– De eso nada -dijo Jukes-. No voy a consentir que se manche mi buen nombre. Si es como usted dice, tenga por seguro que no seré yo quien ponga en apuros a una señorita como usted.
– Espero que no se le olvide -intervino el señor Pomfret-. Pero quizá le gustaría llevarse algo para recordarlo.
– ¡Nada de agresiones! -gritó Jukes, retrocediendo hacia puerta-. ¡Nada de agresiones! ¡Ni se le ocurra ponerme la mano encima!
– Como vuelva a asomar su asquerosa cara por aquí -dijo el señor Pomfret abriendo la puerta-, lo echo a patadas escaleras abajo, hasta el patio. ¿Entendido? ¡Pues largo!
Tiró de la puerta con una mano y empujó enérgicamente a Jukes con la otra. Un golpetazo y una palabrota anunciaron que la rápida salida de Jukes lo había llevado hasta la escalera.
– ¡Uf! -exclamó el señor Pomfret al regresar-. ¡Demonios! Ha sido estupendo. Ha estado usted maravillosa. ¿Cómo se le ha ocurrido?
– Saltaba a la vista. De todos modos, espero que solo sea un farol. No creo que pudiera saber quién era la señorita Cattermole, pero me pregunto cómo dio con usted.
– Debió de seguirme cuando salí, pero evidentemente no entré por esta ventana, así que… ¿cómo? ¡Ah, ya! Cuando desperté Brown, creo que sacó la cabeza y dijo: «¿Eres tú?». ¡Qué poco cuidado tiene ese tipo! Ya hablaré yo con él… Oiga, parece usted el ángel de la guarda de todo el mundo, ¿no? Es increíble que pueda estar siempre tan alerta.
La miró con ojos perrunos. Harriet se echó a reír, y en ese momento llegaron juntos el señor Rogers y el té.
El señor Rogers estaba en tercero y era alto, moreno, alegre y parecía sinceramente arrepentido.
– Esto de no parar de transgredir normas es una tontería -dijo-. ¿Por qué lo hacemos? Porque alguien dice que es divertido y te lo crees. ¿Por qué te lo crees? No lo sé. Habría que observar estas cosas con más objetividad. ¿Es algo bonito en sí mismo? No. Entonces, no lo hagamos. Por cierto, Pomfret, ¿alguien te ha propuesto lo de quitarle los pantalones a Culpepper?
– Yo estoy más que dispuesto -contestó Pomfret.
– Sí, desde luego. Es un coco, un ser repugnante, pero ¿tendría mejor aspecto sin pantalones? Vive Dios que no. Estaría mucho peor. Si hay que quitar pantalones, debe de ser a alguien que pueda exhibir las piernas… tú, por ejemplo, Pomfret.
– Atrévete y verás -replicó el señor Pomfret.
– De todos modos, quitarle los pantalones a la gente es inútil y está pasado de moda. Que no cuenten conmigo para fomentar esta manía moderna de dejar al descubierto piernas antiestéticas. No pienso participar en semejante cosa. Tengo intención de ser un personaje reformado. A partir de ahora, no consideraré sino el valor de la cosa en sí misma, indiferente a las presiones de la opinión pública.
Tras haber confesado sus pecados y haber hecho propósito de enmienda de tan simpática forma, el señor Rogers desvió airosamente la conversación hacia temas de interés general y, alrededor de las cinco, se marchó murmurando una excusa sobre el trabajo y su tutor, como si se tratara de necesidades poco delicadas. En ese momento el señor Pomfret se puso de repente todo solemne, como a veces le ocurre a un hombre muy joven cuando está a solas con una mujer mayor que él, y le explicó detalladamente a Harriet su visión del significado de la vida. Harriet lo escuchó con toda la comprensión y atención de que pudo hacer acopio, pero sintió cierto alivio cuando irrumpieron tres jóvenes para pedirle cerveza al señor Pomfret y de paso se quedaron discutiendo sobre Komisarjevski sin hacer caso a su anfitrión. El señor Pomfret parecía un poco molesto y acabó haciendo valer sus derechos sobre su invitada anunciando que era hora de irse a New College, a la fiesta de Farringdon. Sus amigos lo dejaron marchar con cierto pesar y, antes de que Harriet y su acompañante hubieran abandonado la habitación, tomaron posesión de los sillones y continuaron con la discusión.
