– Una idea muy sensata -replicó la doctora Baring-. Hablaré del asunto con la administradora.
Y Harriet tuvo que conformarse con tan insatisfactoria solución.
Cloris bienamada, triste no estés,
que estas Furias no te arredren;
allá esas insensatas con su locura,
de infernal orgullo arrebatadas.
Que tus nobles pensamientos
no desciendan como sus sentimientos,
a quienes ni consejo enmienda
ni aun los dioses castigo imponen.
MICHAEL DRAYTON
En Shrewsbury College despertó cierto interés que la señorita Harriet Vane, la conocida escritora de novelas policíacas, estuviera pasando un par de semanas allí con el fin de investigar sobre la vida y la obra de Sheridan Le Fanu en la Biblioteca Bodleiana. La excusa era estupenda, y Harriet recopilaba material, sin prisas, para un estudio sobre Le Fanu, si bien la Bodleiana no era quizá el lugar más indicado, pero de alguna manera había que explicar su presencia, y Oxford siempre está dispuesto a creer que la Bodleiana es el centro mismo del saber universal. Encontró suficientes referencias en las publicaciones periódicas para justificar respuestas optimistas a las amables preguntas sobre el avance de su trabajo y, si bien sesteaba a menudo en los brazos de la Biblioteca Duque Humphrey, para compensar las horas que pasaba fisgoneando por los pasillos de noche, no era la única persona en Oxford a quien el ambiente creado por el cuero viejo y la calefacción central propiciaba el sueño.
Al mismo tiempo dedicaba muchas horas a poner orden en las caóticas pruebas de la señorita Lydgate. Se volvió a escribir la introducción y se restauraron los párrafos, gracias a la vasta memoria de la autora; se sustituyeron las páginas dañadas por nuevas pruebas; se eliminaron cincuenta y nueve errores y puntos oscuros en las remisiones; la réplica al señor Elkbottom, más contundente y concluyente, se incorporó al texto, y los responsables de la Oxford Press empezaron a hablar esperanzados de la fecha de publicación.
La autora de las cartas anónimas se había asustado, ya fuera por las rondas nocturnas de Harriet, o quizá simplemente por saber que el círculo de sospechosas se había reducido, o quizá por alguna otra razón, el caso es que durante los siguientes días hubo pocos incidentes. Sí que se produjo un acontecimiento fastidioso: se atascó por completo el retrete del baño de la sala de profesoras. Descubrieron que se debía a unos jirones de tela que habían metido por la rejilla con la ayuda de una varilla y que, una vez que el fontanero los sacó, resultaron ser los restos de unos guantes, manchados de pintura marrón y de propietario inidentificable. Se produjo otro incidente con la ruidosa aparición de las llaves perdidas de la biblioteca, que salieron del interior de un montón de fotografías enrolladas que había dejado la señorita Pyke media hora en un aula con la intención de utilizarlas después a modo de ilustración de ciertos comentarios sobre los frisos del Partenón. Ninguno de los incidentes llevó a ningún descubrimiento.
El claustro actuó con Harriet con el respeto tan puntilloso como impersonal por la misión en la vida de una persona que impone la tradición académica. Tenían muy claro que, una vez reconocida como investigadora oficial, había que permitirle que investigara sin obstáculos. Y no corrían a ella para proclamar su inocencia ni expresar su indignación. Afrontaron la situación con delicada imparcialidad, haciendo pocas alusiones al asunto y limitando la conversación en la sala de profesoras a cuestiones de interés general y de la universidad. Con un orden solemne y ritual la invitaron a tomar jerez con galletas en sus habitaciones y se abstuvieron de hacer comentarios las unas sobre las otras. La señorita Barton incluso se desvivió por conocer las opiniones de Harriet sobre Las mujeres en el Estado moderno y por consultarle sobre la situación en Alemania. Cierto que rechazaba de plano muchas de las opiniones expresadas, pero con objetividad y sin el menor rencor personal, y el controvertido tema del derecho del aficionado a investigar crímenes quedó cortésmente archivado. Dejando a un lado su animadversión, también la señorita Hillyard se esforzó por hablar con Harriet sobre los aspectos técnicos de crímenes históricos como el asesinato de sir Edmund Berry Godfrey y el presunto envenenamiento de sir Thomas Overbury por la condesa de Essex. Naturalmente, tales tentativas de acercamiento podían ser simple táctica, pero Harriet prefería atribuirlas a la prudencia y a un decoro instintivo.
