– ¡Vaya! -dijo la profesora-. Así me gusta: las personas que saben lo que quieren.
Se marchó con una prontitud sorprendente.
– Su bata está llena de pintura -reflexionó Harriet en voz alta-. Pero a lo mejor se ha manchado al entrar aquí. -Fue al piso de abajo y examinó la ventana abierta-. Sí, aquí es donde pasó por encima del radiador húmedo. Supongo que yo también me habré manchado. Sí, claro, pero no hay nada que demuestre que todo viene de ahí. Pisadas recientes… suyas y mías, sin duda. Vamos a ver…
Siguió las huellas de pisadas hasta el último tramo de la escalera, donde eran apenas visibles y por último desaparecían. No encontró pisadas de una tercera persona, pero probablemente había dado tiempo a que las de la intrusa se secaran. Quienquiera que fuese, debía de haber empezado su tarea muy poco después de medianoche, como muy tarde. La pintura había salpicado mucho; si se pudiera registrar todo el colegio en busca de ropa manchada de pintura, sería estupendo, pero provocaría un terrible alboroto, pensó Harriet. La señorita Hudson… ¿tenía manchas de pintura en alguna parte? Harriet creía que no.
Volvió a mirar a su alrededor y de repente se dio cuenta de que había dejado todas las luces encendidas y de que las cortinas estaban descorridas. Si alguien estaba mirando desde alguno de los edificios de enfrente, el interior de la habitación destacaría como un escenario iluminado. Apagó las luces y corrió con cuidado las cortinas antes de volver a encenderlas.
– Ahora lo entiendo -dijo-. Esa era la idea. Las cortinas estaban corridas mientras hacía la faenita. Después apagó las luces y descorrió las cortinas. La pintora huyó y cerró la puerta con llave. Por la mañana todo habría parecido normal desde fuera. ¿Quién habría sido la primera persona en intentar entrar? ¿Una criada, para dar una última pasada? Se habría encontrado con la puerta cerrada, habría pensado que la señorita Burrows la había dejado así y probablemente no habría hecho nada. Probablemente habría subido primero la señorita Burrows. ¿Cuándo? Poco después de ir a la capilla, o un poco antes. No habría podido entrar. Habrían perdido mucho tiempo buscando las llaves, y cuando alguien hubiera logrado entrar, habría sido demasiado tarde para arreglar las cosas, con todo el mundo ya por allí. ¿Y el rector…?
La señorita Burrows habría sido la primera en llegar, pensó. También había sido la última en marcharse, y quien mejor sabía dónde habían dejado los botes de pintura. ¿Habría destrozado su propio trabajo, y habría destrozado sus propias pruebas la señorita Lydgate? ¿Hasta qué punto era sólida semejante premisa psicológica? Se puede ser capaz de destruir cualquier cosa en el mundo, salvo tu propia obra pero, por otra parte, si eres lo suficientemente astuto, comprendes que es lo que la gente va a pensar, e inmediatamente tomas las medidas necesarias para que tu obra sufra daños.
Harriet recorrió lentamente la biblioteca. Había una gran salpicadura de pintura en el parquet, y en el borde… ¡Ah, sí! Resultaría muy útil registrar el college para buscar ropa manchada de pintura, pero era evidente que la culpable no llevaba zapatillas ¿Para qué ponerse nada? Los radiadores de aquella planta estaban funcionando al máximo y la ausencia de ropa no solo habría sido una buena táctica, sino una comodidad.
¿Y cómo habría escapado aquella persona? Ni la señorita Hudson (si es que se le podía dar crédito) ni Harriet se habían encontrado con nadie al subir, pero había mediado suficiente tiempo para huir después de que se apagaran las luces. Desde el fondo del antiguo patio no se habría visto una figura atravesando furtivamente el pasadizo abovedado del comedor. O, ya puestos, podría haber sido alguien que estuviera al acecho en el comedor mientras Harriet y la señorita Hudson hablaban en el pasillo.
– He metido un poco la pata -dijo Harriet-. Debería haber encendido las luces del comedor para asegurarme.
