– ¿Por qué traen a esta gente aquí? ¿Para que lo pasen fatal y encima ocupen el lugar de otras personas que realmente disfrutarían de estar en Oxford? No tenemos sitio para mujeres que ni son ni nunca serán auténticas universitarias. Los colleges masculinos se pueden permitir el lujo de esos chicos bullangueros que aprueban sin pena ni gloria y aprenden a jugar para seguir jugando en los institutos privados de primaria, pero esa criatura deprimente no es ni siquiera bullanguera. Es una pobre desgraciada.
– Ya lo sé -replicó la decana, incómoda-. Pero es que las maestras y los padres son tremendos… Hacemos lo que podemos, pero no siempre podemos corregir sus errores. Fíjese en mi secretaria… Ausente porque el pesado de su hijo tiene varicela y está en esa escuela desesperante. ¡Ay, por Dios! No debería hablar así, porque es un niño muy delicado, y por supuesto, los hijos siempre son lo primero, pero es que resulta agobiante.
– Enseguida me marcho -dijo Harriet-. Es vergonzoso que tenga usted que trabajar por la tarde y vergonzoso que yo tenga que interrumpirla. A propósito, he de decirle que Cattermole tiene una coartada para el incidente de anoche.
– ¿Ah, sí? ¡Muy bien! Algo es algo, aunque supongo que eso significa que recaen más sospechas sobre nosotras, pobrecitas, pero los hechos son los hechos. ¿Qué ruido era ese en el patio anoche, señorita Vane? ¿Y quién era el joven a quien usted tutelaba? No he querido preguntarle esta mañana en la sala de profesoras, porque tenía la impresión de que no quería que lo hiciera.
– No, no quería -respondió Harriet.
– ¿Y sigue sin quererlo?
– Como dijo Sherlock Holmes en una ocasión: «Creo que debemos pedir amnistía en ese sentido».
La decana le dirigió una centelleante mirada de astucia.
– Hay que atar cabos, y yo confío en usted.
– Pero yo iba a proponerle que se colocara una hilera de pinchos en el muro del jardín de las profesoras.
– ¡Ah! -exclamó la decana-. Bueno, no quiero enterarme de las cosas, y además, la mayoría solo son un fastidio. Quieren hacerse los héroes y las heroínas. La última semana del trimestre es la peor para escalar muros. Hacen apuestas, y tienen que pagarlas antes del final. Esos chalados… Son una pesadez, pero no podemos consentirlo.
– Me imagino que no volverá a ocurrir, al menos con esta pandilla.
– Muy bien. Hablaré con la administradora sobre lo de los pinchos…, así como quien no quiere la cosa.
Harriet se cambió de vestido mientras reflexionaba sobre las incongruencias de la fiesta a la que estaba invitada. Saltaba a la vista que el señor Pomfret se pegaba a ella para protegerse de la señorita Flaxman, y el señor Farringdon para protegerse del señor Pomfret, mientras que la señorita Flaxman, que al parecer era su anfitriona, no quería ni verla. Lástima que no pudiera embarcarse en la aventura de anexionar al señor Farringdon, para completar una perfecta pescadilla que se muerde la cola, pero era demasiado mayor y demasiado joven a la vez para emocionarse con el perfil byroniano del señor Farringdon; le resultaría más divertido mantenerse como estado tapón. Sin embargo, le guardaba suficiente rencor a la señorita Flaxman por el asunto de Cattermole para ponerse un traje de chaqueta de excelente corte y un sombrero elegante pero anodino antes de dirigirse al primer punto de su agenda vespertina.
No tuvo gran dificultad para encontrar la escalera del señor Pomfret, y aún menos para encontrar al señor Pomfret. Mientras ascendía las antiguas y oscuras escaleras, pasaba junto a la puerta entornada de un tal señor Smith, la puerta cerrada a cal y canto de un tal señor Banerjee y la puerta abierta de un tal señor Hodges, que al parecer celebraba una ruidosa fiesta con un montón de amigos varones, oyó una disputa en el rellano de arriba, y de repente divisó al señor Pomfret, en el umbral de la puerta de su habitación, discutiendo con un hombre que estaba de espaldas a la escalera.
– Por mí, se puede ir al mismísimo infierno -dijo el señor Pomfret.
