David Grann - La ciudad perdida de Z
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Su padre, el capitán Edward Boyd Fawcett, era un aristócrata Victoriano, antiguo miembro del círculo íntimo del príncipe de Gales y uno de los mejores bateadores de criquet del imperio. Pero de joven empezó a llevar una vida disoluta tras caer en el alcoholismo -su apodo era Bulb, «bulbo», debido a que su nariz se había abultado por efecto del alcohol-. Además era mujeriego y un gran despilfarrador, que dilapidó el patrimonio familiar. Años después, un pariente, esforzándose por describirle en los mejores términos posibles, escribió que el capitán Fawcett «poseía grandes capacidades que no habían encontrado verdadera aplicación en la práctica, un buen hombre descarriado […], un erudito de Balliol y excelente atleta […], regatista, encantador e inteligente, secretario privado del príncipe de Gales (que más tarde sucedería a la reina Victoria como Eduardo VII), y quien dilapidó dos sustanciosas fortunas en la corte, desatendió a su esposa e hijos […], y, a consecuencia de sus hábitos disolutos y su adicción a la bebida al final de su corta vida, murió consumido a los cuarenta y cinco años». 4
La madre de Percy, Myra Elizabeth, no supuso un gran refugio en ese entorno «desestructurado». «Su desdichada vida marital le provocó una frustración y una amargura tales que la empujaron al capricho y a adoptar una actitud injusta en especial con sus hijos», 5escribió el mismo pariente. Tiempo después, Percy confesó a Conan Doyle, con quien mantenía una relación epistolar, que su madre era sencillamente «odiosa». 6Pese a ello, Percy intentó preservar la reputación de ella, junto con la de su padre, aludiendo a ellos solo de forma indirecta en A través de la selva amazónica: «Tal vez fuera lo mejor que mi infancia […] estuviera tan exenta de afecto paternal para convertirme en lo que soy». 7
Con el dinero que les quedaba, los padres de Fawcett le enviaron a escuelas públicas de élite de Gran Bretaña -entre ellas, Westminster-, célebres por los rigurosos métodos que aplicaban. Aunque Fawcett insistía en que los frecuentes varazos que recibía «no consiguieron cambiar mis puntos de vista», 8fue obligado a adaptarse al concepto Victoriano del caballero. 9La indumentaria se consideraba un signo inconfundible de carácter, y él solía llevar levita negra y chaleco, y, en los acontecimientos formales, frac y sombrero de copa; los guantes impolutos, ultimados con ensanchadores y máquinas de pólvora, eran tan esenciales que algunos hombres llegaban a utilizar seis pares en un mismo día. Años después, Fawcett se quejaría de que «el memorable horror (de tales complementos) persistía aún desde los días grises en la escuela de Westminster». 10
Solitario, combativo e hipersensible, Fawcett había aprendido a conversar sobre obras de arte (aunque nunca alardearía de sus conocimientos), a bailar el vals sin retroceder y a ser extremadamente recatado en presencia del sexo opuesto. La sociedad victoriana, temerosa de que la industrialización erosionara los valores cristianos, estaba obsesionada por controlar los instintos carnales. Se llevaban a cabo cruzadas contra la literatura obscena y «la enfermedad de la masturbación», y por la campiña se repartían panfletos en favor de la abstinencia, que instaban a las madres a «permanecer vigilantes en los henares». Los médicos recomendaban el uso de «aros con púas para el pene» a fin de reprimir impulsos incontrolados. Tal fervor contribuyó a que Fawcett tuviese una visión de la vida que se asemejaba a una guerra constante contra las fuerzas físicas que lo rodeaban. En escritos posteriores, advirtió de que con demasiada frecuencia se «ocultan […] anhelos de excitación sexual» y «vicios y deseos». 11
La caballerosidad, no obstante, no se limitaba al decoro. De Fawcett se esperaba que fuera, según escribió un historiador acerca del prototipo de caballero Victoriano, «un líder natural de los hombres […], intrépido en la guerra». 12Los deportes se consideraban el entrenamiento último para los jóvenes que pronto pondrían a prueba su valor en lejanos campos de batalla. Fawcett llegó a ser, como su padre, un excelente jugador de criquet. El periódico local alababa repetidamente su juego «brillante». Alto y esbelto, dotado de una notable coordinación, era un atleta nato, pero los espectadores observaron en su estilo una determinación casi obsesiva. Uno de ellos afirmó que Fawcett mostraba de forma invariable a los lanzadores que «se precisa algo más de lo habitual para desbancarle en cuanto está preparado». 13Cuando empezó a practicar el rugby y el boxeo, dio muestras de la misma ferocidad obstinada: en un partido de rugby, se abrió camino entre sus oponentes incluso después de haber perdido los incisivos tras recibir un golpe.
