Frunció el entrecejo. Las cosas se estaban poniendo feas para el claustro.
Harriet llamó a la puerta de la habitación de la señorita Cattermole, a pesar del letrero que decía, en grandes caracteres: SE RUEGA NO MOLESTAR. DOLOR DE CABEZA. Abrió la señorita Briggs con expresión angustiada y sintió alivio al ver quién era.
– Me temía que fuera la decana -dijo.
– No, de momento me he contenido. ¿Cómo está la enferma?
– No demasiado bien -respondió la señorita Briggs.
– Ya. «Su señoría se bebió el baño y volvió a acostarse.» Algo, parecido, supongo.
Se acercó a la cama y miró a la señorita Cattermole, que abrió: los ojos con un gemido. Tenía ojos de color avellana, grandes, luminosos, en un rostro regordete que debía de ser de un agradable; tono de pétalo rosa. Un montón de cabello castaño y sedoso le caía: húmedo sobre la frente, contribuyendo a darle el aspecto de un conejo de angora que se hubiera extraviado y se hubiera quedado atónito ante las consecuencias.
– ¿Qué tal? ¿Destrozada? -preguntó Harriet con simpatía.
– Fatal -respondió la señorita Cattermole.
– Merecido se lo tiene -replicó Harriet-. Si se empeña en beber como un hombre, lo mínimo que puede hacer es llevarlo como un caballero. Conocer las propias limitaciones es muy importante.
La señorita Cattermole parecía tan acongojada que Harriet se echó a reír.
– Me da la impresión de que no tiene mucha experiencia en estos asuntos. Mire; voy a traerle algo para que se recupere un poco y después hablamos.
Salió con paso enérgico y estuvo a punto de tropezar con el señor Pomfret en la entrada.
– ¿Usted por aquí? -dijo-. Le advertí de que no se admiten visitas por la mañana. Hacen ruido en el patio y va en contra de las normas.
– Yo no soy una visita -replicó el señor Pomfret, sonriendo-. He asistido a la conferencia de la señorita Hillyard sobre evolución constitucional.
– ¡Que Dios lo ayude!
– Y al verla cruzar el patio en esta dirección, me orienté hacia aquí, como la aguja hacia el norte. Oscuro, veraz y tierno es el norte. Es una cita. Prácticamente es la única que conozco, así que menos mal que encaja.
– No encaja. No soy especialmente tierna.
– Ah… Bueno. ¿Cómo está la señorita Cattermole?
– Con una resaca tremenda, como era de esperar.
– Ah… Lo siento… Pero espero que no haya habido jaleo…
– No.
– ¡Muchísimas gracias! -dijo el señor Pomfret-. Yo también tuve suerte. Un amigo mío tiene una ventana fenomenal. Tranquilidad en el frente occidental. En fin, verá… me gustaría poder hacer algo para…
– Puede hacerlo -replicó Harriet. Tiró del cuaderno que el señor Pomfret llevaba bajo el brazo y escribió algo en él-. Vaya a la farmacia a que le preparen esto y tráigalo. Desde luego, no estoy dispuesta a ir a buscar una receta para un hígado maltrecho.
El señor Pomfret la miró con respeto.
– ¿Dónde aprendió esto? -le preguntó.
– No en Oxford, y puedo asegurarle que nunca he tenido ocasión de probarlo, pero espero que sea repugnante. Y por cierto, cuanto antes se lo puedan preparar, mejor.
– Ya, ya -replicó el señor Pomfret, desolado-. No quiere verme ni en pintura, y lo comprendo, pero me gustaría que viniera a verme algún día para conocer a mi amigo Rogers. Está terriblemente arrepentido. Venga a tomar té, una copa o algo. Esta tarde, por ejemplo. Para demostrar que no nos guarda rencor.
Harriet estaba a punto de abrir la boca para decir que no cuando, al mirar al señor Pomfret, se ablandó. Tenía el encanto de un cachorro muy joven de una raza muy grande, una especie de absurda afabilidad.
– De acuerdo. Iré. Muchas gracias -dijo Harriet.
El señor Pomfret se deshizo en expresiones de júbilo y, aún vociferante, se dejó llevar hasta la verja donde, a punto de poner el pie fuera, tuvo que retroceder para dejar paso a una estudiante alta y morena que iba en bicicleta.
