pareciole ver en el rostro del mozo
las viejas facciones de su gentil padre.
EDMUND SPENSER
– El caso es que tengo que dar una clase a las nueve. ¿Alguien puede prestarme una toga? -preguntó la señorita Pyke.
Varias profesoras estaban desayunando en el comedor del profesorado. Harriet entró a tiempo de oír la pregunta, formulada con un tono destemplado y bastante indignado.
– ¿Ha perdido la toga, señorita Pyke?
– Le dejaría la mía con mucho gusto, señorita Pyke, pero me temo que le quedaría demasiado corta -dijo la diminuta señorita Chilperic con gentileza.
– En los tiempos que corren ya no se puede dejar nada en el guardarropa del claustro -dijo la señorita Pyke-. Sé que estaba allí después de la cena, porque la vi.
– Puedo dejarle la mía, si me la devuelve antes de las diez -apuntó la señorita Burrows.
– Pídasela a la señorita De Vine o a la señorita Barton rió la decana-. No tienen clase. O a la señorita Vane… Su toga le quedará bien.
– Por supuesto -dijo Harriet con tono despreocupado- ¿También necesita birrete?
– El birrete también ha desaparecido -repuso la señorita Pyke-. No lo necesito para la clase, pero no estaría de más saber adónde han ido a parar mis pertenencias.
– Es sorprendente cómo desaparecen las cosas -dijo Harriet sirviéndose huevos revueltos-. La gente es muy descuidada. Por cierto, ¿de quién es un vestido negro estampado, de crepé, con ramilletes de amapolas rojas y verdes, delantero drapeado, escote de pico, corte en las caderas, falda y mangas con mucho vuelo de hace como tres temporadas? -Recorrió con la mirada el comedor, que se había llenado de profesoras-. Señorita Shaw, usted que tiene tan buen ojo para la ropa, ¿podría reconocerlo?
– Quizá, si lo viera -contestó la señorita Shaw-. Por su descripción, no recuerdo ninguno así.
– ¿Lo ha encontrado usted? -preguntó la administradora.
– ¿Otro capítulo del misterio? -apuntó la señorita Barton.
– Estoy segura de que ninguna de mis alumnas tiene un vestido así -dijo la señorita Shaw-. Les gusta enseñarme los vestidos que se compran. Creo que es bueno interesarse por esas cosas.
– Yo no recuerdo haber visto un vestido de esas características en la sala de profesoras -dijo la administradora.
– ¿No tenía la señorita Wrigley un vestido negro estampado de crepé? -preguntó la señora Goodwin.
– Sí -contestó la señorita Shaw-. Pero ya no está aquí, y además, el suyo era de escote cuadrado y sin corte en las caderas. Lo recuerdo muy bien.
– ¿No podría contarnos cuál es el misterio, señorita Vane? -preguntó la señorita Lydgate-. ¿O es mejor que no nos diga nada?
– Bueno, no veo razón alguna para no contarlo -respondió Harriet-. Cuando volví anoche de un baile fui a… hacer la ronda y…
– Ah!, ya me parecía a mí haber oído a alguien desde mi ventana yendo y viniendo. Y susurrando -dijo la decana.
– Sí… Es que salió Emily y me pilló. Creo que pensaba que yo era la bromista. El caso es que entré en la capilla.
Contó la historia, omitiendo el nombre del señor Pomfret y limitándose a decir que el culpable al parecer había salido por la puerta de la sacristía.
– Y el hecho es que el birrete y la toga son suyos, señorita Pyke, y que puede recogerlos cuando quiera. Lo más probable es que el cuchillo de pan se lo llevaran del comedor, o de aquí. Y la almohada… no sé de dónde la habrán sacado.
– Creo que puedo imaginármelo -dijo la administradora-. La señorita Trotman está fuera. Vive en la planta baja de Burleigh. Resultaría muy fácil colarse y apoderarse de la almohada.
– ¿Por qué está fuera Trotman? -preguntó la señorita Shaw-. No me lo había dicho.
– Su padre se ha puesto enfermo -dijo la decana-. Se marchó ayer por la tarde deprisa y corriendo.
