El mundo aguardaba noticias. «Cualquier día de estos llegará un cable de mi esposo anunciando que está bien y que regresa con Jack y Raleigh», 1dijo Nina Fawcett a un periodista en 1927, dos años después de que se supiera por última vez de la partida. Elsie Rimell, con la que se escribía a menudo, se hacía eco de sus sentimientos: «Creo firmemente que mi hijo y las personas con las que está volverán de aquella selva». 2
Nina, que vivía en Madeira con su hija de dieciséis años, Joan, imploraba a la Royal Geographical Society que no perdiera la confianza en su esposo y mostraba con orgullo una de las últimas cartas de Jack en la que su hijo describía su viaje a la selva. «Considero que es bastante interesante, tratándose de la primera experiencia de este tipo vista por un chico de veintidós años», 3dijo. En una ocasión, durante una travesía a nado de larga distancia en el océano en la que competía, Joan dijo a Nina: «¡Mamá! Tengo que ganar hoy, porque si lo hago papá conseguirá encontrar lo que está buscando, y si pierdo…, ellos también lo harán». 4Para asombro de todos, ganó. Brian, que entonces contaba veinte años y trabajaba en la compañía ferroviaria de Perú, aseguró a su madre que no había motivo para preocuparse: «Papá ha alcanzado su objetivo -aseguró- y se está quedando allí el mayor tiempo posible». 5
En la primavera de 1927, sin embargo, la inquietud se había propagado ya; tal como declaró la North American Newspaper Alliance: «El temor por la suerte de Fawcett aumenta». Abundaban las teorías sobre lo que podría haberles ocurrido a los exploradores: «¿Habrán sido asesinados por los belicosos salvajes, algunos de ellos caníbales? -conjeturaba un periódico-. ¿Habrán perecido en los rápidos […] o habrán muerto de hambre en esta región absolutamente carente de alimento?» 6Una de las teorías más extendidas sostenía que los exploradores eran rehenes de una tribu, una práctica relativamente común. (Varias décadas después, cuando algunas autoridades brasileñas contactaron con la tribu txukahamei por primera vez, encontraron a media docena de cautivos blancos.) 7
En septiembre de 1927, Roger Courteville, ingeniero francés, anunció que mientras viajaba cerca de las fuentes del río Paraguay, en el Mato Grosso, había encontrado a Fawcett y a sus compañeros viviendo, no como rehenes, sino como ermitaños. «Explorador presuntamente embaucado por la hechicería de la jungla: Fawcett olvida al mundo en un paraíso de aves, ganado salvaje y caza», 8informó el Washington Post. Aunque algunos simpatizaban con el aparente deseo de Fawcett de «huir de la era de las máquinas y […] de húmedos y oscuros andenes subterráneos y de bloques de pisos oscuros», 9según lo definió el editorial de un periódico estadounidense, otros alegaban que el explorador había perpetrado la mayor patraña de la historia.
Brian Fawcett, que se había apresurado a encontrarse con Courteville, consideró que el francés «describió a papá con exactitud». 10Pese a ello, cada vez que relataba su historia, Courteville cambiaba tanto el contenido como la grafía de su propio nombre, y Nina defendió ferozmente la reputación de Fawcett. «Me hervía la sangre de indignación por las difamaciones lanzadas contra el honor de mi esposo», 11escribió a la RGS, e informó a Courteville: «A medida que la historia ha ido creciendo y cambiando, ha ido incorporando un componente de maldad y perfidia. Pero, gracias a Dios, yo, esposa [de Fawcett], he visto las discrepancias de las declaraciones publicadas». 12Para cuando concluyó su campaña contra el francés, prácticamente nadie otorgaba ya a este la menor credibilidad, y tampoco a su historia.
Con todo, la pregunta seguía pendiente: ¿dónde estaban Fawcett y sus jóvenes acompañantes? Nina confiaba en que su marido, habiendo sobrevivido años en la jungla, estuviera vivo. Pero, al igual que Elsie Rimell, comprendía ahora que algo terrible debía de haberle ocurrido a la expedición: probablemente los indios los habían secuestrado. «No hay modo de saber el abatimiento y la desesperación que podrían estar soportando los chicos», 13comentó Nina.