Aunque Fawcett ya era de una naturaleza extremadamente fuerte, se endureció aún más cuando, a los diecisiete años, fue enviado a la Royal Military Academy de Woolwich, 14o «el Taller», tal como se la conocía. Aunque Fawcett no albergaba deseo alguno de ser soldado, al parecer su madre le obligó a ingresar en la Academia porque a ella le deslumbraban los uniformes. La frialdad del Taller suplantó a la frialdad de su hogar. Los snookers -novatos o cadetes recién llegados como Fawcett- soportaban horas de instrucción y, si violaban el código del «cadete caballero», se los azotaba. Los cadetes veteranos a menudo obligaban a los más jóvenes a «buscar tempestades»: los forzaban a asomar los brazos y las piernas desnudos por una ventana y soportar el frío durante horas. O bien se les ordenaba permanecer de pie sobre dos taburetes apilados en una mesa mientras otros los hacían tambalearse a patadas. O se los quemaba con un atizador incandescente. «Los métodos de tortura a veces eran ingeniosos, y otras, dignos de las razas más salvajes», 15afirmó un historiador de la Academia.
Cuando Fawcett se graduó, casi dos años después, se le había enseñado, según lo describió un contemporáneo, «a considerar el riesgo de morir como la salsa más sabrosa de la vida». 16Aún más relevante es el hecho de que fuera entrenado para ser un apóstol de la civilización occidental: salir y convertir el mundo al capitalismo y al cristianismo, transformar pastos en tierras de cultivo y cabañas en hoteles, mostrar a aquellos que vivían en la Edad de Piedra las maravillas del motor de vapor y de la locomotora, y asegurarse de que el sol nunca se pusiera en el Imperio británico.
Tras escabullirse de la apartada base de Ceilán 17con el mapa del tesoro en su poder, Fawcett se encontró de pronto rodeado de bosques frondosos, playas cristalinas, montañas y gente vestida con colores que nunca había visto: no se trataba de el negro y el blanco fúnebres de Londres, sino de morados, amarillos y rubíes, radiantes, destellantes y llenos de vida, una visión tan pasmosa que incluso el gran cínico de Mark Twain, quien visitó la isla en la misma época, comentó: «¡Cielos, es hermosa!». 18
Fawcett subió a una barca correo atestada que, al lado de los acorazados británicos, apenas era un minúsculo trozo de madera y lona. En cuanto esta se alejó de la ensenada, Fawcett pudo ver Fort Frederick en lo alto del risco y las troneras de su muralla exterior de finales del siglo xviii, cuando los británicos habían intentado apropiarse del promontorio que pertenecía a los holandeses, que previamente se lo habían arrebatado a los portugueses. Tras recorrer unas ochenta millas al sur por la costa oriental, la embarcación viró hacia el puerto de Batticaloa, donde un sinfín de canoas pululaban alrededor de los barcos que arribaban. Mercaderes cingaleses, gritando sobre las salpicaduras de los remos, ofrecían piedras preciosas, especialmente a un sahib que, ataviado con un sombrero de copa y un chaleco del que colgaba la cadena de un reloj, sin duda llevaba los bolsillos llenos de libras esterlinas. Tras desembarcar, Fawcett sin duda debió de verse rodeado por más comerciantes: algunos cingaleses, otros tamiles, unos cuantos musulmanes, todos apiñados en el bazar, pregonando sus productos frescos. El aire estaba impregnado del aroma de las hojas de té secas, del olor dulce de la vainilla y del cacao, y otro algo más acre: el del pescado seco, que no despedía el hedor rancio habitual del mar sino el del curry. Y había más gentío: astrólogos, mercaderes ambulantes, lavanderos, vendedores de azúcar moreno sin refinar, herreros, tocadores de tantán y mendigos. Para llegar a Badulla, situada a unos ciento sesenta kilómetros tierra adentro, Fawcett viajó en una carreta tirada por un buey, que traqueteó y chirrió mientras el conductor fustigaba el lomo del animal, espoleándolo por la carretera de montaña que transcurría entre arrozales y plantaciones de té. En Badulla, Fawcett preguntó a un terrateniente británico si había oído hablar de un lugar llamado Galla-pita-Galla.
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