– ¿Cattermole? -susurró aquella cabeza-. ¡Ay, perdón!
Y volvió a esconderse.
Harriet reconoció a la chica que había hablado con la señorita Cattermole tras la inauguración de la biblioteca. Fue a su puerta, en la que estaba escrito el nombre de C. I. Briggs y llamó con suavidad. La cabeza volvió a aparecer.
– ¿Esperaba a la señorita Cattermole?
– Pues… Es que he oído a alguien a su puerta y… ¡Ah! Es usted la señorita Vane, ¿no? -dijo la señorita Briggs.
– Sí. ¿Por qué estaba despierta esperando a la señorita Cattermole?
La señorita Briggs, que llevaba una chaqueta de lana encima del pijama, pareció asustarse un poco.
– Tenía que hacer un trabajo, o sea que de todas formas tenía que quedarme despierta. ¿Por qué?
Harriet miró a aquella chica. Era baja y corpulenta, de rostro enérgico, feúcho y con expresión de sensatez. Parecía digna de confianza.
– Si es usted amiga de la señorita Cattermole, haga el favor de ayudarme a subirla hasta aquí -dijo Harriet-. Está abajo, en el cuarto de baño. Me la encontré cuando un joven la ayudaba a subir el muro, y está hecha polvo.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó la señorita Briggs-. ¿Borracha?
– Pues sí.
– Es una insensata -dijo la señorita Briggs-. Ya sabía yo que algún día pasaría algo. Muy bien; voy con usted.
Entre las dos arrastraron a la señorita Cattermole por las escaleras enceradas, que hacían un ruido tremendo, y la dejaron en la cama. La desnudaron en absoluto silencio y la cubrieron con las sábanas.
– Ahora dormirá hasta que se le pase la borrachera -dijo Harriet-. Por cierto, ¿no le parece que no estarían de más ciertas explicaciones?
– Venga a mi habitación -dijo la señorita Briggs-. ¿Le apetece tomar algo, leche caliente, un caldo, café?
Harriet le pidió leche caliente. La señorita Briggs encendió el hornillo en la antecocina, entró, avivó el fuego en la chimenea y se sentó en un puf.
– Por favor, cuénteme qué ha ocurrido -dijo la señorita Briggs.
Harriet se lo contó, omitiendo los nombres de los caballeros implicados, pero a la señorita Briggs le faltó tiempo para reparar la omisión.
– Reggie Pomfret, claro -dijo-. Pobrecillo. Siempre le cargan con el mochuelo. ¿Y qué va a hacer el muchacho, si la gente anda detrás de él?
– Es algo muy delicado -dijo Harriet-. O sea, se necesita cierto conocimiento del mundo para salir airoso. ¿A la chica le interesa de verdad?
– No -contestó la señorita Briggs-. La verdad es que no. Solamente necesita a alguien o algo, ¿comprende? Recibió un golpe tremendo cuando se rompió su compromiso. Verá, Lionel Farringdon y ella eran amigos de la infancia, y estaba todo decidido antes de que ella viniera aquí. Y entonces nuestra querida señorita Flaxman cazó a Farringdon y se produjo la ruptura, con muchas complicaciones. Y Violet Cattermole está muy nerviosa.
– Lo sé -dijo Harriet-. Es una sensación de desesperación… debo tener un hombre para mí sola y esas cosas.
– Sí. Y da igual quién sea. Creo que es una especie de complejo de inferioridad o algo parecido. Tienes que cometer estupideces y hacerte valer. ¿Me explico?
– Sí, sí. Lo entiendo perfectamente. Ocurre muchas veces. Hay que autoafirmarse a costa de lo que sea… ¿Ha ocurrido esto con frecuencia?
– Pues con más frecuencia de lo que a mí me gustaría -confesó la señorita Briggs-. He intentando hacer entrar en razón a Violet, pero ¿de qué sirven los sermones? Cuando la gente se pone tan frenética, es como hablar con la pared, y aunque es un fastidio para el joven Pomfret, él es de lo más decente y fiable. Desde luego, si fuera una persona más decidida, se libraría de esto, pero yo le agradezco que no lo haga, porque si no fuera por él, podría ser cualquier sanguijuela.
