
Joakim no formuló ninguna pregunta; sin embargo, ella siguió hablando como si necesitara contárselo.
– Ese día, solo quedaban aquí Livia y Gabriel después de que dieran las cinco; nadie había venido a buscarlos. Y nadie respondió al teléfono cuando llamé. Así que cogí el coche y fui a ludden. Los niños corrieron dentro de la casa, que estaba abierta…, pero vacía y en silencio. Salí y eché un vistazo, y entonces vi una mancha roja en el agua, junto a los faros. Un anorak rojo.
Joakim escuchaba y al mismo tiempo pensaba cómo sería el cráneo de Marianne bajo su fina piel. Un cráneo bastante pequeño, con elevados pómulos blancos, pensó.
– Vi el anorak -prosiguió Marianne-, y luego unos pantalones… y entonces comprendí que alguien flotaba en el agua. Llamé a urgencias y luego corrí hasta la playa. Era extraño…, había hablado con ella el día antes.
Marianne bajó la vista y guardó silencio.
– Y ¿no había nadie más? -preguntó Joakim.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Los niños no estaban allí? ¿Nunca vieron a Katrine?
– No, estaban dentro de la casa. Luego me los llevé a la granja de los vecinos. No vieron nada.
– Bien.
– Los niños viven en el presente, se adaptarán -añadió Marianne-. Ellos… olvidarán.
Cuando Joakim regresó al coche, una cosa tenía clara: no quería que Livia olvidara a Katrine.
Él tampoco podía hacerlo. Olvidar a Katrine sería imperdonable.
Invierno de 1884
La llama del faro norte de ludden se apagó aquel año. Por lo que sé, nunca volvió a encenderse .
Pero Ragnar Davidsson me contó que, a veces, el faro aún alumbra: la noche que precede a la muerte de alguien .
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