David Grann - La ciudad perdida de Z

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Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

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– Me temo que no puedo ayudarle -le contestó el hombre-. Allí arriba hay unas ruinas a las que llaman Baño del Rey, que en el pasado podría haber sido un depósito o algo así, pero en cuanto a las rocas… ¡caray!, ¡pero si todo son rocas!

Recomendó a Fawcett que hablara con el jefe del lugar, Jumna Das, y descendiente de los reyes kandianos, que gobernaron el país hasta 1815.

– Si alguien puede decirle dónde está Galla-pita-Galla, es él -le dijo el inglés. 19

Aquella noche, Fawcett encontró a Jumna Das, un anciano alto y con una elegante barba blanca. Das le contó que se rumoreaba que el tesoro de los reyes kandianos había sido enterrado en aquella región. No cabía duda, prosiguió Das, de que los restos arqueológicos y los depósitos de minerales reposaban en las laderas de las colinas situadas al sudeste de Badulla, tal vez cerca de Galla-pita-Galla.

Fawcett fue incapaz de encontrar el tesoro, pero la perspectiva de las joyas refulgía aún en sus pensamientos. «¿Con qué disfruta más el perro de caza: con la persecución o dando muerte a la presa?», 20se preguntó. Tiempo después volvió a partir con un mapa. En esa ocasión, con la ayuda de un equipo de obreros a los que había contratado, descubrió un enclave que parecía guardar semejanza con la cueva descrita en la nota. Durante horas, los hombres cavaron y los montículos de tierra fueron creciendo a su alrededor, pero lo único que desenterraron fueron fragmentos de cerámica y una cobra blanca que aterró a los obreros e hizo que huyeran como alma que lleva el diablo.

Pese al fracaso, Fawcett disfrutó con aquella incursión que le permitió distanciarse de todo cuanto conocía. «Ceilán es un país muy antiguo, y los pueblos antiguos poseían más sabiduría de la que nosotros tenemos hoy», 21dijo Das a Fawcett.

Aquella primavera, tras regresar a regañadientes a Fort Frederick, Fawcett supo que el archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador austrohúngaro, tenía previsto visitar Ceilán. Se anunció una fiesta de gala en su honor a la que asistió gran parte de la élite gobernante. Los hombres acudieron con fracs negros y pañuelos blancos de seda anudados al cuello; las mujeres, con abultadas faldas con miriñaque y corsés tan ceñidos que les dificultaban la respiración. Fawcett, que llevó su atuendo más ceremonioso, resultó una presencia imponente y carismática.

«Es obvio que despierta cierta fascinación en las mujeres», 22observó un pariente. En ocasión de un acto benéfico, un periodista comentó que «el modo en que las mujeres le respetaban era digno de un rey». 23Durante la fiesta, Fawcett no conoció personalmente al archiduque, pero sí le llamó la atención una muchacha que le resultó cautivadora: no aparentaba tener más de diecisiete o dieciocho años, de tez pálida y cabello castaño recogido en la nuca, un peinado que resaltaba sus rasgos exquisitos. Se llamaba Nina Agnes Paterson y era hija de un magistrado colonial.

Aunque Fawcett nunca lo reconoció, debió de sentir algunos de los anhelos que tanto le aterraban. (Entre sus documentos conservaba la advertencia de un adivino: «Los mayores peligros que le acecharán provendrán de las mujeres, que se sienten muy atraídas por usted, y por quienes usted siente también gran atracción, si bien le acarrearán más dolor y problemas que cualquier otra cosa».) Dado que el protocolo social no le permitía acercarse a Nina e invitarla a bailar, tenía que buscar a alguien que los presentara oficialmente, y así lo hizo.

Aunque era una joven vehemente y frívola, Nina también era extremadamente culta. Hablaba alemán y francés, y se había formado en geografía, estudios religiosos y Shakespeare. Compartía con Fawcett un carácter impetuoso (abogaba por los derechos de la mujer) y una curiosidad que saciaba a solas (le gustaba explorar la isla y leer textos budistas).

