– Jukes es mala persona -dijo Harriet-. Es un asunto muy desagradable. Más vale que se quite de en medio.
– ¿Se había llevado mucho? -preguntó la decana.
– Según tengo entendido por Annie, han descubierto numerosos hurtos atribuibles a Jukes -contestó la administradora-. Supongo que es cuestión de averiguar si ha vendido los objetos.
– Supongo que los pondría en manos de un perista, un prestamista o alguien de esa calaña -dijo Harriet-. ¿Ya había estado dentro… o sea, en la cárcel?
– No que yo sepa -repuso la decana-. Pero debería haber estado.
– Entonces supongo que saldrá pronto, al no tener antecedentes.
– La señorita Barton debe de estar al tanto de esas cosas. Le preguntaremos. Espero que la pobre señora Jukes no esté metida en el asunto -dijo la administradora.
– ¡Seguro que no! ¡Una mujer tan buena! -exclamó la señorita Lydgate.
– Tenía que saberlo, a menos que sea imbécil -replicó Harriet.
– ¡Debe de ser terrible, saber que tu marido es un ladrón!
– Sí -convino la decana-. Debe de resultar muy incómodo tener que vivir del producto de los robos.
– Espantoso -dijo la señorita Lydgate-. No puedo imaginarme nada peor para los sentimientos de una persona honrada.
– Entonces, por el bien de la señora Jukes, esperemos que sea tan culpable como él.
– ¿Cómo puede decir algo tan espantoso? -replicó la señorita Lydgate.
– Bueno, o es culpable o se sentirá muy desgraciada -contestó Harriet, pasándole el pan a la decana con un centelleo en los ojos.
– No puedo por menos que disentir -dijo la señorita Lydgate-. O es inocente y desgraciada o culpable y desgraciada… No veo cómo podría ser feliz, la pobrecilla.
– Preguntémosle a la rectora la próxima vez que la veamos, si es posible que una persona culpable sea feliz -dijo la señorita Martin-. Y en tal caso, si es mejor ser feliz u honrada.
– Vamos, decana, no podemos consentir estas cosas -dijo la administradora-. Por favor, señorita Vane, un tazón de cicuta para la decana. Volviendo al tema que nos ocupa: como de momento la policía no se ha llevado a la señora Jukes, supongo que no hay nada contra ella.
– Me alegro mucho -dijo la señorita Lydgate, y con la llegada de la señorita Shaw, muy afligida por una de sus alumnas, que padecía un dolor de cabeza constante y no era capaz de trabajar, la conversación se desvió por otros derroteros.
El trimestre tocaba a su fin y la investigación no parecía haber progresado mucho, pero lo que sí parecía posible era que las peripatéticas actividades nocturnas de Harriet y el chasco ante los incidentes de la biblioteca y la capilla hubieran contribuido a frenar al Poltergeist , pues no se produjo ninguno más, ni tan siquiera una inscripción en un cuarto de baño o un anónimo, durante tres días. La decana, con muchísimo trabajo, agradeció la tregua, y también le alegró la noticia de que la señora Goodwin, la secretaria, fuera a volver el lunes para ocuparse de la avalancha del fin de trimestre. Se vio más animada a la señorita Cattermole, que hizo un trabajo bastante aceptable para la señorita Hillyard sobre la política marítima de Enrique VIII. Harriet invitó a café a la enigmática señorita De Vine. Como siempre, tenía intención de que la señorita De Vine le abriera su corazón, y como siempre, fue ella quien acabó abriéndole el suyo.
– Pienso lo mismo que usted sobre la dificultad de conciliar los intereses intelectuales con los emocionales -dijo la señorita De Vine-. Y no creo que afecte únicamente a las mujeres; también a los hombres, pero cuando un hombre antepone su vida pública a su vida privada, produce menos indignación que cuando una mujer hace otro tanto, porque las mujeres, por la educación que han recibido, están más acostumbradas que los hombres a ser relegadas.
– Pero vamos a suponer una cosa: que no sabes qué poner en primer lugar. Vamos a suponer -insistió Harriet, recurriendo a palabras ajenas- que tienes la maldición de poseer cerebro y corazón.
