Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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Volvió a su habitación y se vistió. Después regresó al patio nuevo. La señorita Burrows había desaparecido, pero sus zapatillas estaban junto a la cama. Harriet las examinó minuciosamente, por dentro y por fuera, pero no había ni rastro de pintura.

Al volver se encontró a Padgett, que caminaba reposadamente por el césped, cargado con una lata grande de aguarrás en cada mano.

– ¿De dónde ha sacado eso con lo temprano que es, Padgett?

– Pues verá, señorita, Mullins ha ido en la moto y ha despertado a un conocido suyo que tiene una tienda de queroseno y vive justo encima.

Así de sencillo.

Al cabo de un rato y decorosamente entogadas y vestidas, Harriet y la decana pasaban por el lado oriental del edificio Queen Elizabeth en pos de Padgett y el capataz de los pintores.

– Las señoritas tienen sus diversiones, como los señoritos -se oyó decir a Padgett.

– Cuando yo era mozo, las señoritas eran las señoritas y los señoritos los señoritos, a ver si me entiendes -replicó el capataz.

– Lo que necesita este país es un Hitler -dijo Padgett.

– Eso es -dijo el capataz-. Las muchachas, en su casa tenían que estar. Vaya trabajo que tienes aquí, jefe. ¿Qué hacías antes de meterte en este gallinero?

– Ayudante del de los camellos en el zoológico. Y bien interesante que era el trabajo.

– ¿Y por qué lo dejaste?

– Septicemia. Un mordisco que me dio una hembra en el brazo -contestó Padgett.

– Ah -dijo el capataz.

Cuando llegó lord Oakapple no había nada chocante a la vista en la biblioteca, aparte de cierta humedad y unas cuantas manchas en la parte de arriba, donde el papel recién colocado se estaba secando de forma irregular. Habían recogido los cristales y limpiado los churretes de pintura del suelo; habían sustituido el Coliseo y el Partenón por veinte fotografías de estatuas clásicas rescatadas de un armario; los libros estaban en sus correspondientes estanterías y convenientemente expuestos en las vitrinas el infolio de Chaucer, el primer libro en cuarto de Shakespeare, los tres Morris de la Kelmscott, el ejemplar de El propietario con el autógrafo de Galsworthy y el guante bordado que había pertenecido a la condesa de Shrewsbury.

La decana revoloteaba alrededor del rector como una gallina con su polluelo, atribulada y nerviosa por la posibilidad de que una misiva indiscreta cayera de su servilleta o se deslizara inopinadamente por entre los pliegues de su toga, y cuando, después del almuerzo, el rector sacó un montón de notas de un bolsillo y las hojeó con el entrecejo fruncido, confuso, en la sala de profesoras, la tensión llegó a tal extremo que a punto estuvo la decana de que se le cayera el azucarero. Al final resultó que el rector no sabía dónde había metido una cita en griego; nada más. Aunque estaba al tanto de lo ocurrido en la biblioteca, la rectora hizo gala del aplomo de costumbre.

Harriet no presenció nada de eso. Después de que los pintores cumplieran su cometido, se dedicó a observar los movimientos de cuantas personas entraban y salían de la biblioteca y a asegurarse de que no dejaban nada inconveniente.

Pero, al parecer, la Poltergeist del college había puesto toda la carne en el asador. A Harriet, celadora voluntaria, le llevaron un almuerzo frío. Iba cubierto por una servilleta, pero bajo sus pliegues no acechaba nada; simplemente unos emparedados de jamón y otras sustancias igualmente inocuas. Harriet reconoció a la criada.

– ¿No es usted Annie? ¿Ahora está en la cocina?

– No, señora. Sirvo en el comedor y en la sala de profesoras.

– ¿Qué tal sus hijas? Si mal no recuerdo, la señorita Lydgate me ha dicho que tiene dos niñas.

– Sí, señora. Qué amable es usted por preguntar. -La cara de Annie resplandecía de satisfacción-. Están estupendamente. Oxford les sienta muy bien, después de vivir en una ciudad industrial, donde estábamos antes. ¿Le gustan los niños, señora?

