David Grann - La ciudad perdida de Z

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Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

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Un día, Brian siguió a Jack hasta la habitación en la que su padre guardaba su colección de artefactos. Entre ellos había una espada, hachas de piedra, una lanza con punta de hueso, arcos y flechas, y collares de conchas. Los chicos ya habían devorado una bolsa de frutos que el jefe de los maxubi había regalado a Fawcett. Aquel día, Jack sacó un hermoso mosquete artesanal llamado jezail que Fawcett había conseguido en Marruecos. Intrigado por saber si dispararía de verdad, Jack llevó afuera el jezail y lo cargó con pólvora. Dado lo oxidado que estaba y lo viejo que era, había muchas probabilidades de que el arma detonara por la culata con consecuencias letales, y Jack propuso a Brian que se jugaran a cara o cruz quién apretaría el gatillo. Perdió Brian. «Mi hermano mayor se apartó bien lejos y me acosó para que cumpliera con mi honrosa obligación de correr el riesgo de suicidarme -recordó Brian-. Apreté el gatillo, la cazoleta refulgió y crepitó… y no pasó nada. Pero sí estaba pasando algo. Un buen rato después de haber apretado el gatillo, se oyó una especie de tos fuerte y asmática, ¡y la boca del arma vomitó una inmensa nube de polvo rojo!» 47El arma no se disparó, pero Brian había demostrado, al menos durante un instante, que era tan osado como su hermano mayor.

Mientras tanto, Fawcett intentaba frenéticamente organizar lo que él llamaba su «camino a Z». Ya no podía contar con sus dos compañeros de mayor confianza: Manley había muerto a consecuencia de una dolencia cardíaca poco después de la guerra, y Costin se había casado y había decidido asentarse. La pérdida de estos hombres fue un golpe que quizá solo Costin podía apreciar en su justa medida. Dijo a su familia que el único talón de Aquiles de Fawcett como explorador era que detestaba demorarse en su avance por la selva, y que necesitaba a alguien en quien confiara lo bastante para que cuando esa persona dijera: «¡Basta!», él accediera a parar. Sin él y sin Manley, temía Costin, no habría nadie que detuviera a Fawcett.

Fawcett sufrió entonces un contratiempo aún más grave: la RGS y varias instituciones más le denegaron la financiación que había solicitado. La guerra había dificultado la consecución de fondos para la exploración científica, pero ese no era el único motivo. Antropólogos y arqueólogos formados en universidades empezaban a desplazar a los aficionados a Hints to Travellers; la falta de especialización había provocado que los hombres y las mujeres que osaban intentar proporcionar una autopsia de toda la tierra quedaran en cierto modo obsoletos. Otro explorador sudamericano y contemporáneo de Fawcett se quejó amargamente de que «en este mundo cotidiano nuestro, el practicante general se está quedando sin espacio». 48Y, aunque Fawcett seguía siendo una leyenda, la mayoría de los nuevos especialistas cuestionaban su teoría de Z. «No consigo inducir a los científicos a aceptar siquiera la suposición de que existen indicios de la existencia de una civilización ancestral» 49en el Amazonas, escribió Fawcett en sus diarios.

Algunos colegas habían dudado de su teoría de Z, ante todo por razones biológicas: los indígenas eran físicamente incapaces de crear una civilización compleja. Ahora muchos de los científicos de nueva generación dudaban por razones medioambientales: el entorno físico del Amazonas era demasiado inhóspito para que tribus primitivas erigieran ningún tipo de sociedad sofisticada. El determinismo biológico había ido dando paso al determinismo medioambiental. Y el Amazonas -el gran «paraíso ilusorio»- era la prueba más concluyente de los límites malthusianos que el entorno imponía a las civilizaciones.