– ¡Hola, Reggie! -exclamó la joven-. ¿Ibas a buscarme?
– Ah, buenos días -replicó el señor Pomfret, un tanto desconcertado. Después, al ver aparecer una hermosa cabeza leonina detrás del hombro de la estudiante, añadió con más seguridad-: ¡Hola, Farringdon!
– ¡Hola, Pomfret! -exclamó el señor Farringdon.
El adjetivo «byroniano» le iba como anillo al dedo, pensó Harriet. Tenía un perfil altivo, cabellera de apretados rizos castaños, ardientes ojos marrones y boca de expresión malhumorada, y parecía menos contento de ver al señor Pomfret que el señor Pomfret de verlo a él.
El señor Pomfret presentó a Harriet al señor Farringdon, estudiante del New College, y añadió en un murmullo que, por supuesto, conocía a la señorita Flaxman. La señorita Flaxman miró fríamente a Harriet y dijo que le había encantado su charla detectivesca de la tarde anterior.
– Damos una fiesta a la seis -añadió la señorita Flaxman dirigiéndose al señor Pomfret. Se quitó la toga y la metió sin miramientos en la cesta de la bicicleta-. ¿Te apetece venir? Es en la habitación de Leo, a las seis. Tenemos sitio para Reggie, ¿no, Leo?
– Supongo que sí. De todos modos, va a haber muchísima gente -respondió el señor Farringdon con no poca descortesía.
– Entonces podemos hacer hueco para uno más -dijo la señorita Flaxman-. No hagas caso a Leo, Reggie. No sé dónde se ha dejado los buenos modales esta mañana.
El señor Pomfret debió de pensar que alguien más había olvidado los buenos modales, porque contestó con más brío del que esperaba Harriet en él:
– Lo siento, pero es que tengo un compromiso. La señorita Vane va a venir a tomar el té.
– Podemos dejarlo para otra ocasión -terció Harriet.
– No, no -dijo el señor Pomfret.
– ¿Y por qué no vienen los dos después? -preguntó el señor Farringdon-. Como dice Catherine, siempre se puede hacer hueco para uno más. -Se volvió hacia Harriet-. Espero que venga usted, señorita Vane. Nos alegraríamos mucho.
– Pues… -dijo Harriet.
En esta ocasión fue la señorita Flaxman quien adoptó una expresión de mal humor.
– Un momento… ¿Es usted la señorita Vane, la novelista…? -dijo el señor Farringdon, atando cabos-. ¡Claro! Entonces tiene que venir. ¡Cómo me van a envidiar en New College! Todos somos aficionados a la novela policíaca.
– ¿Qué le parece? -preguntó Harriet, dirigiéndose al señor Pomfret.
Era tan evidente que la señorita Flaxman no quería saber nada de Harriet, que el señor Farringdon no quería saber nada del señor Pomfret y que el señor Pomfret no quería ir, que Harriet experimentó el malvado placer del novelista por la situación absurda. Como ninguno de los allí presentes podía librarse de la situación sin incurrir en flagrante grosería, acabaron por aceptar la invitación. El señor Pomfret salió a la calle para acompañar al señor Farringdon, y a la señorita Flaxman no le quedó más remedio que acompañar a la señorita Vane al cruzar el patio.
– No sabía que conociera a Reggie Pomfret -dijo la señorita Flaxman.
– Sí, nos conocemos -replicó Harriet-. ¿Por qué no llevó anoche a casa a la señorita Cattermole? Sobre todo viendo que no se encontraba bien.
La señorita Flaxman pareció sobresaltarse.
– No tiene nada que ver conmigo -dijo-. ¿Hubo algún lío?
– No, pero ¿hizo usted algo para evitarlo? Podría haberlo hecho, ¿no cree?
– No soy el ángel de la guarda de Violet Cattermole.
– De todos modos, quizá le alegre saber que de toda esta estupidez ha salido algo bueno -dijo Harriet-. La señorita Cattermole está definitivamente libre de toda sospecha respecto a los anónimos y los demás incidentes, de modo que no sería mala idea mostrarse amable con ella, ¿no le parece?
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