Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– En fin, Eve… Como lo consiga, me veré en un aprieto. ¡Pobre criatura! Tendré que hacerle creer que lo conseguí por este aspecto frágil que da tanta pena en los orales.

Y, efectivamente, la señorita Layton lograba parecer frágil e inspirar lástima, y cualquier cosa menos culta. Sin embargo, ante las preguntas de la señorita Lydgate, Harriet descubrió que era la candidata favorita para la facultad de inglés, y que iba a elegir nada menos que lengua especial. Si los resecos huesos de la filología revivían gracias a la señorita Layton, desde luego esa chica era una verdadera sorpresa. Harriet sentía respeto por su cerebro; una personalidad tan impredecible era capaz de cualquier cosa.

Y después hablaban de las de tercero, pero el primer encuentro personal de Harriet con las de segundo resultó más dramático.

El college llevaba una semana de tal tranquilidad que Harriet se tomó unas vacaciones en su tarea de vigilancia y asistió a un baile que daba una coetánea suya que se había casado y vivía en el norte Oxford. Volvió entre las doce y la una, estacionó el coche en el garaje privado de la decana, se deslizó silenciosamente por la verja que separaba la entrada de tráfico del resto de las instalaciones y se dirigió hacia el Tudor por el patio viejo. El tiempo había mejorado, y la luna brillaba trémula y pálida entre las nubes. Recortado contra la luz, Harriet observó, al bordear la esquina del edificio Burleigh, algo extraño, abultado, en el contorno del muro oriental, cerca de donde la entrada trasera daba a Saint Cross Road. Saltaba a la vista que allí, como dice la vieja canción, había «un hombre donde ningún hombre debía haber».

Si le gritaba, saltaría al otro lado y desaparecería. Llevaba la llave de aquella puerta, pues le habían confiado un juego completo para su tarea de vigilancia. Se cubrió la cara con la capa negra y echó a correr con paso sigiloso por el sendero de hierba que discurría entre la casa de la rectora y el jardín de las profesoras, salió silenciosamente a Saint Cross Road y se quedó junto al muro. En ese momento surgió otra silueta oscura de entre las sombras y dijo: «¡Eh!».

El caballero encaramado en el muro miró a su alrededor, exclamó «¡Maldita sea!» y bajó rápidamente. Su amigo salió corriendo a buen paso, pero el escalador de muros debía de haberse hecho daño al descender y no andaba muy deprisa. Harriet, que a pesar de llevar más de nueve años fuera de Oxford estaba bastante ágil, salió en su persecución y lo alcanzó a escasos metros de la esquina de Jowett Walk. El cómplice, ya lejos, miró hacia atrás, vacilante.

– ¡Lárgate, chaval! -gritó el cautivo y a continuación, volviéndose hacia Harriet, añadió con sonrisa avergonzada-: Vaya, me ha pillado. Me he torcido el tobillo o algo.

– ¿Y qué hacía usted en nuestro muro, caballero? -preguntó Harriet.

A la luz de la luna contempló un rostro lozano, limpio y franco, de redondez juvenil y, en aquel momento, sorprendido con una expresión entre divertida y asustada. Era un hombre muy alto y corpulento, pero Harriet lo tenía aferrado con tal fuerza que difícilmente podría haberse zafado sin hacerle daño, y no daba señal alguna de intentar valerse de la violencia.

– Nada, jugando a la lotería -respondió el joven sin tardar-. Es una apuesta, a ver si me entiende, o sea colgar mi birrete en una de las hayas de Shrewsbury. Ese amigo mío era el testigo, pero para mí que he perdido la apuesta, ¿no?

– Si es así, ¿dónde está su birrete? -preguntó Harriet con severidad-. Y si a eso vamos, ¿dónde está la toga? ¿Y su nombre y su college?

– Pues si a eso vamos, ¿dónde están los suyos? -replicó el joven con descaro.

Cuando tu trigésimo segundo cumpleaños está prácticamente a la vuelta de la esquina, esa pregunta te halaga, y Harriet se echó a reír.

– Pero vamos a ver, joven, ¿es que me toma por una estudiante?

