Contuvo la respiración para oír mejor y dio un par de cautelosos pasos hacia la puerta. Salió de la habitación y aguzó el oído de nuevo.
Quizá solo fuera el sonido del viento.
Se encaminó de nuevo al porche, y, justo cuando empezaba a distinguir las voces con claridad a través del cristal de las ventanas, enmudecieron de golpe.
Fuera, todo permanecía en silencio y estaba en penumbra.
Al segundo siguiente, una potente luz barrió las habitaciones de la casa: los faros de un coche.
Oyó acercarse el débil sonido de un motor y comprendió que Joakim Westin había regresado a ludden.
Tilda lanzó una última mirada al patio para cerciorarse de que todo estaba en orden. Pensó en las voces que había oído y tuvo la vaga sensación de haber hecho algo prohibido, a pesar de que le había parecido obvio esperar al hombre dentro de la casa caldeada. Se puso los zapatos y salió a la oscuridad.
En ese momento, apareció un coche con un remolque y se detuvo en el jardín.
El conductor apagó el motor y se apeó. Joakim Westin. De unos treinta y cinco años, alto y delgado, con vaqueros y anorak. Tilda apenas podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero le pareció que él la miraba severamente. Abandonó el coche con rápidos movimientos cargados de tensión.
Cerró la puerta del coche y se le acercó.
– Hola -la saludó. Hizo un gesto con la cabeza sin tenderle la mano.
– Hola. -Ella repitió el gesto-. Tilda Davidsson, de la policía de proximidad… Hemos hablado por teléfono.
Le habría gustado llevar el uniforme en lugar de ir vestida de civil. Habría resultado más apropiado en esa noche oscura.
– ¿Estás sola? -preguntó Westin.
– Sí, mis colegas ya se han marchado -respondió ella-. La ambulancia también.
Se hizo el silencio. Westin permaneció quieto, como si se sintiera inseguro, y a Tilda no se le ocurrió nada que decir.
– Livia, ¿no está…, aquí? -inquirió Westin al fin, con la mirada dirigida a la ventana con luz de la casa.
– Se la han llevado a Kalmar -contestó ella.
– ¿Dónde fue? -preguntó él, y la miró-. ¿Dónde ocurrió?
– En la playa…, junto a los faros.
– ¿Ocurrió en los faros?
– Bueno…, aún no estamos seguros.
Westin dejó vagar la mirada entre Tilda y la casa.
– ¿Y Katrine y Gabriel? ¿Siguen con los vecinos?
Ella asintió.
– Están durmiendo. He llamado hace un rato para ver cómo estaban.
– ¿Se trata de aquella casa de allí? -preguntó Westin, y miró hacia una luz al sudoeste-. ¿La granja?
– Sí.
– Voy para allá.
– Te puedo llevar -dijo Tilda-. Podemos…
– No, gracias. Necesito caminar.
Pasó a su lado, saltó el muro de piedra y se metió de lleno en la oscuridad a largas zancadas.
Una de las lecciones que había aprendido en la Escuela de Policía era: «Nunca hay que dejar solas a las personas en duelo», así que lo siguió a toda prisa. No era momento de intentar relajar el ambiente con preguntas sobre el viaje a Estocolmo u otra charla informal, así que caminó en silencio por los campos hacia la granja.
Deberían haber cogido una linterna, pues la oscuridad allí fuera era total. No obstante, Westin parecía no tener problemas para encontrar el camino.
Tilda creyó que el hombre se había olvidado de que ella lo seguía, pero de pronto volvió la cabeza y dijo en voz baja:
– Cuidado… aquí hay alambre de espino.
Joakim le indicó un camino junto a la valla y se acercaron a la carretera general. Tilda pudo oír el débil rumor del negro mar al este. Parecía casi un susurro y le recordó el sonido de la casa. Las voces que susurraban a través de las paredes.
– ¿Vive alguien más en la casa? -preguntó.
– No -contestó Westin, lacónico.
Él no preguntó a qué se refería, y ella no añadió nada más.