Con la señorita De Vine mantuvo muchas conversaciones interesantes. La personalidad de la investigadora la atraía y la confundía enormemente. Más que con ninguna otra profesora, con la señorita De Vine tenía la sensación de que la dedicación a la vida intelectual no era el resultado de haber seguido apaciblemente una inclinación natural o adquirida, sino de una poderosa llamada espiritual que anulaba cualquier otro deseo o tendencia. Sin necesidad de estímulos, se despertó su curiosidad por la vida pasada de la señorita De Vine, pero indagar en ella resultaba complicado, y tras cada encuentro salía con la sensación de haber contado más de lo que había averiguado. Podía entrever una historia de conflictos, pero le costaba trabajo creer que la señorita De Vine no fuera consciente de sus represiones o incapaz de dominarlas.
Con el fin de establecer una relación amistosa con las alumnas, Harriet también se armó de valor para preparar y dar una «charla» titulada «La investigación en la realidad y la ficción» para una sociedad literaria del colegio. La tarea comportaba riesgos. Por supuesto, no hizo alusión alguna al triste caso en el que ella había sido considerada sospechosa, ni en el debate que siguió a la disertación tuvo nadie la falta de tacto de mencionarlo. El asesinato de Wilvercombe era un asunto distinto. No existía razón alguna para que no hablara a las alumnas sobre ese tema, y le parecía injusto privarlas de una emoción lícita por el motivo, puramente personal, de que fuera una pesadez tener que mencionar a Peter Wimsey cada dos por tres. La exposición, si bien pecó ligeramente de árida y académica, fue acogida con sinceros aplausos, y al final del acto la invitó a café la delegada, una tal señorita Millbanks.
La señorita Millbanks tenía su habitación en el Queen Elizabeth y la había amueblado con mucho gusto. Era una muchacha alta, elegante, a todas luces pudiente, vestía mucho mejor que la mayoría de las alumnas y llevaba sus logros académicos con naturalidad. Disfrutaba de una pequeña beca sin emolumentos, y declaraba públicamente que era becaria solo porque prefería estar muerta a llevar la ridícula toga corta de las estudiantes de pago. Como alternativas al café, le ofreció a Harriet madeira o un cóctel, disculpándose cortésmente por no disponer de hielo para la coctelera, dada la deficiencia de las instalaciones del college. Harriet, a quien no le gustaban los cócteles después de cenar y había consumido madeira y jerez en tantas ocasiones desde su llegada a Oxford que ya se había cansado, aceptó el café y se echó a reír mientras llenaban tazas y vasos. La señorita Millbanks le preguntó educadamente a qué venía la risa.
– Nada, es que el otro día leí un artículo en The Morning Star , y según la desagradable frase de cierto periodista, las «estudiantas» viven a base de cacao -dijo Harriet.
– Los periodistas siempre llevan treinta años de retraso -replicó la señorita Millbanks con cierta indulgencia-. ¿Usted ha visto cacao en el colegio, señorita Fowler?
– Ah, sí -contestó la señorita Fowler. Era una muchacha morena, robusta, de tercero, con un jersey desastrado que, según había explicado antes, no había tenido tiempo de quitarse, por haber estado muy ocupada con un trabajo hasta el momento mismo de la conferencia de Harriet-. Sí, lo he visto en las habitaciones de las profesoras, pero solo en ciertas ocasiones, y siempre me ha parecido una especie de infantilismo.
Читать дальше