Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– ¡Que Dios la bendiga! -exclamó el joven con ardor.

– No se precipite. Tendrá que aclararme todo esto. Por cierto, ¿quién es la chica?

La enferma volvió a emitir un gemido.

– ¡Ay, Dios! -dijo el estudiante.

– No se preocupe -dijo Harriet-. Vomitará enseguida. -Se acercó a la paciente y la examinó-. Está bien. Puede mantener su caballerosa reserva. La conozco. Se llama Cattermole. ¿Y usted?

– Me llamo Pomfret… y estoy en Queen's.

– Ah -dijo Harriet.

– Hemos dado una fiesta en la habitación de mi amigo -explicó el señor Pomfret-. Bueno, empezó como una reunión, pero acabó en fiesta. Pero no pasó nada malo. La señorita Cattermole vino de broma. Todo muy sano. Lo que pasa es que éramos muchos, y entre unas cosas y otras bebimos demasiado y cuando vimos que la señorita Cattermole estaba bastante mal la recogimos y Rogers y yo.

– Comprendo -lo interrumpió Harriet-. No muy encomiable, ¿no?

– No; horrible -admitió el señor Pomfret.

– ¿Tenía permiso Cattermole para asistir a la reunión? ¿Y para volver tarde?

– No lo sé -contestó el señor Pomfret, inquieto-. Me temo que… Verá, es muy complicado, quiero decir, no pertenece a la sociedad…

– ¿Qué sociedad?

– La sociedad que celebraba la reunión. Creo que entró allí para divertirse.

– ¿Que se coló? Hum. Eso probablemente significa que no tenía permiso para volver tarde.

– Parece grave -dijo el señor Pomfret.

– Es grave para ella -replicó Harriet-. Ustedes se librarán con una multa o la prohibición de salir, supongo, pero nosotras tenemos que ser más exigentes. Vivimos en un mundo de malpensados, y nuestras normas deben tenerlo en cuenta.

– Lo sé -convino el señor Pomfret-. La verdad es que estábamos terriblemente preocupados. ¡Menuda historia para traerla hasta aquí! -exclamó con tono confidencial-. Por suerte, solo ha sido desde este extremo de Long Wall. ¡Puf! -Sacó un pañuelo y se enjugó la frente-. De todos modos, se agradece que no sea usted profesora.

– Me parece muy bien, pero soy miembro del college y debo sentirme responsable -replicó Harriet con severidad-. No queremos que pasen estas cosas.

Dirigió una fría mirada a la pobre señorita Cattermole, a quien le estaba ocurriendo lo peor.

– Tenga por seguro que nosotros tampoco lo queríamos -dijo el señor Pomfret desviando la mirada-, pero ¿qué podíamos hacer? No sirve de nada intentar sobornar a su portero. Ya se ha intentado -añadió con candidez.

– ¿De veras? -dijo Harriet-. No, de Padgett no se puede esperar mucho. ¿Había alguien más de Shrewsbury?

– Sí… La señorita Flaxman y la señorita Blake, pero tenían permiso para venir y se marcharon alrededor de las once, o sea que ellas no tienen problema.

– Deberían haber traído a la señorita Cattermole.

– Desde luego -dijo el señor Pomfret.

Parecía más pesimista que antes. Evidentemente, a la señorita Flaxman no le importaría lo más mínimo que la señorita Cattermole estuviera en apuros, pensó Harriet. Los motivos de la señorita Blake eran más oscuros, pero probablemente se trataba tan solo de estupidez. Harriet tomó la decisión, no muy escrupulosa, de que la señorita Cattermole no se metiera en líos si ella podía evitarlo. Se acercó a la joven desplomada y la obligó a ponerse en pie. La señorita Cattermole gimió lúgubremente.

– Se pondrá bien -dijo Harriet-. Me pregunto dónde estará la habitación de esta insensata. ¿Usted lo sabe?

– Pues la verdad es que sí -contestó Pomfret-. Suena fatal, pero es que… la gente te enseña sus habitaciones, a pesar de todas las normas y demás. Está por ahí, pasando por ese arco.

Señaló vagamente hacia el patio nuevo.