– Desde luego -contestó Harriet.

La verdad es que no les tenía demasiado cariño, pero eso no se les puede decir con tanta claridad a quienes disfrutan de tal dicha.

– Debería estar casada y con hijos, señora. ¡Vaya! No tendría que haber dicho una cosa así… No soy quién para eso, pero me parece terrible que todas estas señoras solteras vivan juntas. No es natural, ¿no?

– Bueno, Annie, cada cual tiene sus gustos. Y hay que esperar a que aparezca la persona adecuada.

– Eso sí que es verdad, señora. -De repente Harriet se acordó de que el marido era raro, que se había suicidado o había hecho algo lamentable, y pensó que el lugar común que había soltado no era muy discreto, pero Annie parecía encantada. Volvió a sonreír. Tenía unos ojos grandes, azul claro, y Harriet pensó que debía de haber sido muy guapa antes de adelgazar tanto y de tener aquella expresión de preocupación-. Estoy segura, o sea espero que pronto le llegue a usted… ¿o está ya prometida?

Harriet frunció el entrecejo. No le hacía gracia que le preguntaran semejante cosa, y no tenía el menor deseo de hablar de sus` asuntos privados con la servidumbre del college, pero la pregunta no parecía obedecer a ninguna impertinencia, y contestó con amabilidad:

– Todavía no, pero nunca se sabe. ¿Qué le parece la nueva biblioteca?

– Es una habitación muy bonita, ¿verdad, señora? Pero me parece una verdadera lástima tener un sitio tan grande solo para que las mujeres estudien libros aquí. No sé qué quieren sacar las chicas de los libros. No les van a enseñar a ser buenas esposas.

– ¡Qué opinión tan terrible tiene usted! -replicó Harriet ¿Cómo se le ocurrió venir a trabajar a un college femenino, Annie?

El rostro de la criada se ensombreció.

– Verá, señora, me han ocurrido varias desgracias. Acepté de buena gana lo que me salió.

– Claro, claro. Era una broma. ¿Le gusta el trabajo?

– Está bien, pero algunas de esas señoras tan listas son un poco extrañas, ¿no le parece, señora? O sea, raras. No tienen corazón.

Harriet recordó que había habido ciertos malentendidos con la señorita Hillyard.

– No, no -repuso con vehemencia-. Naturalmente, son personas con muchas ocupaciones y no les queda tiempo para preocuparse por cosas del exterior, pero son todas buenas personas.

– Sí, señora, estoy segura de que esa intención tienen, pero es que siempre pienso en lo que dice la Biblia, que «tanto aprender te ha vuelto loco». Eso no está bien.

Harriet levantó la vista bruscamente y percibió una extraña mirada en los ojos de la criada.

– ¿A qué se refiere, Annie?

– No, nada, señora. Solo que a veces pasan cosas raras, pero claro, como usted está de visita, no se habrá enterado, y no soy quién para hablar de eso… porque hoy en día solo soy una criada.

– Desde luego, yo no mencionaría nada por el estilo a las personas de fuera ni a las visitas -dijo Harriet, intranquila-. Si tiene alguna queja, debería hablar con la administradora, o con la directora.

– No tengo ninguna queja, señora, pero a lo mejor ha oído hablar de las palabras groseras que han aparecido en las paredes y de lo que quemaron en el patio… Si hasta ha salido algo en los periódicos… Ya descubrirá que todo empezó cuando llegó cierta persona al college, señora.

– ¿Quién es esa persona? -preguntó Harriet con tono severo.

– Una de esas señoras tan sabias, señora. En fin, quizá sea mejor que no diga nada más sobre el asunto. Usted escribe libros de misterio, ¿no, señora? Pues si descubre algo en el pasado de esa señora, puede estar segura de que es verdad. Por lo menos eso es lo que dicen muchos. Y a nadie le gusta estar en el mismo sitio que una mujer así.

– Estoy segura de que se equivoca, Annie, y debería andarse con cuidado y no propagar ese rumor. Será mejor que vuelva inmediatamente al comedor. Supongo que hace usted falta allí.

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