Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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Harriet encontró la escalera del comedor y empezó a remontarla, usando la linterna lo menos posible y manteniendo la luz baja. Se convenció de que la persona a la que perseguía estaba, tenía que estar, desequilibrada, si no loca, y de que posiblemente se abalanzaría sobre ella desde un rincón oscuro. Llegó al último escalón y empujó la puerta batiente de cristal que daba al pasillo entre el comedor y la despensa. Entonces le pareció oír a alguien correteando y casi en el mismo momento vio el destello de una linterna. Tenía que haber un interruptor doble a la derecha, detrás de la puerta. Lo encontró y lo accionó. Un parpadeo, y a continuación la oscuridad. ¿Un fusible? Se rió de sí misma. Pues claro que no. Quienquiera que estuviera al otro extremo del pasillo le había dado al interruptor al mismo tiempo que ella. Volvió a accionar el interruptor y el pasillo se inundó de luz.

A la izquierda vio las tres entradas, con los pasaplatos en medio, que daban al comedor. A la derecha estaba la pared desnuda entre el pasillo y las cocinas, y enfrente, al fondo del pasillo, junto a la puerta de la despensa, había alguien agarrando la bata que llevaba puesta con una mano y un tarro grande con la otra.

Harriet se dirigió a toda velocidad hacia aquella aparición, que avanzaba dócilmente hacia ella. Sus rasgos le resultaban vagamente familiares, y enseguida los reconoció. Era la señorita Hudson, la estudiante de tercero que había asistido a la celebración.

– ¿Se puede saber qué demonios hace aquí a estas horas? -preguntó Harriet con tono severo.

No es que tuviera ningún derecho especial a interrogar a las alumnas sobre sus movimientos, ni que pensara que su aspecto, en pijama y con una gruesa bata de cuadros, inspirase respeto ni desprendiera autoridad. Desde luego, la señorita Hudson pareció quedarse estupefacta al verse abordada así por una desconocida a las tres de la mañana. Se quedó mirándola, sin habla.

¿Y por qué no podría estar aquí? -replicó al fin, desafiante-. No sé quién es usted, y tengo tanto derecho como usted a ir por ahí… ¡Ya, claro! -añadió, y se echó a reír-. Supongo que es una de las criadas. No la había reconocido sin el uniforme.

– No -dijo Harriet-. Soy antigua alumna. Y usted es la señorita Hudson, ¿no? Pero su habitación no está aquí. ¿Ha estado en la despensa?

Clavó la mirada en el tarro, y la señorita Hudson se sonrojó.

– Sí… Quería un poco de leche. Es que tengo que hacer un trabajo.

Lo dijo como si se tratara de una enfermedad. Harriet se rió.

– Así que seguimos en las mismas, ¿eh? Carrie es tan blanda como lo era Agnes en mi época. -Se acercó al pasaplatos de la despensa e intentó moverlo, pero estaba cerrado-. No, parece que no.

– Le pedí que lo dejara abierto, pero supongo que se le habrá olvidado -dijo la señorita Hudson-. Oiga… No vaya a delatar a Carrie. Es una persona maravillosa.

– Sabe muy bien que Carrie no debería dejar el pasaplatos abierto, y que si se quiere un poco de leche, hay que venir antes de las diez.

– Sí, ya lo sé, pero no siempre sabes si vas a quererla. Supongo que usted habrá hecho lo mismo en su época.

– Sí -replicó Harriet-. En fin, más vale que se marche, pero un momento. ¿Cuándo ha entrado aquí?

– Ahora mismo, unos segundos antes que usted.

– ¿Ha visto a alguien?

– No. -La señorita Hudson parecía asustada-. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?

– No, que yo sepa. Venga, váyase a la cama.

La señorita Hudson salió corriendo y Harriet intentó abrir la puerta de la despensa, que estaba cerrada a cal y canto, como el pasaplatos. Después entró en la biblioteca de narrativa, que estaba vacía, y puso una mano en el picaporte de la puerta de roble que daba a la biblioteca nueva.