Mientras su angustia iba en aumento, un hombre alto e impecablemente vestido se presentó en la puerta de su casa de Madeira. Era el eterno rival de Fawcett: el doctor Alexander Hamilton Rice. Había ido a consolarla, y le aseguró que aunque los exploradores hubiesen caído prisioneros, Fawcett encontraría el modo de escapar. «La única persona por la que, cuando está en la jungla, nadie debe preocuparse es el coronel», dijo el doctor Rice.
Hasta entonces, Nina se había resistido a enviar a un equipo de rescate, insistiendo en que Fawcett y su hijo preferirían morir a que otros les salvaran la vida, pero ahora, con el pánico apoderándose de ella, preguntó a Rice si él estaría dispuesto a hacerlo. «No podría elegirse a ningún hombre mejor para encabezar tal expedición», 14comentó más tarde. Sin embargo y para conmoción de muchos de sus colegas, el doctor Rice decidió abandonar el mundo de la exploración. Tal vez, a los cincuenta años, se sentía ya demasiado mayor, especialmente tras haber visto lo que le había ocurrido a su aparentemente invulnerable rival. Tal vez la esposa del doctor Rice, que había perdido a su marido y a su hijo en un trágico accidente, le convenció de que no volviera allí. O tal vez sencillamente Rice consideraba que ya había hecho todo cuanto podía como explorador.
Mientras tanto, la Royal Geographical Society declaró en 1927: «Reiteramos nuestra predisposición a ayudar [a toda partida de rescate] competente y bien acreditada». 15Aunque advirtió que si Fawcett «no pudo penetrar y avanzar, mucho menos podría nadie más», la Royal Society recibió un aluvión de cartas de voluntarios. Uno de ellos escribió: «Tengo treinta y seis años. Prácticamente soy inmune a la malaria. Mido un metro cincuenta y seis descalzo y soy duro como las uñas». 16Otro aseguraba: «Estoy dispuesto a sacrificarlo todo, incluso mi vida». 17
Algunos voluntarios buscaban una huida de su deprimente vida cotidiana. («Mi esposa y yo hemos […] decidido que una separación de un par de años nos hará un bien infinito.») 18Otros anhelaban fama y fortuna, al igual que Henry Morton Stanley, que había encontrado a Livingstone cinco décadas antes. Unos cuantos se sentían atraídos por la naturaleza heroica de la búsqueda: saber, según lo describió uno de ellos, «si tengo madera de hombre, o soy tan solo arcilla». 19Un joven gales, que se ofreció a alistarse con sus amigos, escribió: «Consideramos que esta discreta aventura entraña una mayor dosis de heroísmo que, por ejemplo, el espectacular triunfo de Lindbergh». 20
En febrero de 1928, George Miller Dyott, un miembro de la Royal Geographical Society de cuarenta y cinco años, puso en marcha la primera gran tentativa de rescate. Nacido en Nueva York -su padre era británico y su madre, estadounidense-, había sido piloto de pruebas poco después de los hermanos Wright y se contaba entre los primeros que volaron de noche. Tras servir como comandante de escuadrón aéreo en la Primera Guerra Mundial, había abandonado la aviación para hacerse explorador, y, aunque no encajaba demasiado con el prototipo del aventurero duro -medía algo más de metro setenta y apenas pesaba sesenta y tres kilos-, había recorrido a pie los Andes en más de seis ocasiones y se había internado en ciertas regiones del Amazonas. (Había navegado el río de la Duda para confirmar las reivindicaciones, en un tiempo disputadas, de Teddy Roosevelt.) También había pasado varias semanas cautivo de una tribu amazónica que reducía las cabezas de sus enemigos.
Para los medios de comunicación, la desaparición de Fawcett solo había contribuido a dar vida a lo que un escritor denominó una «historia romántica que erige imperios periodísticos», 21y pocos parecían tan hábiles en mantener la historia incandescente como Dyott. Antiguo director ejecutivo de una empresa llamada Travel Films, había sido uno de los primeros exploradores en llevar consigo cámaras cinematográficas, y sabía instintivamente cómo posar y hablar como un personaje de película de serie B.
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