– Muy bien, señor -replicó el hombre de espaldas-, pero ¿y si le voy con el cuento a la señorita? Si voy y le cuento que lo he visto empujándola por el muro…
– ¡Que se vaya usted al diablo! -exclamó el señor Pomfret-. ¡Cállese de una vez!
En aquel momento Harriet llegó al último escalón y su mirada se cruzó con la del señor Pomfret.
– ¡Ah! -dijo el señor Pomfret, sorprendido. Y dirigiéndose a aquel hombre, añadió-: Lárguese, que tengo cosas que hacer. Ya volverá otro día.
– Vaya, vaya, conque todo un caballero, ¿eh, señor? -dijo aquel hombre con un tono muy desagradable.
Tras pronunciar estas palabras se dio la vuelta, y Harriet se quedó pasmada al reconocer su cara.
– ¡Pero hombre, Jukes! -dijo Harriet-. ¿Cómo usted por aquí?
– ¿Conoce usted a este tipo? -preguntó el señor Pomfret.
– Claro que sí -contestó Harriet-. Fue conserje de Shrewsbury, y lo echaron por pequeños hurtos. Espero que se haya enderezado, Jukes. ¿Cómo está su esposa?
– Bien -replicó Jukes malhumorado-. Ya volveré.
Hizo ademán de bajar la escalera, pero Harriet había puesto su paraguas de tal manera que le cortaba la retirada.
– ¡Eh, un momento! -exclamó el señor Pomfret-. Vamos a ver qué pasa aquí, ¿de acuerdo?
Estiró un brazo y atrajo con fuerza hacia el umbral a Jukes, que se resistió.
– No puede volver con esa vieja historia -dijo Jukes con desdén, mientras Harriet los seguía, cerrando la puerta de golpe-. Eso está acabado y requeteacabado, y no tiene nada que ver con el otro asuntillo que he mencionado.
– ¿De qué se trata? -preguntó Harriet.
– Este canalla ha tenido la desfachatez de venir a decirme que sí no le pago para que mantenga su asquerosa boca cerrada, informará sobre lo que ocurrió anoche.
– Chantaje -dijo Harriet muy interesada-. Es un delito grave.
– Yo no he hablado de dinero -repuso Jukes, ofendido-. Lo Único que he hecho ha sido decirle a este caballero lo que había visto y que no debía haber pasado y que me estaba dando vueltas en la cabeza. Él me dice que me vaya al infierno, así que yo se lo voy a contar a la señorita, porque me remuerde la conciencia, a ver si me entiende.
– Muy bien -dijo Harriet-. Aquí estoy. Adelante. -Jukes se quedó mirándola-. Supongo que vio anoche al señor Pomfret ayudándome a saltar el muro de Shrewsbury, porque había olvidado la llave. Y por cierto, ¿qué hacía usted ahí fuera? ¿Merodeando con intención de cometer alguna fechoría? Entonces es probable que también me viera cuando salí, le di las gracias al señor Pomfret y le pedí que viniera a ver los edificios del colegio a la luz de la luna. Si esperó lo suficiente, también vería cuando le abrí la puerta. ¿Y qué?
– Pues menudos tejemanejes, me parece a mí -contestó Jukes, desconcertado.
– Es posible -dijo Harriet-. Pero si las antiguas alumnas deciden entrar en su college de una forma heterodoxa, no veo quién Puede impedírselo. No usted, desde luego.
– No me creo ni una palabra -replicó Jukes.
– Allá usted -dijo Harriet-. La decana nos vio al señor Pomfret y a mí, así que ella sí se lo creerá. Y a usted, ¿quién lo va a creer? ¿Por qué no le ha contado a este hombre toda la historia desde el principio para tranquilizar su conciencia, señor Pomfret? Por cierto, Jukes, acabo de decirle a la decana que debería poner pinchos en ese muro. A nosotros nos vino bien, pero no es lo suficientemente alto para impedir la entrada de ladrones y otras personas indeseables. Así que no le va a servir de gran cosa seguir merodeando por allí. Recientemente han desaparecido un par de cosas de algunas habitaciones -añadió, sin faltar por completo a la verdad-. De modo que convendría poner vigilancia especial en esa carretera.
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