– ¡Un profesor… o sea una profesora! ¡Que Dios me ayude! -exclamó el joven, cuyo espíritu parecía elevado, aunque no excesivamente, por bebidas espirituosas.

– ¿Y…? -dijo Harriet.

– No me lo puedo creer -replicó el joven, escudriñando su rostro a la débil luz-. No es posible. Demasiado joven. Demasiado encantadora. Demasiado sentido del humor.

– Demasiado sentido del humor para dejar que se salga con la suya, muchacho. Y ningún sentido del humor para esta intromisión.

– Mire, de verdad que lo siento muchísimo -dijo el joven-. Era por divertirnos un poco. En serio; no queríamos hacerle daño a nadie. O sea, en absoluto. Solamente hemos ganado la apuesta y nos queríamos ir tranquilamente. Venga, sea comprensiva. O sea, no es usted la decana, ni la rectora, ni nada de eso, porque yo las conozco. ¿No podría hacer la vista gorda?

– Muy bien, pero no podemos consentir estas cosas -dijo Harriet-. No puede ser. ¿No ve que esto no puede ser?

– Sí, claro -concedió el joven-. Desde luego. No cabe la menor duda. Es una auténtica estupidez, que podría dar lugar a interpretaciones erróneas. -Hizo una mueca de dolor y levantó una pierna para frotarse el tobillo que se había lesionado-. Pero cuando ves un murito tan tentador como ese…

– Ah, ya. ¿Y dónde está la tentación? -preguntó Harriet-. Haga el favor de enseñármela. -Lo llevó con firmeza hacia la entrada, a pesar de sus protestas-. Ah, ya lo veo. A ese contrafuerte le faltan un par de ladrillos y es un punto de apoyo estupendo. Casi podría decirse que los han quitado a propósito, ¿no? Y además, un árbol que viene muy bien en el jardín de las profesoras. Ya se encargará de ello la administradora. ¿Conoce bien ese contrafuerte, joven?

– Se conoce su existencia -admitió el prisionero de Harriet-. Pero, mire, no… no íbamos a ver a nadie ni nada parecido, o sea, quiero decir, a ver si me entiende…

– Eso espero -replicó Harriet.

– No, estábamos solos -se apresuró a explicar el joven-. No hay nadie más metido en esto. No, por Dios. Y mire, me he lesionado un tobillo y encima nos van a prohibir salir. Por favor, amable señorita…

En ese momento resonó un fuerte gemido dentro de los muros del colegio. La cara del joven se ensombreció de preocupación y miedo.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Harriet.

– No sabría decir -contestó el joven.

Se repitió el gemido. Harriet aferró con fuerza al estudiante por un brazo y lo llevó hasta la puerta.

– Pero oiga, no debe… por favor, no vaya a pensar… -dijo el caballero, cojeando lastimosamente a su lado.

– Voy a ver qué ocurre -dijo Harriet.

Abrió la puerta, empujó a su prisionero y volvió a cerrarla. Junto al muro, justo debajo de donde se había encaramado el joven, había alguien acurrucado, al parecer víctima de agudos sufrimientos internos.

– Oiga, lo siento muchísimo -dijo el joven renunciando a todo pretexto-. Creo que hemos sido un poco irreflexivos. O sea, no nos dimos cuenta. Quiero decir, me temo que no se encuentra bien, y nosotros no nos hemos dado cuenta, ¿comprende?

– Esa chica está borracha -replicó Harriet, inflexible.

En sus malos tiempos había visto a demasiados poetas jóvenes aquejados de algo parecido y no podía confundir los síntomas.

– Bueno… Me temo que sí, que es eso -dijo el joven-. Es que Rogers se empeña en hacer unos combinados tan fuertes… Pero oiga, de verdad, no ha pasado nada, quiero decir…

– Ya. Bueno, no grite. Esa casa es la residencia de la rectora.

– ¡Maldita sea! -exclamó el joven por segunda vez-. Esto… ¿va usted a ser comprensiva?

– Depende -contestó Harriet-. Lo cierto es que ha tenido usted una suerte tremenda. No soy profesora. Estoy en el college de paso, así que soy completamente libre.

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