David Grann - La ciudad perdida de Z

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La ciudad perdida de Z: краткое содержание, описание и аннотация

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Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

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La expedición cruzó el cerrado, o «bosque seco», que constituía el tramo menos complejo del viaje. El terreno estaba formado en su mayor parte por árboles bajos y retorcidos, y pasto similar al de la sabana, donde varios rancheros y buscadores habían establecido asentamientos. Aun así, según explicó Fawcett a su esposa por carta, supuso «una excelente iniciación» 44para Jack y Raleigh, que avanzaron despacio, deshabituados como estaban al terreno rocoso y al calor. Este era tan intenso, escribió Fawcett en un despacho especialmente fervoroso, que en el río Cuiabá «los peces literalmente se cocían vivos». 45

Al anochecer habían recorrido algo más de once kilómetros, y Fawcett ordenó que se montara el campamento. Jack y Raleigh aprendieron que antes de que la oscuridad los envolviera y los mosquitos los devoraran, suponía toda una carrera contrarreloj colgar las hamacas, lavarse los rasguños para prevenir infecciones, recoger leña y amarrar a los animales de carga. La cena consistió en sardinas, arroz y galletas, todo un festín en comparación con lo que comerían cuando tuvieran que sobrevivir con lo que encontraran.

Aquella noche, mientras dormía en la hamaca, Raleigh notó que algo le rozaba. Se despertó presa del pánico, como si le estuviera atacando un jaguar, pero solo se trataba de una de las muías que se había soltado. Después de volver a atarla, intentó conciliar de nuevo el sueño, pero faltaba poco para que amaneciera y Fawcett gritaba ya para que todo el mundo se pusiera en marcha. Cada uno de ellos engulló un cuenco de gachas de avena y media taza de leche condensada: la ración hasta la cena. A continuación los hombres volvieron a ponerse en marcha, apurando el paso para alcanzar a su jefe.

Fawcett aumentó el ritmo de once kilómetros diarios a dieciséis, y después a veinticuatro. Una tarde, cuando los exploradores se aproximaban al río Manso, a unos sesenta y cuatro kilómetros de Cuiabá, el resto de la expedición se rezagó. Según escribió más tarde Jack a su madre: «Papá se había adelantado a tal velocidad que lo perdimos de vista». 46Era justo lo que Costin había temido: nadie podía detener a Fawcett. El sendero se bifurcaba y los guías no sabían qué camino había seguido Fawcett. Finalmente, Jack vio hendiduras de cascos de caballo en uno de los senderos y dio la orden de seguirlas. Empezaba a oscurecer y los hombres tuvieron que ir con cuidado de no distanciarse. Oían un rugido constante en la distancia. Con cada paso, se iba intensificando y de pronto los hombres atisbaron un torrente. Habían alcanzado el río Manso. Pero no se veía rastro de Fawcett. Jack, tras asumir el mando de la partida, indicó a Raleigh y a uno de los guías que disparasen al aire con sus rifles. No hubo respuesta. «¡Papá!», gritó Jack, pero lo único que oyó fue el rumor de la selva.

Jack y Raleigh colgaron las hamacas y prendieron una hoguera; temían que Fawcett hubiese sido secuestrado por los indios kayapó, que se insertaban grandes discos en el labio inferior y atacaban a sus enemigos con garrotes. Los guías brasileños, que recordaban vividos relatos de los asaltos indígenas, no contribuyeron a calmar los nervios de Jack y de Raleigh. Los hombres permanecieron despiertos, atentos a los ruidos de la selva. Cuando amaneció, Jack ordenó que todos disparasen al aire e inspeccionasen el área circundante. Pero entonces, mientras desayunaban, Fawcett apareció a lomos de su caballo. Había perdido la pista al grupo mientras buscaba pinturas en las rocas y había dormido en el suelo, con la silla de montar a modo de almohada. Cuando Nina supo lo que había ocurrido, temió lo «ansiosos» que debieron de estar todos. Había recibido una fotografía de Jack con un aspecto insólitamente lúgubre, y se la había enseñado a Large. «Es obvio que [Jack] ha estado pensando en el enorme trabajo que tiene por delante», 47dijo Large. Ella comentó tiempo después que el orgullo de Jack le haría seguir adelante, porque él mismo se diría: «Mi padre me eligió para esto». 48

Fawcett dejó que la expedición pasara un día más en el campamento para recuperarse de la terrible experiencia. Cobijado bajo la mosquitera, redactó los despachos, que a partir de aquel punto serían «llevados a la civilización por medio de corredores indígenas a lo largo de una ruta larga y peligrosa», tal como especificaron más tarde las notas de los editores.

