– ¿Me equivoco, o tiene previsto apelar a los más delicados sentimientos del tío Peter? -preguntó Harriet con cierto regocijo.
– Pues más o menos -respondió el joven-. La verdad es que es bastante humano, si lo pillas de buenas. Además, al tío Peter lo tengo bien cogido. Si ocurre lo peor, siempre puedo amenazarlo con cortarme el cuello y endilgarle las dichosas hojas de fresa.
– ¿Qué hojas de fresa? -preguntó Harriet, imaginándose que debía de ser la versión más reciente en Oxford de darle a alguien con la puerta en las narices.
– Las hojas de fresa de la corona -dijo el joven-. «El bálsamo, el cetro y la esfera.» Cuatro tiras de armiño comido por la polilla, por no hablar de ese cuartel del demonio en Denver, mohoso a más no poder. -Al ver que Harriet seguía mirándolo sin comprender, explicó-: Perdone, lo había olvidado. Me llamo Saint-George, y el jefe se olvidó de proporcionarme hermanos. Así que en el momento en que escriban decessit sine prole cuando yo pase a mejor vida, el tío Peter es el que va detrás. Desde luego, es posible que mi padre viva más años que él, pero no creo que el tío Peter sea de los que mueren jóvenes, a menos que se lo cargue unos de sus criminales favoritos.
– Algo que podría ocurrir fácilmente -dijo Harriet, pensando en el tipo de aspecto patibulario.
– Pues eso le complica las cosas -replicó lord Saint-George, moviendo la cabeza-. Cuantos más riesgos corra, más rápidamente tendrá que acatar la disciplina de los votos matrimoniales. Adiós a la libertad de soltero con el pobre Bunter en un piso de Piccadilly. Y adiós a las espectaculares cantantes vienesas. Así que, como ve, le va la vida en no dejar que me pase nada.
– Evidentemente -dijo Harriet, fascinada ante aquel nuevo enfoque.
– La debilidad del tío Peter -añadió lord Saint-George, desprendiendo cuidadosamente los merengues aplastados del papel- es su tremendo sentido del deber público. No lo parece a simple vista, pero es así. ¿Se lo damos a las carpas? No creo que sean aptos para el consumo humano. De momento se ha librado, el viejo zorro. Dice que tendrá la esposa adecuada o ninguna.
– Pero ¿y si la adecuada dice que no?
– Esa es la historia que él cuenta, pero yo no me creo ni media palabra. ¿Por qué iba a rechazar nadie al tío Peter? No es ningún bellezón y habla hasta aburrir a las ovejas, pero tiene muchísimo dinero, educación y pedigrí -Se balanceó en el borde del estanque y escudriñó sus tranquilas aguas-. ¡Mire! Una muy grande. Tiene pinta de llevar aquí desde la fundación… ¿La ha visto? La mascota del cardenal Wolsey. -Le tiró un trocito al gran pez, que lo cogió con un chasquido y volvió a sumergirse-. No sé hasta qué punto conoce a mi tío -añadió-, pero si tiene la oportunidad, podría informarle de que cuando me vio tenía muy mal aspecto, parecía angustiado e hice oscuras insinuaciones sobre el felo de se .
– Lo haré -dijo Harriet-. Le diré que apenas era capaz de arrastrarse y que se desmayó en mis brazos, aplastándome los paquetes de paso. No me creerá, pero haré lo posible.
– No… No se cree las cosas fácilmente, maldito sea. Me temo que al final tendré que escribirle y presentarle las pruebas, pero no sé por qué estoy aburriéndola con mis asuntos personales. Venga a la cocina.
El cocinero de Christ Church les dio de buena gana varios merengues del antiguo y famoso horno del colegio, y tras contemplar con admiración el enorme hogar con sus asadores relucientes y oír estadísticas sobre el número de asados y la cantidad de combustible que se consumían cada semana durante el curso, Harriet siguió a su guía hasta el patio con las debidas expresiones de agradecimiento.
– De nada -replicó el vizconde-. La verdad, no es una gran recompensa después de haberla aporreado y haber tirado sus cosas. Por cierto, ¿podría saber a quién he tenido el honor de causar tantas molestias?
