Entró en el Tudor y llamó a la puerta de la habitación de la señorita Barton. Cuando ella la invitó a entrar, le preguntó si podía prestarle un ejemplar de El lugar de la mujer en el Estado moderno .
– ¿El sabueso en plena faena? -dijo la señorita Barton-. Aquí tiene, señorita Vane. A propósito: quiero disculparme por algunas cosas que dije la última vez que estuvo usted aquí. Me alegraría que usted solucionara este asunto tan desagradable, algo que seguramente no le resultará grato. Admiro mucho a cualquiera que sea capaz de supeditar sus sentimientos al interés común. Evidentemente, se trata de un caso patológico, como toda conducta antisocial, en mi opinión, pero supongo que no hay ni que plantearse procedimientos judiciales. Eso espero, al menos. No deseo que el asunto se lleve ante los tribunales, y por ese motivo estoy en contra de contratar detectives de ninguna clase. Si logra usted llegar al fondo de la cuestión, estoy dispuesta a prestarle toda la ayuda posible.
Harriet le dio las gracias por haberle dado su opinión y el libro.
– Seguramente es usted la mejor psicóloga que hay aquí -dijo-. ¿Qué piensa de todo esto?
– Pues que seguramente se trata de lo de siempre: un deseo morboso de llamar la atención y armar revuelo. Las personas más sospechosas son las adolescentes y las de mediana edad. Dudo mucho que sea algo más, quiero decir, aparte de que las obscenidades, algo fortuito, apuntan a la existencia de un trastorno sexual, pero eso es lo normal en casos como estos. Ahora bien, no sabría decirle si debería buscar a una atrapahombres o a una odiahombres -añadió la señorita Barton, con el primer destello de humor que le había visto Harriet.
Tras haber guardado los recientes hallazgos en su habitación, Harriet pensó que era el momento de ir a ver a la decana. Estaba con ella la señorita Burrows, muy cansada y cubierta de polvo tras el trabajo en la biblioteca, reconfortándose con un vaso de leche caliente al que la señorita Martin había insistido en añadir un chorrito de whisky para favorecer el sueño.
– Hay que ver lo que cambia la idea que se tiene sobre las costumbres del claustro cuando se es antigua alumna -dijo Harriet-. Yo pensaba que solo había una botella de alcohol fuerte en el college, y que la administradora la guardaba bajo llave y candado para emergencias de vida o muerte.
– Antes sí que era así -dijo la decana-, pero con la edad me estoy volviendo frívola. Incluso a la señorita Lydgate le gusta tener su pequeña reserva de aguardiente de cerezas para los días especiales y las vacaciones. Y la administradora está pensando en una pequeña bodega de oporto para el college.
– ¡Dios santo! -exclamó Harriet.
– En teoría, las alumnas no deben ingerir alcohol -dijo la decana-, pero yo no saldría fiadora por lo que contienen los armarios del college.
– Al fin y al cabo, sus aburridos padres las acostumbran a tomar cócteles y esas cosas en casa, así que seguramente les parecerá absurdo no hacer lo mismo aquí -dijo la señorita Burrows.
– ¿Y qué se puede hacer? ¿Una investigación policial de sus cosas? Yo me niego en redondo. No podemos convertir el college en una prisión.
– El problema es que todo el mundo se burla de las restricciones y reclama libertad hasta que pasa algo engorroso -terció la bibliotecaria-. Entonces preguntan airadas qué ocurre con la disciplina.
– Hoy en día no se puede imponer la vieja disciplina -dijo la decana-. Sienta muy mal.
– La idea moderna consiste en que las jóvenes se disciplinen a sí mismas, pero ¿lo hacen? -preguntó la bibliotecaria.
– No, claro que no. Las responsabilidades les aburren. Ante de la guerra se celebraban apasionadas reuniones del college por todo. Ahora eso les trae sin cuidado. La mitad de las antiguas instituciones, como los debates y la obra de teatro de tercer año, han, muerto o están moribundas. No quieren responsabilidades.
