David Grann - La ciudad perdida de Z

Здесь есть возможность читать онлайн «David Grann - La ciudad perdida de Z» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Детектив, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La ciudad perdida de Z: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La ciudad perdida de Z»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

La ciudad perdida de Z — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La ciudad perdida de Z», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Con la caja sobre un hombro y la bolsa en la mano, los seguí a pie, solo. El sendero serpenteaba por un bosque de mangles parcialmente sumergido. Me pregunté si debía descalzarme, pero no tenía modo de cargar con las botas, así que seguí llevándolas puestas, aunque los pies se me hundían en el barro hasta los tobillos. El sendero pronto desapareció bajo el agua. No estaba seguro de qué dirección seguir y doblé hacia la derecha, donde me pareció ver hierba pisada. Caminé durante una hora y seguí sin ver a nadie. La caja que llevaba al hombro pesaba cada vez más, como también la bolsa del portátil, que, entre los mangles, parecía algo absurdo y tan característico de las actuales exploraciones. Pensé en dejarlos allí, pero no había ninguna superficie seca.

Ocasionalmente resbalaba en el barro y caía de rodillas sobre el agua. Juncos espinosos me rasgaban la piel de los brazos y las piernas, causando finos regueros de sangre. Grité el nombre de Paolo pero no obtuve respuesta. Exhausto, encontré un montículo herboso solo unos centímetros por debajo de la superficie del agua y me senté. Los pantalones y la ropa interior se me empaparon mientras yo escuchaba las ranas. Me ardían la cara y las manos por el sol y me mojé con el agua embarrada en un vano intento de refrescarme. Fue entonces cuando saqué del bolsillo el mapa del Xingu en el que Paolo y yo habíamos trazado nuestra ruta. La «Z» del centro de pronto parecía ridícula, y empecé a maldecir a Fawcett. Le maldije por Jack y Raleigh. Le maldije por Murray, y Rattin, y Winton. Y le maldije por mí.

Al cabo de un rato, me puse en pie y traté de dar con el sendero correcto. Seguí caminando sin descanso. En un punto determinado, el agua me llegó hasta la cintura, de modo que tuve que levantar la caja y la bolsa sobre mi cabeza. Cada vez que creía que había llegado al final del bosque, una nueva extensión se abría frente a mí: grandes parcelas de juncos altos y húmedos repletos de jejenes y mosquitos que me comían.

Me afanaba en aplastar un mosquito que me estaba picando en el cuello cuando oí un ruido en la distancia. Me detuve pero no vi nada. Al avanzar otro paso, el ruido se volvió más intenso. Grité una vez más el nombre de Paolo.

Y volví a oírlo: una especie de cacareo, algo así como una risotada. Un objeto oscuro se movió rápidamente entre la hierba alta, y otro, y otro más. Se acercaban.

– ¿Quién anda ahí? -pregunté en portugués.

Oí otro ruido a mis espaldas y me di la vuelta: la hierba crujía, aunque no soplaba viento. Azucé el paso, tropezando contra los juncos al intentar abrirme paso entre ellos. El agua iba volviéndose más profunda y vasta hasta que pareció un lago. Observaba anonadado la orilla, a unos doscientos metros frente a mí, cuando vi semioculta en un arbusto una canoa de aluminio. Aunque no había remos, dejé la caja y la bolsa en su interior y me subí a ella, exhausto. Entonces volví a oír el ruido y me sobresalté. De entre los altos juncos aparecieron docenas de niños desnudos. Se agarraron a los extremos de la canoa y empezaron a llevarme a nado por el lago, sin dejar de carcajear durante todo el recorrido. Al llegar a la otra orilla, bajé a trompicones de la canoa y los niños me condujeron por un camino. Habíamos llegado al poblado kuikuro.

Paolo estaba sentado a la sombra de la choza más próxima.

– Siento no haber vuelto a buscarte -dijo-. No me creí capaz de conseguirlo.

Llevaba el chaleco enrollado al cuello y sorbía agua de un cuenco. Me tendió el cuenco y, aunque el agua no estaba hervida, bebí con avidez, dejando que se me derramara por el cuello.

– Ahora ya tienes cierta idea de lo que debió de ser para Fawcett -dijo-. Así que volvemos a casa, ¿no?

