Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– Ah, ya -replicó dolido el señor Pomfret.

– En serio -insistió Harriet.

– Sí, comprendo lo que quiere decir -replicó el señor Pomfret, moviendo los pies, molesto-. Haré lo que pueda. Ha sido usted realmente com… quiero decir, se ha portado como un auténtico caballero… -Sonrió-. Y voy a intentar… ¡Dios! Viene alguien.

Unos píes enfundados en zapatillas se aproximaban apresuradamente por el corredor entre el comedor y el Queen Elizabeth. Harriet retrocedió sin pensárselo y abrió la puerta de la capilla.

– Entre -dijo.

El señor Pomfret se escurrió rápidamente tras ella. Harriet cerró la puerta y se quedó en silencio ante ella Las pisadas se aproximaron, llegaron hasta el porche y se detuvieron. El caminante nocturno emitió un chillido.

– ¡Aah!

– ¿Qué pasa? -preguntó Harriet.

– ¡Ah, es usted, señorita! Menudo susto me ha dado. ¿Ha visto algo?

– ¿Que si he visto qué? Por cierto, ¿quién es usted?

– Emily, señorita. Duermo en el patio nuevo, señorita, y al despertarme, estoy segura de haber oído la voz de un hombre en el patio interior, y al mirar allí lo vi, señorita, con toda claridad, viniendo hacia aquí con una de las señoritas jóvenes. Así que me puse las zapatillas, señorita…

Maldita sea, dijo Harriet para sus adentros. Será mejor que cuente parte de la verdad.

– No se preocupe, Emily. Era un amigo mío. Entró conmigo y quería ver el patio nuevo a la luz de la luna, así que lo cruzamos y volvimos a salir.

(Una excusa poco convincente, pero probablemente menos sospechosa que negarlo rotundamente.)

– Ah, ya, señorita. Perdone, pero entre unas cosas y otras me pongo muy nerviosa. Y si me perdona que se lo diga, señorita, no es corriente que…

– No, nada corriente -la interrumpió Harriet, dirigiéndose lentamente hacia el patio nuevo, para obligar a la criada a que la siguiera-. Ha sido una estupidez mía no pensar que podría molestar. Se lo explicaré a la decana por la mañana. Ha hecho muy bien en bajar.

– Bueno, señorita, es que yo no sabía quién era, y la decana es tan especial… Y con todas estas cosas raras que están pasando…

– Por supuesto. Desde luego. Siento de verdad mi falta de consideración. El caballero ya se ha marchado, así que nadie volverá a despertarla.

Emily parecía indecisa. Era una de esas personas que creen que no han dicho una cosa hasta que la dicen tres veces seguidas. Se detuvo al pie de la escalera para volver a contarlo todo. Harriet la escuchó impaciente, pensando en el señor Pomfret, que estaba echando chispas en la capilla. Por fin se libró de la criada y volvió.

Qué complicado, qué situación tan absurda, como una farsa, pensó Harriet Emily piensa que ha sorprendido a un estudiante, y yo que he sorprendido a un Poltergeist . Nos sorprendemos mutuamente. El joven Pomfret abandonado en la capilla, pensando que los estoy protegiendo a Cattermole y a él. Tras esconder con tanto cuidado a Pomfret, tengo que reconocer que estaba allí, pero si el Poltergeist hubiera sido Emily (y es probable), Pomfret no podría haberme ayudado a perseguirla. Esta clase de investigación te confunde mucho.

Abrió la puerta de la capilla. El porche estaba desierto. Maldita sea! -exclamó Harriet irreverentemente-. El muy imbécil se ha ido. O a lo mejor ha entrado.

Se asomó a la puerta interior y vio con alivio una figura oscura recortada débilmente contra el roble claro de la sillería del coro. A continuación se llevó una impresión tremenda al vislumbrar una segunda figura oscura, al parecer extrañamente suspendida en el aire.

– ¿Hola? -dijo Harriet. A la tenue luz de las ventanas orientadas hacia el sur vio el destello de la pechera de una camisa blanca cuando apareció el señor Pomfret-. Soy yo. ¿Qué es eso?

Sacó una linterna del bolso y enfocó despiadadamente. El haz de luz recayó en una lúgubre figura que colgaba del baldaquino sobre la sillería. Se balanceaba un poco de un lado a otro y giraba con el balanceo. Harriet se precipitó hacia allí.