– Están demasiado ocupadas con los novios -dijo la señorita Burrows.
– ¡Dichosos novios! -exclamó la decana-. En mis tiempo sencillamente estábamos ansiosas por tener responsabilidades Nos tenían en la escuela como corderitos y salíamos deseando demostrar lo bien que podíamos organizar las cosas cuando las dejaban en nuestras manos.
– Desde mi punto de vista, la culpa es de las escuelas, con la libre disciplina y demás. Las niñas están hasta las narices de ten que dirigirlo todo ellas y de encargarse de la disciplina, y cuando llegan a Oxford están agotadas y lo único que quieren es quedar sentaditas tranquilamente y que otras lleven la batuta. Incluso mis tiempos, las que salían de las escuelas republicanas más al tenían miedo de tomar posesión de su cargo, las pobres ignorantes.
– Ahora todo es distinto -dijo la señorita Burrows, bostezando-. En fin, yo hoy he conseguido que las voluntarias de la biblioteca trabajaran un poco. Hemos llenado como Dios manda la mayoría de las estanterías, colgado los cuadros y puesto las cortinas. Ha quedado muy bien, y espero que al rector le cause buena impresión. No han terminado de pintar los radiadores de abajo, pero he metido los botes de pintura y esas cosas en un armario, y que sea lo que Dios quiera. Y he pedido un grupo de criadas para que limpien, de modo que mañana no haya que hacer nada.
– ¿A qué hora llega el rector? -preguntó Harriet.
– A las doce. Recepción en la sala de profesoras y enseñarle el college. Después almuerzo en el comedor, y espero que le guste. Ceremonia a las dos y media. Y luego echarlo para que llegue al tren de las cuatro menos cuarto. Es un hombre encantador, pero empiezo a hartarme de tanta inauguración. Hemos inaugurado el patio nuevo, la capilla (con coro), el comedor de profesoras (con almuerzo para antiguas tutoras e investigadoras), el anexo Tudor (con té para antiguas alumnas), el ala de las cocinas y la servidumbre (con miembros de la familia real), el sanatorio (con discurso del catedrático de medicina), la cámara del consejo y la residencia de la rectora, y hemos descubierto el retrato de la difunta rectora, el reloj de sol conmemorativo de Willett y el nuevo reloj. Y ahora la biblioteca. Padgett me dijo el último curso, cuando estábamos haciendo las reformas del Queen Elizabeth: «Perdone, señora decana, señorita, pero ¿podría decirme la fecha de la inauguración, señorita?». «¿Qué inauguración, Padgett?», le dije. «No vamos a inaugurar nada este curso. ¿Qué queda por inaugurar?» «Bueno, señorita, yo es que estaba pensando en aquí los nuevos servicios, con perdón, señora decana, señorita», me dice. «Es que ya hemos inaugurado todo lo que se puede inaugurar, señorita, y si va a haber una ceremonia, señorita, debería yo saberlo a tiempo, para solucionar lo de los taxis y lo del estacionamiento.»
– ¡Pobre Padgett! -exclamó la señorita Burrows-. Es lo más inteligente que tenemos aquí. -Volvió a bostezar-. Estoy muerta de cansancio.
– Llévela a la cama, señorita Vane -dijo la decana-. Ya está bien por hoy.
A menudo cuando se habían acostado, se abrían las puertas de dentro de par en par, así como las puertas de un armario que en la sala había, y todo ello con alboroto y ruido grandes. Y una noche las sillas, que cuando iban a acostarse se quedaban en el rincón de la chimenea, cambiaron de sitio y aparecieron en mitad de la habitación, muy bien ordenadas, y un cedazo colgando sobre una pieza de tela llena de agujeros, y la llave de una puerta sobre otra. Y por el día, mientras hilaban en la casa, muchas veces veían abrirse las puertas del establo de par en par, pero no quién las abría. En una ocasión, estando Alice hilando, la roca o rueca se desprendió varias veces y llegó al centro de la habitación… y muchas más cosas, tan ridículas que resultaría tedioso referirlas.
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