Volvió a entrar la señorita Barton, con la decana, que miró a su alrededor y exclamó: «¡Dios mío!». Parecía un mandarín pequeñito pero robusto, con la larga coleta pelirroja y la bata azul acolchada salpicada de dragones escarlatas y verdes.
– ¡Qué tontas hemos sido! Deberíamos haberlo previsto. ¡Pero si era lo más evidente! Si se nos hubiera ocurrido, la señorita Burrows podría haber cerrado la puerta con llave antes de marcharse. ¿Y ahora qué hacemos?
– Lo primero que se me ocurre es aguarrás -dijo Harriet-. Y en segundo lugar, Padgett.
– Pero cuánta razón tiene. Padgett sabrá arreglárselas, como siempre. Es como la beneficencia: nunca falla. Gracias a Dios que ustedes han descubierto lo que pasaba. En cuanto limpien estas repugnantes inscripciones podremos dar una mano de temple de secado rápido o algo parecido, o empapelar la pared y… ¡Dios mío! ¿De dónde vamos a sacar el aguarrás, a menos que los pintores hayan dejado suficiente cantidad? Vamos a necesitar una cubeta. Pero seguro que Padgett lo solucionará.
– Voy ahora mismo a buscarlo y aprovecharé para coger por banda a la señorita Burrows -dijo Harriet-. Tendremos que volver a colocar los libros. ¿Qué hora es? Las cuatro menos cinco… Creo que podemos hacerlo. ¿Puede montar guardia hasta que yo vuelva?
– Sí. Ah, bueno, ahora encontrará la puerta abierta. Por suerte, yo tenía otra llave. Una llave preciosa, encobrada… Era para lord Oakapple, pero tendremos que llamar a un cerrajero para la otra puerta, a menos que los albañiles tengan una copia.
Lo más extraordinario de aquella extraordinaria mañana fue la imperturbabilidad de Padgett. Atendió a Harriet ataviado con un bonito pijama de rayas y recibió instrucciones absolutamente impasible.
– Padgett, la decana lamenta comunicar que alguien ha estado cometiendo grandes desaguisados en la biblioteca nueva.
– ¿De veras, señorita?
– Está todo patas arriba y han pintarrajeado palabras y dibujos de lo más ordinario en la pared.
– Lamentable, señorita.
– Con pintura marrón.
– Qué embarazoso, señorita.
– Habrá que limpiarlo inmediatamente, antes de que nadie lo vea.
– Muy bien, señorita.
– ¿Cree que podrá solucionarlo, Padgett?
– Usted déjemelo a mí, señorita.
La siguiente tarea de Harriet consistió en recoger a la señorita Burrows, que recibió la noticia con enérgicas expresiones de irritación.
– ¡Qué horror! ¿Quiere decir que hay que ordenar esos libros otra vez? ¿Ahora? Sí, claro… Supongo que no queda otro remedio. ¡Dios mío, qué suerte no haber puesto el infolio de Chaucer y otros libros valiosos en las vitrinas!
La bibliotecaria se levantó apresuradamente de la cama. Harriet se fijó en sus píes. Estaban limpios, pero en el dormitorio había un olor raro. Lo olfateó hasta las inmediaciones del lavabo.
– Oiga… ¿eso es aguarrás?
– Sí -contestó la señorita Burrows, poniéndose las medias con dificultad-. La he traído de la biblioteca, porque tenía pintura en las manos, de quitar los botes y demás.
– Ojalá me hubiera dejado un poco. Hemos tenido que entrar por la ventana, por encima de un radiador húmedo.
– Sí, claro.
Harriet salió, confusa. ¿Por qué se habría molestado la señorita Burrows en llevar el bote hasta allí, cuando podía haberse quitado la pintura en el momento? Pero comprendía que cualquiera que hubiera querido limpiarse la pintura de los pies, tras ser interrumpida en mitad del trabajo sucio, no habría tenido otra opción que coger el bote y salir corriendo.
A continuación se le ocurrió otra idea. La culpable no podía haber salido descalza de la biblioteca. Se habría puesto otra vez las zapatillas, y si te pones unas zapatillas con los pies manchados de pintura, quedan señales.
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