– Qué imaginación tan morbosa tienen estas chicas, ¿no? -dijo el señor Pomfret.

Harriet contempló el birrete y la toga de licenciada, colocados sobre una almohada cilíndrica y un vestido sujetos por un delgado cordón a un extremo del baldaquino.

– Y encima con un cuchillo del pan en la tripa -añadió el señor Pomfret-. Casi me da un patatús, como diría mi tía. ¿Ha pillado a la joven?

– No. ¿Ha estado aquí?

– Sí, desde luego -contestó el señor Pomfret-. Es que pensé que debía apartarme un poco, y al entrar aquí vi eso. Me acerqué a investigar y oí a alguien saliendo a hurtadillas por la otra puerta… por ahí.

Señaló vagamente hacia el lado norte del edificio, donde había una puerta que daba a la sacristía. Harriet fue rápidamente a mirar. Estaba abierta, y aunque la puerta exterior de la sacristía estaba cerrada, la habían abierto desde dentro. Se asomó. Todo estaba en silencio.

– Malditas sean, ellas y sus novatadas -dijo Harriet al regresar-. No, no he visto a la señora en cuestión. Debe de haberse es capado mientras yo llevaba a Emily al patio nuevo. ¡Qué suerte la mía!

Pronunció las últimas palabras para sus adentros. Le daba un rabia tremenda haber tenido al Poltergeist al alcance de la mano y haberse entretenido por culpa de Emily. Volvió a acercarse a la muñeca y vio que había un papel en la cintura, sujeto con el cuchillo.

– Citas de los clásicos -dijo el señor Pomfret con soltura- Parece que alguien está resentido con las profesoras.

– ¡Las muy insensatas! -exclamó Harriet-. Pero es una faena muy convincente, si te paras a pensar. Si no lo hubiéramos visto nosotros, se habría armado un gran revuelo cuando hubiéramos entrado a la oración. Hay que iniciar una pequeña investigación. Bueno, es hora de que se vaya tranquilamente a casa y de que le prohíban las salidas, por su bien.

Lo acompañó hasta la verja y se la abrió.

– Por cierto, señor Pomfret, le agradecería que no hablara con nadie de esta novatada. No es precisamente de buen gusto. Favor con favor se paga.

– Como usted diga -replicó el señor Pomfret-. Y una cosa… ¿puedo pasarme por aquí mañana?… Bueno, ya es mañana, ¿no? Para preguntar y esas cosas. Seré correcto, por supuesto. ¿Cuándo estará usted? ¡Por favor!

– No se permiten visitas por la mañana -contestó Harriet de inmediato-. No sé qué haré por la tarde, pero puede preguntar en la conserjería.

¿Puedo, de verdad? Fantástico. Vendré, y si no está, dejaré una nota. O sea, tiene que venir a tomar el té o un cóctel o algo. Y le prometo que no volverá a ocurrir, en serio, si puedo evitarlo.

De acuerdo. A propósito… ¿A qué hora llegó la señorita Cattermole a las habitaciones de su amigo?

Pues… hacia las nueve y media, creo. No estoy seguro. ¿Por qué?

– Por saber si sus iniciales estaban en el cuaderno del portero, pero ya lo averiguaré. Buenas noches.

– Buenas noches y muchísimas gracias -dijo el señor Pomfret.

Harriet cerró la verja y volvió a cruzar el patio, pensando que de aquel absurdo incidente había sacado algo en claro. Difícilmente podrían haber colocado la muñeca antes de las nueve y media, de modo que, por pura estupidez, la señorita Cattermole había conseguido hacerse con una coartada a toda prueba. Harriet le estaba tan agradecida por haber adelantado la investigación incluso con un paso tan pequeño que decidió que, si era posible, la muchacha no pagaría las consecuencias de su aventura.

Eso le recordó que la señorita Cattermole seguía en el suelo del baño, esperando a que alguien se ocupara de ella. Resultaría muy violento que hubiera recuperado el conocimiento y se hubiese puesto a hacer ruido, pero al llegar al patio nuevo y abrir la puerta, Harriet encontró a su prisionera en la etapa de somnolencia de su carrera de libertina. Tras una breve búsqueda por los pasillos descubrió que la señorita Cattermole dormía en el primer piso. Abrió la puerta de la habitación; en el mismo momento se abrió la puerta de al lado y alguien asomó la cabeza.

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