David Grann - La ciudad perdida de Z

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Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

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Tiempo después, Fawcett trabó amistad con el novelista que retrató de forma más vivida este mundo del aventurero-erudito Victoriano: sir Henry Rider Haggard. En 1885, Haggard publicó Las minas del rey Salomón, que se promocionó como «EL LIBRO MÁS ASOMBROSO JAMÁS ESCRITO». Al igual que muchas otras novelas épicas y de aventuras, se inspiró en cuentos populares y mitos, como el del Santo Grial. Su héroe es el paradigmático Allan Quatermain, un sensato cazador de elefantes que busca un alijo de diamantes en África con la ayuda de un mapa trazado con sangre. V. S. Pritchett observó que «mientras que E. M. Forster habló en una ocasión del novelista que lanzaba un cubo al fondo del subconsciente», Haggard «instaló una bomba de succión. Drenó todo el depósito de deseos secretos del público». 48

Fawcett no tuvo que hurgar tanto para ver sus deseos derramados sobre la hoja en blanco. Tras abandonar la teosofía, su hermano mayor, Edward, se reinventó como popular escritor de aventuras y durante un tiempo fue aclamado como el equivalente inglés de Julio Verne. En 1894 publicó Swallowed by an Earthquake, que narra la historia de un grupo de amigos que son arrojados a un mundo subterráneo, donde hallan dinosaurios y una tribu de «hombres salvajes que comen hombres». 49

Fue la siguiente novela de Edward, no obstante, la que reflejó con mayor exactitud las fantasías íntimas de su hermano menor -y que, en muchos sentidos, predijo de forma escalofriante el futuro de Percy-. Titulada The Secret of the Desert y publicada en 1895, en su cubierta de color rojo sangre aparecía la ilustración de un explorador ataviado con un salacot y colgado de una soga sobre el muro de un palacio. La trama se centra en un cartógrafo y arqueólogo aficionado llamado Arthur Manners, quien personificaba la sensibilidad victoriana.

Financiado por un organismo científico, Manners, el «más audaz de los viajeros», 50abandona la pintoresca campiña británica para explorar la peligrosa región central de Arabia. Decidido a viajar solo («posiblemente creyendo que sería mucho mejor disfrutar también en solitario de la fama que pudiera aguardarle»), 51Manners se interna en las profundidades del Gran Desierto Rojo en busca de tribus y yacimientos arqueológicos desconocidos. Tras dos años sin tener noticias de él, en Inglaterra muchos temen que haya muerto de hambre o que alguna tribu lo haya hecho prisionero. Tres colegas de Manners se lanzan en una misión de rescate a bordo de un vehículo blindado que uno de ellos ha construido, un artilugio futurista que, como el submarino de Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino, refleja tanto el progreso como las aterradoras capacidades de la civilización europea. La expedición averigua que Manners se había dirigido hacia el legendario Oasis de las Gacelas, del que se decía que albergaba «extrañas ruinas, reliquias de alguna raza de, sin duda, gran renombre en el pasado, pero ahora completamente olvidada». 52Todo aquel que ha intentado llegar a él ha desaparecido o muerto asesinado. En su travesía hacia el oasis, los amigos de Manners se quedan sin víveres: «Nosotros, aspirantes a rescatadores, somos hombres extraviados». 53Pero entonces avistan una charca de aguas trémulas: el Oasis de las Gacelas. Y junto a él se hallan las ruinas de un templo repleto de tesoros. «Sentí una inmensa admiración por esa raza olvidada que había erigido esta magnífica estructura», 54afirma el narrador.

Los exploradores descubren que Manners está preso dentro del templo y lo rescatan con el tanque de alta velocidad. Sin tiempo para llevarse consigo objetos que demostraran al mundo su hallazgo, confían en que Manners logre convencer a los «escépticos». Pero un miembro de la expedición, que planea regresar y ser el primero en excavar las ruinas, dice de Manners: «Confío en que no revele demasiados detalles acerca de la latitud y la longitud exactas del lugar»."