Al día siguiente, Fawcett escribió a su madre para decirle que había conocido a la mujer ideal, «la única con la que deseo casarme». 24Nina vivía con su familia en una enorme casa repleta de sirvientes en el extremo opuesto de la isla, en Galle. Fawcett la visitaba a menudo con el fin de cortejarla. Empezó a llamarla Cheeky («pilla»), en parte, según afirmó un miembro de la familia, porque «ella siempre tenía que tener la última palabra»; 25Nina le llamaba Puggy («pequeño dogo»), por su tenacidad. «Era muy feliz y no sentía sino admiración por el carácter de Percy: un hombre austero, serio y generoso», 26comentaría tiempo después Nina a un periodista.

El 29 de octubre de 1890, dos años después de conocerla, Fawcett le propuso matrimonio. «Mi vida no tiene sentido sin ti», 27le dijo. Nina aceptó de inmediato y su familia organizó una fiesta para celebrarlo. Pero, según afirmaron varios parientes, algunos miembros de la familia de Fawcett se opusieron al compromiso y, recurriendo a una mentira, pretextaron que Nina no era la dama que él creía; en otras palabras, que no era virgen. No está claro el motivo por el que la familia se oponía a ese enlace y lanzó aquella acusación, pero todo indica que el eje de las maquinaciones fue la madre de Fawcett. En una carta que escribió años después a Conan Doyle, Fawcett daba a entender que su madre había sido «una vieja tonta y una vieja horrenda por ser tan odiosa» con Nina, y que «tenía mucho que compensar». 28En aquel tiempo, no obstante, Fawcett no desató su ira contra su madre sino contra Nina. Le escribió una carta en la que le dijo: «No eres la chica pura que creía que eras». 29Y puso fin al compromiso.

Durante años no tuvieron contacto alguno. Fawcett siguió en el fuerte, donde, desde lo alto de los acantilados, podía ver una columna erigida en memoria de una doncella holandesa que, en 1687, se había arrojado al mar después de que su prometido la abandonara. Nina regresó a Gran Bretaña. «Tardé mucho tiempo en recuperarme de aquel golpe», 30confesó tiempo después a un periodista, si bien ocultó el verdadero motivo de la decisión de Fawcett. Un tiempo después conoció a un capitán del ejército llamado Herbert Christie Prichard, quien desconocía la acusación lanzada contra ella o bien se negó a creerla. En el verano de 1897 se casaron. Pero cinco meses después, él murió de una embolia cerebral. Según palabras de Nina, «el destino me golpeó cruelmente por segunda vez». 31

Se cree que, instantes antes de morir, Prichard le dijo: «Ve… ¡y cásate con Fawcett! Él es el hombre apropiado para ti». 32Para entonces, Fawcett había descubierto ya el engaño de su familia y, según un pariente, escribió a Nina y «le suplicó que le aceptara de nuevo». 33

«Yo creía que ya no le amaba -confesó Nina-. Creía que, con su brutal comportamiento, había matado la pasión que había sentido por él.» Sin embargo, cuando volvieron a encontrarse, ella no tuvo arrestos de rechazarle: «Nos miramos y, esta vez invencible, la felicidad nos arrobó a ambos. ¡Habíamos vuelto a encontrarnos!». 34

El 31 de enero de 1901, nueve días después de la muerte de la reina Victoria, que puso fin a un reinado que había durado más de sesenta y cuatro años, Nina Paterson y Percy Harrison Fawcett finalmente se casaron, y se instalaron en el fuerte militar de Ceilán. En mayo de 1903 nació su primer hijo, Jack. Se parecía a su padre, aunque tenía la tez más clara y había heredado los rasgos delicados de su madre. «Un niño especialmente guapo -escribió Fawcett. Jack parecía poseer un talento prodigioso, al menos para sus padres-. Ya corría a los siete meses y hablaba con fluidez al año -se ufanaba Fawcett-. Estaba y está, física e intelectualmente, muy adelantado.» 35

Aunque Ceilán se había convertido para su esposa y su hijo en un «paraíso terrenal», a Fawcett empezaron a irritarle las restricciones de la sociedad victoriana. Era un ser solitario, demasiado ambicioso y obstinado («audaz hasta rayar en la irreflexión», lo definió un observador), y con excesivas inquietudes intelectuales para encajar en el cuerpo de oficiales. Si bien su esposa había atenuado en parte su carácter taciturno, él seguía siendo, según sus propias palabras, un «lobo solitario», decidido a «buscar caminos por mí mismo en lugar de seguir los que ya están rulados». 36

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