En el palacio presidencial, Fawcett y Rondón se saludaron cordialmente. Rondón, que había sido ascendido a general, iba de uniforme y llevaba una gorra con ribetes dorados. El pelo canoso le confería un aire distinguido, y su cuerpo permanecía erguido como una baqueta. Tal como observó otro viajero inglés en una ocasión, atraía una «atención inmediata; una atmósfera de dignidad y poder conscientes que le hacían destacar». 71Aparte del presidente, no había nadie más en la sala.
Según Rondón, Fawcett expuso su teoría de la existencia de Z, enfatizando la importancia de su investigación arqueológica para Brasil. El presidente pareció simpatizar con la idea y preguntó a Rondón qué opinaba de «este valioso proyecto». Rondón sospechaba que su rival, que se mostraba muy reservado en cuanto a la ruta que pretendía seguir, podría tener algún otro motivo para llevar a cabo ese viaje, tal vez explotar la riqueza mineral de la jungla en beneficio de Inglaterra. Corrían también rumores, más tarde aireados por los rusos en Radio Moscú, de que Fawcett seguía siendo espía, aunque no existían pruebas de ello. Rondón insistió en que no era necesario que «extranjeros realicen expediciones en Brasil, ya que nosotros disponemos de civiles y militares muy capaces de hacer ese trabajo».
El presidente señaló que había prometido al embajador británico que le ayudaría. Rondón repuso que, en tal caso, era imperativo que la búsqueda de Z la efectuara una expedición conjunta de Brasil y Gran Bretaña.
Fawcett estaba convencido de que Rondón intentaba sabotearle, y su temperamento fue encendiéndose. «Tengo intención de ir solo», espetó.
Los dos exploradores se enfrentaron. En un principio, el presidente se puso de parte de su compatriota y dijo que la expedición debía incluir a los hombres de Rondón. Pero las dificultades económicas provocaron que el gobierno brasileño se retirase de ella, aunque concedió a Fawcett suficiente dinero para llevar a cabo una modesta exploración. Antes de que Fawcett se marchara de su última reunión, Rondón le dijo: «Rezo por la buena suerte del coronel».
Fawcett había alistado para la expedición a un oficial del ejército británico y miembro de la RGS a quien Reeves había recomendado, pero en el último momento el oficial renunció. Sin inmutarse, Fawcett publicó un anuncio en los periódicos y reclutó a un boxeador australiano de casi dos metros de estatura llamado Lewis Brown y a un ornitólogo estadounidense de treinta y un años, Ernest Holt. 72Brown era de naturaleza agreste y desenfrenada, y antes de partir con la expedición satisfizo su apetito sexual. «¡Soy de carne y hueso como los demás!», 73dijo a Fawcett. Holt, por el contrario, era un joven sensible que, durante su infancia en Alabama, había coleccionado lagartos y serpientes, y hacía mucho tiempo que aspiraba a ser explorador naturalista a semejanza de Darwin. Al igual que Fawcett, escribió poemas en su diario para recitarlos en la jungla, y también algunos versos de Kipling: «¡El soñador cuyo sueño se hizo realidad!». Además, anotó en la cubierta de su diario, con letras mayúsculas, la dirección de un pariente, acompañada de una aclaración: «EN CASO DE ACCIDENTE MORTAL».