No hubo forma de abrirla. No había llave en la cerradura. Harriet echó un vistazo a la biblioteca de narrativa. Sobre el alféizar de la ventana había un lápiz fino, un libro y unos papeles. Metió el lápiz en la cerradura y la puerta se abrió sin ofrecer resistencia.

Fue hasta la ventana de la biblioteca de narrativa y la abrió. Daba a la terraza de una pequeña galería. Dos personas no eran suficientes para jugar así al escondite. Arrastró una mesa hasta la puerta, para darse cuenta de si alguien intentaba salir a sus espaldas; después saltó a la terraza de la galería y se asomó a la barandilla. Abajo no distinguió nada con claridad, pero sacó la linterna del bolsillo e hizo una señal.

– ¡Hola! -oyó que decía la señorita Barton con cautela desde, abajo.

– La otra puerta está cerrada, y la llave ha desaparecido.

– Qué situación tan complicada. Si una de nosotras se va, podría salir alguien, y si gritamos pidiendo ayuda, se formará gran revuelo.

– Pues sí, más o menos -replicó Harriet.

– Vamos a ver. Voy a intentar entrar por una de las ventanas de la planta baja. Parece que todas tienen echado el pestillo, pero puedo romper un cristal.

Harriet se quedó esperando y al fin oyó un leve tintineo. Se hizo un silencio y después oyó el movimiento del marco de una ventana. Otro silencio, más largo. Volvió a la biblioteca de narrativa y retiró la mesa de la puerta. Al cabo de seis o siete minutos vio que el picaporte se movía y oyó un golpecito al otro lado de la puerta de roble. Se agachó hasta la cerradura y dijo: «¿Qué pasa?», y a continuación prestó oídos.

– Aquí no hay nadie -dijo la señorita Barton al otro lado-. No está la llave, y hay un lío espantoso.

– Voy para allá.

Harriet atravesó apresuradamente el comedor y dio la vuelta hasta la fachada de la biblioteca. Allí vio la ventana que había abierto la señorita Barton, entró por ella y subió a todo correr las escaleras de la biblioteca.

– ¡Vaya! -dijo.

La nueva biblioteca era una sala magnífica, de techos altos, con seis cubículos orientados hacia el sur e iluminados por otras tantas ventanas que llegaban casi desde el suelo hasta el techo. En el lado septentrional, la pared, sin ventanas, estaba revestida de estanterías hasta tres metros de altura. Por encima había un espacio vacío, donde en un futuro podría construirse otra galería cuando los libros excedieran la capacidad de las estanterías existentes. La señorita Burrows y su equipo habían adornado ese espacio vacío con una serie de grabados, como los que posee toda comunidad académica, que representaban el Partenón, el Coliseo, la columna de Trajano y otros temas clásicos y topográficos.

Todos los libros de la sala estaban tirados por el suelo; habían vaciado las estanterías por el expeditivo método de desencajarlas. Habían arrancado los grabados y habían adornado el espacio vacío con un friso de dibujos, toscamente realizados con pintura marrón y con inscripciones de unos treinta centímetros de altura, todo ello sumamente indecoroso. En medio del caos se erguía triunfalmente una escalerilla y un bote de pintura con una brocha dentro, para demostrar cómo se había llevado a cabo la transformación.

– Todo echado a perder -dijo Harriet.

– Sí -reconoció la señorita Barton-. Bonito recibimiento para lord Oakapple. -Su voz tenía un tono extraño… casi de satisfacción. Harriet la miró con dureza-. ¿Qué va a hacer? ¿Qué se hace en estos casos? ¿Registrarlo todo con lupa o llamar a la policía?

– Ninguna de las dos cosas -contestó Harriet. Se quedó reflexionando unos momentos-. Lo primero es ir a buscar a la decana. Lo segundo, buscar las llaves originales o las copias. Lo tercero, quitar esas inscripciones asquerosas antes de que las vea nadie. Y en cuarto lugar, dejar la habitación en condiciones antes de las doce. Tenemos tiempo de sobra. ¿Tendría la amabilidad de ir a despertar a la decana y traerla aquí? Mientras tanto, echaré un vistazo, a ver si encuentro alguna pista. Después hablaremos sobre quién ha hecho todo esto y cómo se ha escapado. Dese prisa, por favor.

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