Fawcett describió aquella región como «el lugar con más garrapatas del mundo»; 49enjambres de insectos lo cubrían todo, como una lluvia negra. Varios picaron a Raleigh en un pie, y las picaduras se le infectaron; se «envenenó», según palabras de Jack. Al día siguiente, a medida que avanzaban, Raleigh fue apagándose. «Se dice que uno conoce bien a un hombre cuando vive junto a él en la selva -dijo Fawcett a Nina-. Raleigh, en lugar de mostrarse alegre y vital, está aletargado y silencioso.» 50

El fervor de Jack, en contraste, iba en aumento. Nina estaba en lo cierto: parecía haber heredado la extraña y curiosa constitución de su padre. Jack escribió que había ganado masa muscular, «pese a comer mucho menos. Raleigh ha perdido más de lo que yo he ganado, y es él quien parece resentirse más de los efectos del viaje». 51

Tras saber de Jack en palabras de su esposo, Nina dijo a Large: «Creo que se alegrará conmigo al saber que Jack se está volviendo muy competente, y que se mantiene fuerte y animado. Veo que su padre está muy complacido con él, ¡y no hace falta decir que yo también!». 52

Debido al estado de Raleigh y al debilitamiento de los animales, Fawcett, más precavido esta vez con el fin de no volver a distanciarse demasiado de los demás, decidió hacer una parada de varios días en un rancho propiedad de Hermenegildo Galváo, uno de los granjeros más despiadados del Mato Grosso. Sus propiedades eran las únicas que sobrepasaban la frontera que delimitaba el territorio indígena, y se sabía que disponía de un pelotón de bugueiros, «cazadores de salvajes», encargados de matar a los indios que supusieran una amenaza para su imperio feudal. 53Galvão no estaba habituado a las visitas, pero acogió a los exploradores en su gran casa de ladrillo rojo. «Por sus modales, resultaba evidente que el coronel Fawcett era un caballero y un hombre de personalidad atrayente», 54dijo Galvão a un periodista tiempo después.

Durante varios días, los exploradores permanecieron allí, comiendo y descansando. Galvão sentía curiosidad por lo que había atraído a los ingleses a un lugar tan inhóspito. Fawcett, mientras le explicaba cómo se imaginaba Z, sacó un extraño objeto envuelto en una tela. La desenvolvió con cuidado y dejó a la vista el ídolo de piedra que le había dado Haggard. Lo llevaba consigo como un talismán.

Los tres ingleses pronto volvieron a estar en marcha, rumbo al este, en dirección a Puesto Bakairí, donde en 1920 el gobierno había establecido una guarnición: «el último punto de civilización», como los colonos se referían a él. Ocasionalmente, en la selva se abría un claro y los exploradores podían ver el sol cegador y las montañas en la lejanía, tiznadas de azul. El camino se tornó más difícil y los hombres tuvieron que descender cañones pronunciados y enlodados, y vadear rápidos entre grandes rocas. Uno de los ríos era demasiado peligroso para que los animales lo cruzasen con la carga a lomos. Fawcett vio una canoa abandonada en la orilla opuesta y dijo que la expedición podría utilizarla para transportar el equipo, pero que alguien tendría que ir hasta ella a nado, una hazaña que implicaba, según lo definió Fawcett, «un peligro considerable, que empeoró aún más por una repentina y violenta tormenta». 55

Jack se ofreció voluntario y empezó a desnudarse. Aunque más tarde admitió que estaba «muerto de miedo», comprobó que no tuviese ningún corte o rasguño que pudiera atraer a las pirañas y se lanzó al río. Sacudía con fuerza los brazos y las piernas oponiendo resistencia a las corrientes que amenazaban con arrastrarlo. Cuando emergió en la orilla opuesta, se subió a la canoa y regresó remando; su padre lo recibió ufano.

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