– Muy capaz, ese Marston -dijo el señor Pomfret con afabilidad-. Está muy metido en la Sociedad Teatral de la Universidad de Oxford y pasa las vacaciones en Alemania. No entiendo cómo pueden llegar a exaltarse tanto por el teatro. A mí me gusta una buena obra, pero no entiendo todas esas cosas sobre el tratamiento estilístico y los planos de visión. Supongo que usted sí, claro.
– No tengo ni idea -replicó Harriet jovialmente-. Y yo diría que ellos tampoco. De todos modos, sí sé que no me gustan las obras en las que los actores no paran de subir y bajar escaleras, ni en las que la iluminación está dispuesta con tal arte que no se ve nada, ni en las que te pasas todo el rato preguntándote para qué van a usar el molinete simbólico del centro del escenario. Prefiero ir al Holborn Empire y divertirme de una forma vulgar y corriente.
– ¿De verdad? -dijo el señor Pomfret con expresión anhelante-. No vendría conmigo a un espectáculo en la ciudad durante las vacaciones, ¿verdad?
Harriet hizo una vaga promesa, que al parecer llenó de alborozo al señor Pomfret, y poco después se sentían como sardinas en lata en el salón del señor Farringdon, entre una multitud mixta de estudiantes empeñados en tomar jerez y galletas sin mover los codos.
Había tal gentío que Harriet no vio a la señorita Flaxman ni un solo momento. Sin embargo, el señor Farringdon logró abrirse paso, seguido por un grupo de jóvenes de ambos sexos que querían hablar sobre novela policíaca. Parecían haber leído mucho de ese género, pero de pocos más. Harriet pensó que una escuela de novela policíaca tendría muchas posibilidades de dar una buena cosecha de sobresalientes. Llegó a la conclusión de que el análisis psicológico había pasado de moda desde su época de estudiante, y comprendió instintivamente que había ocupado su lugar el ansia de acción y de lo concreto. Habían desaparecido la solemnidad prebélica y el agotamiento posbélico; lo que se deseaba en aquellos momentos era la realización enérgica de algo definido, si bien las definiciones variaban. La novela policíaca era sin duda aceptada, porque en ella se hacía algo definido, y el «qué» lo decidía cómodamente de antemano el autor. Harriet percibió que todos aquellos hombres y mujeres jóvenes empezaban a labrar un surco difícil en un terreno muy pedregoso. Sintió lástima de ellos.
Hacer algo definido. Claro que sí. Al reconsiderar la situación a la mañana siguiente, Harriet se sintió profundamente descontenta. No le gustaba en absoluto el asunto de Jukes. Suponía que no tenía nada que ver con las cartas anónimas: ¿de dónde iba a haber sacado la cita de la Eneida ? Pero era un hombre rencoroso, de mente retorcida, un ladrón; no tenía ninguna gracia que se acostumbrase a rondar el colegio por la noche.
Harriet estaba sola en la sala del profesorado; todas las demás se habían ido a su trabajo. Entró la criada, con un montón de ceniceros limpios, y Harriet se acordó de repente de que sus hijas se alojaban con los Jukes.
– Annie -le dijo impulsivamente-, ¿a qué viene Jukes a Oxford cuando ha anochecido?
La mujer pareció sorprenderse.
– ¿Que viene aquí, señora? Para nada bueno, supongo.
– Me lo encontré anoche, merodeando por Saint Cross Road, en un sitio por el que fácilmente podría haberse colado. ¿Sabe si sigue siendo honrado?
– No podría decirle, señora, pero la verdad es que tengo mis dudas. Le tengo mucho afecto a la señora Jukes y no me gustaría contribuir a que tuviera más problemas. Estaba pensando que debería llevar mis niñas a otro lado. Ese hombre podría ser una mala influencia para ellas, ¿no cree?
– Sí, francamente.
– Yo sería la última persona que querría crearle dificultades a una mujer casada y respetable -añadió Annie, dejando con fuerza un cenicero sobre una mesa- y, por supuesto, está en su derecho de defender a su marido, pero lo primero son los hijos, ¿no?
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