– No comprendo por qué no me lo dijo a mí -insistió la señorita Shaw-. Mis alumnas siempre acuden a mí con sus problemas. Es terrible, pensar que tus alumnas valoran que seas comprensiva y…
– Pero usted había salido a merendar -dijo la administradora con sentido práctico.
– Le dejé una nota en su casillero -dijo la decana.
– Ah, pues no la vi -replicó la señorita Shaw-. No sabía nada, y me parece muy raro que nadie lo mencionara.
– ¿Quién lo sabía? -preguntó Harriet.
Durante la pausa que siguió, todo el mundo tuvo tiempo de pensar que resultaba tan extraño como inverosímil que la señorita Shaw no hubiera recibido la nota ni se hubiera enterado de la marcha de la señorita Trotman.
– Creo que anoche se mencionó el asunto en la mesa -dijo la señorita Allison.
– Yo cené fuera -replicó la señorita Shaw-. Voy a ver si está ahí la nota.
Harriet la acompañó; la nota, una hoja de papel doblada y guardada en un sobre sin cerrar, estaba allí.
– Pues no la había visto -dijo la señorita Shaw.
– Cualquiera podría haberla leído y vuelto a poner en su sitio -dijo Harriet.
– Sí… incluso yo, quiere decir.
– Yo no he dicho eso, señorita Shaw. He dicho cualquiera.
Volvieron juntas a la sala, con expresión sombría.
– La… la broma se perpetró entre la hora de la cena, cuando la señorita Pyke perdió su toga, y aproximadamente la una menos cuarto, cuando yo lo descubrí -dijo Harriet-. Convendría que alguien pudiera presentar una coartada a toda prueba para esas horas, sobre todo para después de las once y cuarto. Supongo que podré averiguar si algunas alumnas tenían permiso de salida hasta la medianoche. Cualquiera que entrase a esa hora podría haber visto algo.
– Yo tengo la lista -dijo la decana-. Y el conserje podría darle los nombres de quienes volvieron después de las nueve.
– Eso ayudaría bastante.
– Mientras tanto -terció la señorita Pyke, retirando su plato y enrollando la servilleta-, hay que continuar con las tareas del día. ¿Puede darme mi toga… o una toga?
Fue al Tudor con Harriet, quien le devolvió la toga y le enseñó el vestido de crepé estampado.
– No he visto jamás ese vestido, que yo recuerde -dijo la señorita Pyke-. Pero no soy precisamente muy observadora para estas cosas. Parece para una persona delgada de estatura media.
– No hay razón alguna para suponer que es de la persona que lo dejó aquí -dijo Harriet-. Lo mismo que ocurre con su toga.
– Desde luego que no -replicó la señorita Pyke. Le dirigió a Harriet una mirada extraña, rápida, con sus penetrantes ojos negros-. Pero la propietaria podría proporcionar alguna pista sobre la ladrona. ¿No sería posible, y perdóneme si me meto en su terreno, no sería posible deducir algo del nombre de la tienda en la que se compró?
– Por supuesto que sería posible, pero han quitado la etiqueta -contestó Harriet.
– Ya -dijo la señorita Pyke-. Bueno, tengo que ir a dar mí clase. En cuanto encuentre un momento libre intentaré proporcionarle el horario de mis movimientos anoche. De todos modos, mucho me temo que no resulte demasiado esclarecedor. Me fui a mi habitación después de cenar y me acosté antes de las diez y media.
Salió muy digna, con la toga y el birrete. Harriet la observó mientras se alejaba, y después sacó un papel de un cajón. El mensaje estaba pegado como de costumbre, y decía lo siguiente:
Tristius haud illis monstrum nec saevior ulla pestis et ira deum Stygiis sese extulit undis. Virginei volucrum vultus foedissima ventris proluvies uncaeque manus et pallida semper ora fame.
– Las arpías -dijo Harriet en voz alta-. Las arpías. Parece indicar cierta línea de pensamiento, pero para mí que ni Emily ni ninguna de las criadas pueden ser sospechosas de expresar sus sentimientos en hexámetros virgilianos.
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