Para muchos componentes de la élite científica, las crónicas de los primeros buscadores de El Dorado que Fawcett citaba confirmaban que no era sino un «aficionado». Un artículo publicado en la Geographical Review concluía que la cuenca del Amazonas estaba tan exenta de humanidad que era como «uno de los grandes desiertos del mundo […], comparable al Sahara». 50El distinguido antropólogo sueco Erland Nordenskióld, que había conocido a Fawcett en Bolivia, admitió que el explorador inglés era «un hombre sumamente original, absolutamente audaz», pero que adolecía de una «imaginación ilimitada». 51Un alto cargo de la RGS opinó: «Es un hombre visionario que a veces dice disparates». 52Y añadió: «No confío en que su incursión en el espiritualismo haya mejorado su juicio». 53

Fawcett protestó ante Keltie: «Recuerde que soy un sano entusiasta y no un excéntrico cazador del snark», 54una referencia al animal imaginario del poema de Lewis Carroll. (Según el poema, los cazadores del snark con frecuencia «desaparecen, / y nunca se los vuelve a ver».)

En el seno de la RGS, Fawcett conservaba una facción fiel de partidarios, entre ellos Reeves y Keltie, quien en 1921 se erigió en vicepresidente de la Royal Society. «No se preocupe por lo que la gente diga de usted y de sus presuntos "cuentos chinos" -le dijo Keltie-. Eso no importa. Hay mucha gente que cree en usted.» 55

Fawcett podría haber persuadido a sus detractores con tacto y delicadeza, pero, tras muchos años en la jungla, se había convertido en una de sus criaturas. No se vestía con elegancia y en su casa prefería dormir en una hamaca. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, como un profeta del día del Juicio Final, e, incluso para los excéntricos de la RGS, había algo vagamente aterrador en lo que un alto cargo denominó sus modales «más bien extraños». 56Después de que por la Royal Society circulasen informes de que era demasiado temperamental, demasiado incontrolable, Fawcett se quejó al cuerpo directivo: «No pierdo los nervios. No soy tempestuoso por naturaleza», 57si bien su protesta sugería que seguía acumulando resentimiento.

En 1920, después de Año Nuevo, Fawcett invirtió los pocos ahorros de que disponía para trasladar a su familia a Jamaica, arguyendo que quería que sus hijos tuvieran «una oportunidad de crecer en el ambiente varonil del Nuevo Mundo». 58Aunque su hijo Jack, de dieciséis años de edad, tuvo que dejar la escuela, estaba encantado porque Raleigh Rimell también se mudó allí con su familia tras la muerte de su padre.

Mientras Jack trabajaba como peón en un rancho, Raleigh se dejaba la piel en una plantación de la United Fruit Company. Por la noche, los dos solían encontrarse y planear su incandescente futuro: irían a Ceilán a desenterrar el tesoro de Galla-pita-Galla y recorrerían el Amazonas en busca de Z.

Aquel febrero, Fawcett volvió a partir rumbo a Sudamérica, con la esperanza de conseguir financiación del gobierno brasileño. El doctor Rice, cuyo viaje de 1916 había concluido de forma prematura debido a la entrada de Estados Unidos en la guerra, estaba de vuelta en la jungla, cerca del Orinoco, en una región situada al norte de una zona que Fawcett tenía como objetivo y de la que durante siglos se había especulado que podía ser una de las posibles ubicaciones de El Dorado. Como era habitual en él, el doctor Rice viajó con una partida numerosa y bien armada, que raramente se alejaba de los ríos principales. Siempre obsesionado con los artilugios, había diseñado una embarcación de casi catorce metros de eslora para superar, según sus palabras, «la dificultad de los rápidos, las corrientes fuertes, las rocas sumergidas y las aguas poco profundas». 59La embarcación fue transportada hasta Manaos por piezas, del mismo modo que se había hecho con la ópera, y montada allí por obreros que trabajaron día y noche. El doctor Rice la bautizó como Eleanor II, por su esposa, que le acompañó en el tramo menos arriesgado del viaje. También llevó consigo una misteriosa caja negra de algo más de dieciocho kilos de peso, de la que asomaban diales y cables. Jurando que transformaría el arte de la exploración, cargó el artefacto en la embarcación y se lo llevó a la jungla.

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