– Normalmente puede deducirse por la clase de errores que cometes -dijo la señorita De Vine-. Estoy convencida de que no se cometen errores de importancia vital en algo que realmente se quiere hacer. Los errores de importancia vital son producto de la falta de auténtico interés. En mi opinión, claro.
– Yo cometí un error muy grave una vez, como supongo que usted sabe -dijo Harriet-. No creo que fuera por falta de interés. En su momento parecía lo más importante del mundo.
– Y sin embargo, cometió el error, pero ¿cree que se había concentrado de verdad en ello? ¿Era de verdad tan rigurosa y exigente como cuando escribe un párrafo de buena prosa?
– Es una comparación muy difícil. Desde luego, no se pueden tratar las pasiones emocionales con tanta objetividad.
– ¿Y no es escribir buena prosa una pasión emocional?
– Sí, claro que sí. Al menos cuando das completamente en el clavo y lo sabes, no hay nada comparable. Te sientes en el séptimo cielo… al menos un ratito.
– Pues a eso me refiero. Solucionas el problema sin cometer errores… y entonces experimentas el éxtasis, pero si hay algún tema en el que te conformas con lo mediocre, entonces no es realmente tu tema.
– Tiene toda la razón -repuso Harriet tras una pausa-. Si verdaderamente te interesa algo, sabes ser paciente y dejar que pase el tiempo, como decía la reina Isabel. Quizá sea ese el significado de una frase que siempre me ha parecido absurda: que el genio es eterna paciencia. Si realmente deseas algo, no te apoderas de ello; si te apoderas, es que realmente no lo deseas. ¿Cree usted que si comprendes que te estás tomando verdaderas molestias por algo es prueba de lo mucho que te importa?
– Creo que sí, en gran medida, pero la gran prueba es que ese algo salga bien, sin esos errores de importancia vital. Naturalmente siempre se cometen errores superficiales, pero un error vital es señal inequívoca de que no te importa. Ojalá pudiera enseñársele hoy en día a la gente que apoderarse de lo que uno cree desear es una insensatez.
– Este invierno he visto seis obras de teatro en Londres, y todas predicaban la doctrina de apoderarse de las cosas -dijo Harriet-. Y he de reconocer que todas me dejaron con la sensación de que ninguno de los personajes sabía lo que quería.
– No -replicó la señorita De Vine-. Una vez que sabes con certeza lo que quieres, ves que todo queda aplastado, como la hierba bajo un rodillo… lo que te interesa a ti y a los demás. A la señorita Lydgate no le gustaría oírlo, pero es tan aplicable a ella como a cualquiera. Es la persona más bondadosa del mundo con cosas que le resultan indiferentes, como los engaños de Jukes, pero no tiene ninguna misericordia con las teorías prosódicas del señor Elkbottom. No las aceptaría ni para salvar al señor Elkbottom de la horca. Diría que no podía hacer semejante cosa. Y por supuesto que no podría. Si viera al señor Elkbottom humillándose como un gusano, sentiría lástima, pero no alteraría ni un párrafo. Eso supondría una traición. No se puede sentir lástima de nadie cuando se trata del trabajo. Supongo que usted sería capaz de mentir tranquilamente sobre cualquier cosa excepto… ¿sobre qué?
– ¡Ah, yo sobre cualquier cosa! -contestó Harriet, riéndose-. Excepto decir que un libro espantoso es bueno si no lo es. De eso no soy capaz. Me granjea muchos enemigos, pero no soy capaz.
– No, nadie puede -dijo la señorita De Vine-. Por muy doloroso que resulte, siempre hay algo a lo que hay que enfrentarse con sinceridad, si sigues conectada con tu intelecto. Yo tendría que saberlo, por experiencia propia. Naturalmente, ese algo puede ser un algo emocional, no digo que no. Puedes cometer todos los pecados habidos y por haber y sin embargo seguirle siendo fiel a una persona y ser honrada con ella. En tal caso, es probable que esa persona sea el trabajo que se te ha encomendado. Yo no desprecio esa clase de lealtad; simplemente, no es lo mío.
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