Los tres se reunieron en Cuiabá, la capital del Mato Grosso. Durante los seis años que Fawcett había permanecido alejado del Amazonas, la venta del caucho se había desmoronado, y en su caída había desempeñado un papel esencial un antiguo presidente de la Royal Geographical Society, sir Clements Markham. En la década de 1870, Markham había ideado el modo de pasar de contrabando a Europa semillas del árbol del caucho, que luego se distribuyeron entre las plantaciones de las colonias británicas en Asia. 74En comparación con la extracción brutal, ineficaz y costosa del caucho en la jungla, cultivarlo en las plantaciones de Asia resultaba fácil y barato, y el producto era abundante. «Las luces eléctricas se apagaron en Manaos -escribió el historiador Robin Furneaux-. La ópera quedó en silencio y las joyas que lo habían llenado desaparecieron […]. Los murciélagos colgaban de las lámparas de araña de los palacios en ruinas y las arañas correteaban por el suelo.» 75
Fawcett describió Cuiabá como una población «empobrecida y atrasada», un lugar que había degenerado en «poco más que una ciudad fantasma». 76Las calles estaban cubiertas de barro y hierba; solo la avenida principal estaba iluminada con bombillas eléctricas. Mientras reunía provisiones para la expedición, Fawcett temía que estuvieran espiándole. De hecho, el general Rondón había prometido no perder de vista al inglés hasta que averiguara sus verdaderas intenciones. En su correspondencia, Fawcett empezó a utilizar una clave para ocultar su ruta. Tal como Nina explicó en una carta a un amigo de confianza: «Lat. x + 4ax + 5, y Long. y + 2, donde "x" es dos veces la cantidad de letras que tiene el nombre de la ciudad donde estuvo con nosotros, e "y" es el número del edificio de Londres donde yo solía visitarle. -Y añadía-: No desveles absolutamente a nadie este código». 77
Fawcett recibió una nota de despedida de su hijo Jack. En ella le decía que había tenido un «sueño» en el que entraba en un templo antiguo de una ciudad como 2. Que la «protección» esté «contigo en todas las etapas de tu viaje», 78dijo Jack a su padre, y le deseó buena suerte. Fawcett pidió a un intermediario local que si su familia y sus amigos «se alarman por no recibir noticias, por favor tranquilícelos con la certeza de que no llegáremos a ningún final adverso y que se sabrá de nosotros en el debido momento». 79Y en una carta a Keltie prometió: «Voy a llegar a ese lugar y a regresar de él». 80Seguido de sus dos acompañantes y de dos caballos, dos bueyes y un par de perros, se puso en marcha rumbo al norte, hacia el río Xingu, blandiendo el machete como lo haría un caballero con su espada.
Poco después, todo empezó a torcerse. La lluvia inundó el camino y destrozó su equipamiento. Brown, pese a su feroz apariencia, sufrió una crisis nerviosa y Fawcett, temiendo otro desastre parecido al vivido con Murray, le envió de vuelta a Cuiabá. Holt también se tornó débil; dijo que era imposible hacer ningún trabajo de campo en aquellas condiciones terribles, y se dedicó a catalogar como un poseso las chinches que le atacaban, hasta el punto de que su diario apenas contenía nada más. «Algo más que un poco enfermo por los insectos -garabateó, y añadió-: Días de esfuerzo, noches de tortura… ¡la vida del explorador! ¿Dónde está ahora el romanticismo?» 81
Fawcett estaba furioso. ¿Cómo iba a llegar a ninguna parte con «este lisiado»?, escribió en sus diarios. No obstante, con cincuenta y tres años, tampoco él era inmune ya a las fuerzas de la naturaleza. Se le había inflamado e infectado una pierna, «provocándome tanto dolor por la noche que me costaba dormir», 82confesó en su diario. Una noche tomó píldoras de opio y enfermó violentamente. «Era bastante insólito para mí verme tan derrotado por algo y me sentí terriblemente avergonzado de mí mismo», 83escribió.
Al mes de viaje, los animales empezaron también a flaquear. «Destroza los nervios ver cómo los animales de carga de uno van muriendo lentamente», 84escribió Holt. Uno de los bueyes, invadido por los gusanos, se tumbó y no volvió a levantarse. Un perro se estaba muriendo de hambre y Holt lo mató de un disparo. Un caballo se ahogó. Y después el otro se desplomó y Fawcett le ahorró más sufrimiento con una bala; aquel era el lugar al que se acabó conociendo como el Dead Horse Camp. Finalmente, Holt se postró y dijo: «No se preocupe por mí, coronel. Siga usted, déjeme aquí». 85
Fawcett sabía que aquella expedición podía ser su última oportunidad para demostrar la veracidad de su teoría de la existencia de Z, y maldijo a los dioses por conspirar contra él: propició imprecaciones contra el tiempo, contra sus compañeros y contra la guerra que le había retenido tanto tiempo. Pero comprendió que si dejaba a Holt allí, el hombre moriría. «No había más opción -escribió Fawcett después- que llevarle de vuelta y abandonar este viaje como un fracaso, ¡un fracaso exasperante, desgarrador!» 86
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