Antes de que pudiera contestar, un hombre kuikuro se nos acercó y nos indicó que le siguiéramos. Vacilé unos instantes y luego cruzamos con él la polvorienta plaza central, que debía de medir unos ciento cincuenta metros de diámetro; según me dijeron, era la más grande del Xingu. Recientemente, un incendio había arrasado las chozas que la rodeaban; las llamas habían saltado de un tejado de paja al siguiente, y habían dejado la mayor parte del asentamiento reducido a cenizas. El indio se detuvo frente a una de las chozas que se había mantenido en pie tras el incendio y nos dijo que entráramos. Cerca de la puerta vi dos magníficas esculturas en arcilla: una de una rana y la otra de un jaguar. Las estaba admirando, absorto, cuando un hombre enorme surgió de las sombras. Su constitución era la de Tamakafi, un luchador mítico xinguano que, según la leyenda, tenía un cuerpo colosal, con los brazos tan gruesos como los muslos, y las piernas tan grandes como un arca. El hombre iba vestido tan solo con un bañador de tela fina y llevaba el pelo cortado en forma de cuenco, lo que confería a su rostro severo un aire aún más imponente.

– Soy Afukaká -dijo con una voz sorprendentemente suave y comedida.

Era evidente que se trataba del jefe. Nos invitó a almorzar a Paolo y a mí: un cuenco de pescado y arroz que sus dos esposas, que eran hermanas, nos sirvieron. Parecía interesado en el mundo exterior y me hizo muchas preguntas sobre Nueva York, sobre los rascacielos y los restaurantes.

Mientras hablábamos, una suave melodía se filtraba en la choza. Me volví hacia la puerta justo cuando un grupo de bailarinas y bailarines entraban con flautas de bambú. Los hombres, que iban desnudos, habían pintado sus cuerpos con intrincadas imágenes de tortugas y anacondas, cuyas formas se extendían por brazos y piernas, y cuyos colores, naranja, amarillo y rojo, brillaban por el sudor. Alrededor de los ojos, la mayoría de ellos llevaban pintados círculos negros que parecían máscaras en una fiesta de disfraces. En la cabeza, un penacho de plumas largas y de colores.

Afukaká, Paolo y yo nos pusimos en pie mientras el grupo invadía la choza. Los hombres avanzaron dos pasos y luego retrocedieron, sin dejar de tocar las flautas, algunas de las cuales medían hasta tres metros, preciosos trozos de bambú que emitían tonos similares a un zumbido, como el viento al rozar el extremo de una botella abierta. Varias muchachas de pelo largo bailaban junto a los hombres, con las manos apoyadas sobre los hombros de la persona que tuvieran delante, formando así una cadena. Ellas también iban desnudas, salvo por ristras de conchas de caracol que llevaban al cuello y un triángulo de corteza de árbol, o uluri, que les cubría el pubis. Algunas de las pubescentes habían concluido hacía poco el período de reclusión y su piel era más clara que la de los hombres. Los saltos de los bailarines hacían tintinear los collares, que se sumaban al insistente ritmo de la música. El grupo nos rodeó durante varios minutos; luego salieron por la puerta y desaparecieron en la plaza. El sonido de las flautas se amortiguó cuando entraron en la siguiente choza.

Pregunté a Afukaká acerca del ritual y me explicó que se trataba de una fiesta consagrada a los espíritus de los peces.

– Es un modo de comulgar con los espíritus -dijo-. Tenemos centenares de ceremonias, todas muy hermosas.

Al cabo de un rato, mencioné a Fawcett. Afukaká repitió casi con exactitud lo que el jefe kalapalo me había dicho.

– Los indios feroces debieron de matarlos -dijo.

De hecho, resultaba creíble que una de las tribus más belicosas de la región -con toda probabilidad los suya, como Aloique había sugerido, los kayapó o los xavante- hubiese masacrado a la partida. Era improbable que los tres ingleses hubiesen muerto de hambre, dado el talento de Fawcett para sobrevivir en la selva durante largas temporadas. Los datos que yo tenía me llevaban una y otra vez a ese mismo punto, y nunca más allá. Sentí una repentina resignación.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La ciudad perdida de Z»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La ciudad perdida de Z» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La ciudad perdida de Z»

Обсуждение, отзывы о книге «La ciudad perdida de Z» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x