Un día, Fawcett salió de Fort Frederick y echó a andar tierra adentro por un laberinto de viñedos y zarzas. «Todo cuanto me rodeaba eran sonidos: los sonidos de la naturaleza», 56escribió sobre la jungla de Ceilán. Horas después llegó al lugar que buscaba: un muro semienterrado y decorado con centenares de imágenes esculpidas de elefantes. Se trataba de los restos de un antiguo templo que estaba rodeado por un sinfín de ruinas: columnas de piedra, las arcadas del palacio y dagobas. Formaban parte de Anuradhapura, una ciudad que había sido construida hacía más de dos mil años. En aquel entonces, según la describió un contemporáneo de Fawcett, «la ciudad se ha desvanecido como un sueño […]. ¿Dónde están las manos que la levantaron, los hombres que buscaron en ella refugio del calor abrasador del mediodía?». 57Más tarde, Fawcett escribió a un amigo que «la vieja Ceilán está enterrada bajo un manto de selva y moho […]. Hay ladrillos y dagobas en ruinas, y túmulos, fosas e inscripciones indescifrables». 58

Fawcett ya no era un niño; rondaba la treintena y no soportaba la idea de pasar el resto de su vida secuestrado en un fuerte militar tras otro, sepultado bajo el peso de su imaginación. Quería convertirse en lo que Joseph Conrad había denominado un «geógrafo militante», alguien que, «albergando en el pecho una chispa del fuego sagrado», 59descubriera junto con las latitudes y las longitudes secretas de la tierra los misterios de la humanidad. Y sabía que solo había un lugar al que podía acudir: la Royal Geographical Society de Londres. Esta institución había organizado las exploraciones de Livingstone, Speke y Burton, y la que había fomentado, durante la época victoriana, las investigaciones arqueológicas. Y Fawcett no albergaba la menor duda de que sería esa misma institución la que le ayudaría a conocer y a comprender lo que él llamaba «mi Destino».

5. Donde no llegaban los mapas

– Aquí la tiene: la Royal Geographical Society -dijo el taxista al detener el vehículo ante una entrada, frente a Hyde Park, una mañana de febrero de 2005.

El edificio parecía una lujosa casa solariega, precisamente lo que había sido antes de que la Royal Society, necesitada de más espacio, la adquiriera en 1912. Tres plantas, paredes de ladrillo rojo, ventanas de guillotina, pilastras holandesas y un tejado saliente de cobre que convergía, junto con varias chimeneas, en varios puntos intrincados, como la visión que tendría un niño de un castillo. Junto a la fachada había estatuas a tamaño real de Livingstone, con sus característicos sombrero y bastón, y de Ernest Shackleton, el explorador de la Antártida, con botas y envuelto en bufandas. En la entrada pregunté al vigilante por la ubicación de los archivos, donde confiaba encontrar información que arrojase más luz sobre la trayectoria profesional de Fawcett y su último viaje.

Cuando llamé por primera vez a John Hemming, antiguo director de la Royal Geographical Society e historiador de los indígenas brasileños, para consultarle acerca del explorador del Amazonas, me dijo:

– No será usted uno de esos chiflados empeñados en encontrar a Fawcett, ¿verdad?

Al parecer, la Royal Society había empezado a desconfiar de aquellas personas obsesionadas con el sino del explorador.

A pesar del tiempo que había transcurrido desde su desaparición y de las ínfimas probabilidades de encontrarle, había quien parecía obcecarse cada vez más en la idea de la búsqueda. Durante décadas, infinidad de individuos habían acosado a la Royal Society en busca de información, tramando sus propias y extravagantes teorías, antes de dirigirse a la selva en una misión que acabaría siendo un suicidio. A menudo se los llamaba «freaks de Fawcett». Una de las personas que partieron en su busca, en 1995, 1escribió en un artículo inédito que su fascinación había mutado en un «virus» y que, cuando llamó a la Royal Society pidiendo ayuda, un miembro «exasperado» del personal comentó al respecto de los buscadores de Fawcett: «Creo que están locos. Esta gente está completamente obsesionada». Me sentí algo tonto acudiendo a la Royal Society para solicitar toda la documentación sobre Fawcett. Sus archivos, que contienen el sextante de Charles Darwin y los mapas originales de Livingstone, se habían abierto al público hacía tan solo unos meses y podrían resultar de gran ayuda.

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