Tras un centenar de metros, llegaron a un camino de grava que conducía directamente a la granja. Pasaron una especie de silo y una hilera de tractores aparcados. Tilda notó el olor a estiércol y oyó débiles mugidos procedentes de un oscuro establo, al otro lado de la explanada.
Habían llegado a la casa de ladrillo de la familia Carlsson. Un gato negro abandonó la escalera, dobló una esquina y desapareció; Westin preguntó en voz baja:
– ¿Quién la encontró… fue Katrine?
– No -dijo Tilda-. Creo que fue una de las maestras de la guardería.
Joakim Westin volvió la cabeza y le lanzó una larga mirada, como si no entendiera lo que le decía.
Más tarde, comprendió que debería haberse quedado más tiempo al pie de la escalera para hablar con él. En cambio, subió dos escalones hacia la puerta y, con cuidado, golpeó con los nudillos uno de los cristales.
Al poco, apareció una mujer rubia, vestida con rebeca y falda, que les abrió la puerta. Se trataba de Maria Carlsson.
– Hola, pasad -saludó en voz baja-, iré a despertarlos.
– Deja que Gabriel siga durmiendo -dijo Joakim.
Maria Carlsson asintió y dio media vuelta; los dos visitantes la siguieron despacio. Se detuvieron ante la puerta del salón, una combinación de cuarto de estar y comedor. Había velas encendidas en las ventanas y un aparato de música emitía una suave melodía de flauta.
Reinaba un ambiente de solemne entierro, pensó Tilda, como si fuera allí donde había muerto alguien y no en los faros de ludden.
Maria Carlsson desapareció en una habitación sin luz. Se demoró un par de minutos, después, apareció una niña.
Llevaba puestos unos pantalones y un jersey, y sujetaba con fuerza un muñeco bajo el brazo. Los observó con una indiferente mirada somnolienta. Pero al descubrir quién se encontraba en la habitación, se espabiló enseguida y comenzó a sonreír.
– ¡Hola, papá! -exclamó, y correteó hacia él.
La niña no sabía nada, comprendió Tilda. Aún nadie le había contado que su madre se había ahogado.
Lo más extraño fue que el padre, Joakim Westin, permaneció inmóvil en la puerta, sin ir al encuentro de su hija.
Tilda lo miró y vio que ya no parecía decidido, sino asustado y desconcertado, casi aterrorizado.
La voz de Joakim Westin estaba cargada de pánico cuando dijo:
– Esta es Livia. -Y, mirando a Tilda, añadió-: ¿Y Katrine? ¡Mi mujer! ¿Dónde está Katrine?
Joakim esperaba en un banco de madera frente a un edificio bajo, el hospital provincial de Kalmar. El día era frío y soleado. Lo acompañaba un sacerdote del hospital que llevaba un anorak azul y una Biblia en la mano. Ninguno de los dos decía nada.
En una sala del edificio estaba Katrine. Junto a la entrada había un cartel con el texto: «VELATORIOS».
Joakim se negaba a entrar.
– Me gustaría que la viera -le había dicho la doctora al recibirlo-. Si tiene fuerzas para ello.
Él negó con la cabeza.
– Puedo explicarle lo que encontrará ahí dentro -prosiguió ella-. El ambiente es respetuoso y digno, iluminación atenuada y velas. La difunta yace sobre una camilla, cubierta por un lienzo.
– … cubierta por un sudario, con el rostro a la vista -dijo Joakim-. Lo sé.
Lo sabía, el año anterior había visto a Ethel. Pero no podía mirar a Katrine. Bajó los ojos y negó en silencio con la cabeza.
La doctora asintió finalmente.
– Espere aquí entonces. Tardaré un rato.
Ella entró en el edificio, y Joakim se sentó bajo el débil sol otoñal y esperó, con la vista alzada al cielo azul. A su lado, el sacerdote del hospital se removía nervioso embutido en el grueso anorak, como si el silencio le resultara incómodo.
– ¿Llevaban mucho tiempo casados? -pregunto al fin.
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