– ¡Por Dios! Ahí tenía que ser -dijo Harriet-. Creo que va a tener que echarme una mano. Pesa demasiado para mí, y no puede quedarse aquí con tanta humedad. Si nos ve alguien, tendrá usted que aguantarse. ¿Qué tal el tobillo?

– Mejor, gracias -respondió el señor Pomfret-. Creo que podré arreglármelas aunque cojee un poco. Oiga, es usted muy amable.

– Continúe y no pierda el tiempo con discursos -replicó Harriet con gravedad.

La señorita Cattermole era una joven robusta, con un peso nada desdeñable. Además, se encontraba en un estado de absoluta inercia. Para Harriet, obstaculizada por los zapatos de tacón, y el señor Pomfret, aquejado de un tobillo torcido, el avance por los patios fue cualquier cosa menos triunfal, además de bastante ruidoso, entre el crujido de la piedra y la gravilla al pisar y los gemidos del ser inerte que arrastraban. Harriet esperaba a cada momento oír una ventana abrirse de golpe o ver la silueta de una profesora alarmada salir corriendo para exigir explicaciones por la presencia del señor Pomfret a semejantes horas de la madrugada. Finalmente, y con gran alivio, encontró la puerta que buscaba y empujó el cuerpo indefenso de la señorita Cattermole hasta el interior.

– ¿Y ahora? -preguntó el señor Pomfret con un ronco susurro.

– Tiene que marcharse. No sé dónde está su habitación, pero no puedo consentir que usted deambule por todo el colegio. Un momento. Vamos a meterla en el primer baño que veamos. Ahí mismo, a la vuelta de esa esquina. Con calma.

El señor Pomfret volvió a aplicarse a la tarea diligentemente. -¡Ya está! -dijo Harriet. Tendió boca arriba a la señorita Cattermole en el suelo del cuarto de baño, quitó la llave de la cerradura y salió, tras haber cerrado la puerta-. De momento debe quedarse ahí. Ahora tenemos que librarnos de usted. No creo que nos haya visto nadie. Si se topa con alguien al salir, usted ha estado en el baile de la señora Heman y me ha acompañado a casa. ¿Entendido? No resultará muy convincente, porque no debería haber hecho ninguna de las dos cosas, pero es mejor que la verdad.

– Ojalá hubiera estado en el baile de la señora Heman -dijo agradecido el señor Pomfret-. Habría bailado con usted todas las piezas y los bises. ¿Le importaría decirme quién es usted?

– Me llamo Vane. Y más le vale no hacerse demasiadas ilusiones. No me interesa especialmente su bienestar. ¿Conoce bien a la señorita Cattermole?

– Bastante bien. Bueno, naturalmente, o sea, tenemos conocidos comunes y esas cosas. La verdad es que estaba prometida a un antiguo compañero de mi clase (está en el New College), pero aquello quedó en nada. No es asunto mío, pero ya sabe cómo son las cosas. Conoces a alguien y después lo conoces más…Y eso es todo.

– Sí, comprendo. En fin, señor Pomfret, no tengo el menor interés en meterlos a usted o a la señorita Cattermole en un lío…

– ¡Ya sabía yo que era usted comprensiva! gritó el señor Pomfret.

– No grite… pero esto no puede volver a ocurrir. Se acabaron las fiestas nocturnas y escalar muros. Entiéndalo: con nadie. No es justo. Si le voy con el cuento a la decana, a usted no le pasará prácticamente nada, pero la señorita Cattermole tendrá suerte si no la expulsan. Por Dios, deje de hacer el imbécil. Hay otras maneras, mucho mejores, de disfrutar de Oxford que andar enredando a medianoche con las alumnas.

– Ya lo sé. Sí, es una bobada.

– Entonces, ¿por qué lo hace?

– No lo sé. ¿Por qué se cometen estupideces?

– ¿Que por qué? -replicó Harriet. Pasaban junto al extremo de la capilla, y se detuvo para dar mayor énfasis a lo que decía-. Se lo voy a explicar, señor Pomfret. Porque no tienes agallas para decir no cuando alguien te pide que seas comprensivo. Esas absurdas palabras han creado problemas a más personas que todas las del diccionario juntas. Si ser comprensivo consiste en animar a las chicas a incumplir las normas, beber más de lo que pueden aguantar y meterse en líos por su culpa, yo dejaría de ser comprensivo e intentaría ser un caballero.

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