– ¿Es posible que salga algo de todo esto?
– ¿Se refiere a una boda? No, qué va. Creo que él tiene suficiente instinto de autoprotección para evitarlo. Y además… Mire, señorita Vane, de verdad que es vergonzoso. La señorita Flaxman no es capaz de dejar a nadie en paz, y también está intentando llevarse a Pomfret, aunque no lo quiere. Si dejara en paz a la pobre Violet, probablemente todo este asunto se acabaría sin más. Claro, yo le tengo mucho cariño a Violet. Es buena persona, y le iría perfectamente con el hombre adecuado. La verdad es que no le interesa lo más mínimo estar en Oxford. Lo que realmente quiere es llevar una vida hogareña con un hombre al que dedicarse, pero ese hombre tendría que ser firme, decidido y muy afectuoso, de una forma seria. Pero desde luego, no Reggie Pomfret, que es un imbécil caballeroso.
La señorita Briggs atizó el fuego con furia.
– Pues algo habrá que hacer al respecto -dijo Harriet-. No quiero hablar con la decana, pero…
– Claro que hay que hacer algo -la interrumpió la señorita Briggs-. Hemos tenido una suerte enorme, que fuera usted quien lo descubriera y no una de las profesoras. Yo casi estaba deseando que pasara algo. Me tiene realmente preocupada. Es ese tipo de cosas a las que no sé cómo enfrentarme, pero tenía que apoyar a Violet, más o menos, porque si no, habría perdido toda la confianza en sí misma, y sabe Dios qué estupidez podría haber cometido.
– Creo que tiene usted razón -dijo Harriet-. Pero ahora quizá podría tener yo una conversación con ella y decirle que se ande con cuidado. Al fin y al cabo, tiene que ofrecer ciertas garantías de que va a observar una conducta sensata para que yo no dé parte a la decana. Me parece que en este caso procede un poquito de amable chantaje.
– Sí -reconoció la señorita Briggs-. Debería hacerlo, y es usted de lo más amable. Agradecería librarme de esa responsabilidad. Es agotador… y además interfiere con tu trabajo. Al fin y al cabo, si estamos aquí es para trabajar. El próximo trimestre tengo exámenes finales, y te descentra muchísimo no saber qué va a pasar mañana.
– La señorita Cattermole confía mucho en usted, supongo.
– Sí, pero escuchar las confidencias de la gente lleva mucho tiempo, y a mí no se me da precisamente bien enfrentarme con arrebatos de mal genio.
– La tarea del confidente es muy ingrata y pesada -dijo Harriet-. No es de extrañar que acabe poco menos que con camisa de fuerza, mientras que sí es raro que se mantenga en sus cabales, como usted, pero estoy de acuerdo en que hay que quitarle esa carga de sus espaldas. ¿Es usted la única?
– Desde luego. La pobre Violet ha perdido muchos amigo por el revuelo que se formó.
– ¿Y la historia de los anónimos?
– Ah, se ha enterado de eso… Bueno, por supuesto que no ha sido Violet. Sería absurdo, pero Flaxman ha propagado ese chismorreo por todo el colegio, y con una acusación de tal calibre se hace mucho daño.
– Sí, desde luego. En fin, señorita Briggs, ya es hora de que las dos nos vayamos a la cama. Vendré a ver a la señorita Cattermole después del desayuno. No se preocupe demasiado. A lo mejor este disgusto es para bien. Bueno, me marcho. ¿Podría dejarme un buen cuchillo?
Un tanto atónita, la señorita Briggs le entregó una navaja consistente y le dio las buenas noches. Antes de llegar al Tudor, Harriet se detuvo para cortar la muñeca oscilante y se la llevó para inspeccionarla y tomar medidas un poco más tarde. Sentía una necesidad imperiosa de consultar el asunto con la almohada. Y debía de estar muy cansada, porque se quedó dormida en cuanto se metió en la cama, y no soñó ni con Peter Wimsey ni con nada.
Contemplándolo con tiernos ojos
un emocionado latido de su corazón brotó
e interrumpió sus palabras.
Con un viejo pesar que abrió una nueva grieta
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