Tras cruzar el territorio de los suya y de los kayapó, la expedición viraría hacia el este y se enfrentaría a los xavante, que eran tal vez incluso más temibles. A finales del siglo xviii, muchos miembros de la tribu habían establecido contacto con los portugueses, quienes los habían trasladado a pueblos donde fueron bautizados en masa. 77Diezmados por las epidemias y sometidos a la brutalidad de los soldados brasileños, finalmente huyeron de vuelta a la selva, cerca del río de la Muerte. Un viajero alemán del siglo xix escribió que «desde entonces [los xavante] no han vuelto a confiar en ningún hombre blanco […]. Los nativos de este pueblo maltratado han dejado por tanto de ser compatriotas para convertirse en enemigos peligrosos y resueltos. Por lo general, matan a todo aquel al que puedan apresar fácilmente». 78Varios años después del viaje de Fawcett, miembros del Indian Protection Service intentaron establecer contacto con los xavante. Cuando regresaron al campo base, se encontraron con los cadáveres desnudos de cuatro de sus colegas. Uno tenía aún en la mano los presentes que había ofrecido a los indios.
A pesar de los riesgos que entrañaba todo aquello, Fawcett se sentía confiado: a fin de cuentas, siempre había salido airoso donde otros habían fracasado. «Es obvio que resulta peligroso penetrar en un territorio habitado por grandes hordas de indios tradicionalmente hostiles -escribió-, pero creo en mi misión y en su propósito. Lo demás no me preocupa, pues he visto ya a muchos indios, y sé qué hacer y qué no hacer.» 79Añadió: «Creo que nuestra pequeña partida de tres hombres blancos trabará amistad con todos ellos». 80
Los guías, aquejados ya por las fiebres, eran reticentes a seguir avanzando, y Fawcett decidió que había llegado el momento de enviarlos de vuelta. Seleccionó aproximadamente una docena de animales, los más fuertes, para llevarlos consigo unos días más. Luego los exploradores tendrían que seguir con sus pocas provisiones cargadas a la espalda.
Fawcett se llevó a un lado a Raleigh y le animó a regresar con los guías. Tal como había escrito a Nina: «Intuyo en él una debilidad constitucional, y temo que esta acabe debilitándonos a todos». 81Tras aquel punto, explicó Fawcett a Raleigh, no habría modo de sacarle de allí, pero este último insistió en que proseguiría. Quizá, pese a todo, seguía profesando lealtad a Jack, o tal vez no quería que se le considerase un cobarde, o simplemente le daba miedo volver sin ellos.
Fawcett acabó de redactar las últimas cartas y despachos. Escribió que intentaría enviar otros comunicados durante el siguiente año, aproximadamente, pero añadió que era improbable. Tal como observó en uno de sus últimos artículos: «Para cuando se imprima este despacho, podríamos llevar ya tiempo desaparecidos en lo desconocido». 82
Tras plegar las misivas, Fawcett se las dio a los guías. Raleigh había escrito antes a su «queridísima madre» y a su familia: «Estaré impaciente por volver a veros en la vieja California cuando regrese -les dijo, y se dirigió a su hermano con coraje-: Intenta estar siempre alegre y todo saldrá bien, como me ha ocurrido a mí». 83
Los exploradores se despidieron por última vez de los brasileños, se dieron la vuelta y se encaminaron hacia las profundidades de la jungla. En sus últimas palabras a su esposa, Fawcett escribió: «No temas ningún fracaso». 84
21. El último testigo ocular
– ¿Has conseguido que funcione el GPS? -preguntó Paolo.
Yo iba sentado en el asiento trasero de una camioneta Mitsubishi con tracción en las cuatro ruedas, manipulando un dispositivo de Global Positioning System en un intento de obtener la lectura de nuestras coordenadas. Nos dirigíamos al norte -hasta aquí llegaban mis conocimientos- con un chófer al que habíamos contratado al alquilar la camioneta. Paolo me había dicho que íbamos a necesitar un vehículo potente y a un conductor profesional si queríamos tener alguna posibilidad de completar el viaje, especialmente en plena estación de lluvias.
– Es la peor época del año -me dijo-. Las carreteras están hechas una… ¿cómo lo decís en inglés? Mierda.
Cuando le expliqué mi misión, el chófer me preguntó cuándo había desaparecido el coronel británico.
– En 1925 -contesté.
– ¿Y quiere encontrarlo en la selva?