– Me llamo Harriet Vane.
Lord Saint-George se quedó inmóvil y se dio una fuerte palmada en la frente.
– ¿Qué he hecho, Dios mío? Le pido perdón, señorita Vane, y suplico humildemente su clemencia. Si se entera mi tío, no me perdonará jamás, y entonces me cortaré el cuello. Acabo de darme cuenta de que he dicho todo lo que no debía decir.
– Ha sido por mi culpa -repuso Harriet al ver que parecía realmente asustado-. Debería habérselo advertido.
– La verdad es que no tendría por qué contarle cosas así a nadie. Mucho me temo que he heredado la lengua de mi tío y la falta de tacto de mi madre. Mire, olvide esas tonterías, por lo que más quiera. El tío Peter es un tipo estupendo, y tan buena persona como el que más.
– Tengo motivos para saberlo -dijo Harriet.
– Sí, supongo que sí. Por cierto… ¡Caray! Me da la impresión de que estoy metiendo la pata a fondo, pero tengo que contarle que nunca le he oído hablar de usted. Quiero decir, no es esa clase de Persona. Es mi madre, que habla de todo. Lo siento, estoy empeorando las cosas.
– No se preocupe -dijo Harriet-. Al fin y al cabo, conozco su tío… bastante bien, al menos lo suficiente para saber qué clase de persona es. Y desde luego, no voy a dejarlo a usted en evidencia.
– ¡No, por lo que más quiera! No es solo que no volvería a sacarle nada (y estoy metido en una buena), sino que te hace sentir como un gusano despreciable. Supongo que no habrá tenido que soportar la lengua larga de mi tío… No claro, pero yo preferiría que me desollaran.
– Estamos en la misma situación. Tampoco tendría yo por qué prestar oídos. Adiós… y muchas gracias por los merengues.
Harriet subía por Saint Aldate cuando la alcanzó el vizconde.
– Oiga… acabo de acordarme de una cosa, esa vieja historia que acabo de desenterrar, porque soy un imbécil…
– ¿La de la bailarina vienesa?
– No, la cantante… A mi tío le chifla la música. Olvídelo, por favor. O sea, es del año de la nana… hace seis años. Yo era un crío, y supongo que son bobadas.
Harriet se echó a reír y le dio su palabra de olvidar lo de la cantante vienesa.
Ven aquí, amigo. Me avergüenza oír lo que oigo de ti… Casi has alcanzado la edad de nueve años, o al menos ocho y medio, y en vista de que conoces tu obligación, si no cumples con ella mereces mayor castigo que aquel que por ignorancia la desconoce. No pienses que la nobleza de tus antepasados te permite obrar a tu antojo; por el contrario, te obliga aún más a seguir el camino de la virtud.
PIERRE ERONDELL
– De modo que Jukes ha vuelto a las andadas… -dijo la administradora dirigiéndose briosamente al estrado de la mesa de autoridades el jueves siguiente.
– ¿Que ha vuelto a robar? -preguntó la señorita Lydgate-. ¡Dios mío, qué decepción!
– Annie me ha contado que lo sospechaba desde hace tiempo, Y como ayer tenía medio día libre fue a decirle a la señora Jukes que tenía que llevarse las niñas a otro sitio, cuando, quién lo iba a decir, apareció la policía y descubrió un montón de cosas que habían desaparecido hace dos semanas de la habitación de una estudiante de Holywell. Fue de lo más desagradable, para Annie, quiero decir. Le hicieron un montón de preguntas.
– A mí siempre me ha parecido un error que las niñas estuvieran en esa casa -dijo la decana.
– Así que a eso se dedicaba Jukes por la noche -dijo Harriet-. Había oído decir que lo habían visto rondando por el college. La verdad es que yo puse al tanto a Annie. Lástima que no se hubiera llevado antes a las niñas.
– Yo pensaba que se estaba portando bien -intervino la señorita Lydgate-. Tenía trabajo, y además, sé que criaba gallinas y que recibía dinero por las Wilson, las hijas de Annie, o sea… ¿qué necesidad tenía de robar, el pobre? A lo mejor es que la señora Jukes no se administra bien.
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