– No exactamente.
– ¿Es usted descendiente suyo?
– No.
Pareció meditar unos instantes, y luego dijo:
– Muy bien.
Y empezó a cargar alegremente nuestro equipo, que incluía hamacas, soga, mosquiteras, pastillas potabilizadoras de agua, un teléfono vía satélite, antibióticos y medicamentos contra la malaria. Camino de Cuiabá, también recogimos a un amigo de Paolo, descendiente de un jefe bakairí llamado Taukane Bakairí. (En Brasil, los apellidos de los indios suelen corresponderse con el nombre de la tribu a la que pertenecen.) Taukane, que tenía unos cuarenta y cinco años y un rostro apuesto y redondeado, llevaba unos Levi's y una gorra de béisbol. Había sido educado por misioneros y, aunque vivía la mayor parte del tiempo en Cuiabá, seguía representando los intereses políticos de su tribu. «Soy lo que podría llamarse un embajador», me dijo. Y, a cambio de un «regalo» consistente en dos neumáticos para un tractor comunitario, había accedido a llevarnos a su pueblo, el último lugar donde Fawcett había sido visto. («Si dependiera de mí, le llevaría gratis -dijo Taukane-. Pero ahora todos los indios debemos comportarnos como capitalistas. No tenemos elección.»)
Después de dejar atrás la ciudad, accedimos a las llanuras centrales de Brasil, que delimitan la transición del bosque seco a la selva húmeda. Más tarde avistamos una planicie: de color rojo marciano, se extendía más de cinco mil kilómetros; una meseta infinita que se alzaba hacia las nubes. Nos detuvimos en su base, y Paolo dijo:
– Ven, te enseñaré algo.
Nos apeamos de la camioneta y ascendimos por una ladera pronunciada y rocosa. La tierra estaba aún húmeda por una tormenta reciente, y tuvimos que ayudarnos de las manos y de las rodillas para subir, gateando sobre las aberturas de las madrigueras de serpientes y armadillos.
– ¿Adonde vamos? -pregunté a Paolo, que ya llevaba un cigarrillo entre los dientes.
– Ay, los estadounidenses, siempre tan impacientes -contestó.
Un rayo surcó el cielo y una fina bruma descendió sobre nosotros; el terreno se tornó más resbaladizo. Las rocas cedían bajo nuestros pies y resonaban al tocar el suelo, unos cuarenta y cinco metros más abajo.
– Ya casi estamos -dijo Paolo.
Me ayudó a salvar un saliente y, cuando me incorporé, cubierto de barro, señaló hacia otra sierra, situada unos metros más allá, y dijo:
– ¡Ahora puedes verlo!
Una columna de piedra agrietada se elevaba hacia el cielo. Parpadeé bajo la lluvia… De hecho, no solo había una, sino varias, en fila, como si se tratase de unas ruinas griegas. Había también una gran arcada, cuyos laterales parecían intactos, y tras ella una torre de unas dimensiones impresionantes. El conjunto se asemejaba al que el bandeirante había descrito en 1753.
– ¿Qué es esto? -pregunté.
– La ciudad de piedra.
– ¿Quién la construyó?
– Es… ¿cómo lo decís? Una ilusión.
– ¡¿Eso?! -exclamé, señalando una de las columnas.
– Es fruto de la naturaleza, debido a la erosión, pero muchas personas que lo ven creen que es una ciudad perdida, como Z.
En 1925, el doctor Rice había visto riscos erosionados similares en Roraima (Brasil), y comentó que parecían «ruinas arquitectónicas».'
Mientras regresábamos al vehículo y poníamos rumbo al norte, hacia la selva, Paolo dijo que pronto averiguaríamos si Z era un espejismo como aquel. En un momento dado, doblamos hacia la BR-163, una de las carreteras más traicioneras de Sudamérica. Construida en 1970 por el gobierno de Brasil en un esfuerzo por acceder al interior del país, se extiende a lo largo de más de mil seiscientos kilómetros, desde Cuiabá hasta el río Amazonas. En nuestro mapa estaba catalogada como una carretera principal, pero casi todo el asfalto que recubría sus dos carriles había desaparecido durante la estación de lluvias, dando lugar a una combinación de zanjas y hondonadas llenas de charcos. En ocasiones, nuestro chófer optaba por prescindir de la carretera y circular por las márgenes rocosas y el campo, donde rebaños ocasionales se apartaban a nuestro paso.
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