– Desde luego -respondió Harriet, un tanto distraída-. Claro que sí. Ya les encontraré yo otro sitio. Me imagino que no les habrá oído ni a Jukes ni a su esposa comentar nada que haga pensar que… bueno, que estaba robando en el college o que albergaba resentimientos contra las profesoras…
– Yo no hablo mucho con Jukes, señora, y si la señora Jukes supiera algo, no me contaría nada. No estaría bien. Es su marido, y tiene que ponerse de su parte. Yo lo comprendo, pero si Jukes se está portando mal, tendré que buscar otro sitio para las niñas. Le estoy muy agradecida por habérmelo comentado, señora. Iré por allí el miércoles, que tengo la tarde libre, y aprovecharé para avisarlos. ¿Puedo preguntarle si usted le ha dicho algo a Jukes, señora?
– He hablado con él y le he dicho que si sigue rondando por aquí tendrá que vérselas con la policía.
– Me alegro de que me lo diga, señora. No está nada bien que venga aquí así como así. De haberlo sabido, no habría sido capaz de dormir. Creo que habría que pararle los pies.
– Desde luego que sí. Por cierto, Annie, ¿ha visto usted a alguien en el college con un vestido de estas características?
Harriet cogió el vestido negro estampado de la silla que estaba a su lado Annie lo examinó detenidamente.
– No, señora, no que yo recuerde. Quizá lo sepa una de las doncellas que lleva aquí más tiempo que yo. A lo mejor Gertrude, que atiende el comedor. ¿Quiere usted preguntarle?
Pero Gertrude no pudo prestar ayuda. Harriet les pidió que se llevaran el vestido e interrogaran al resto del personal. Así lo hicieron, sin ningún resultado. Tampoco con la indagación entre las alumnas se logró identificar a la propietaria del vestido, que fue devuelto sin que nadie lo hubiera reconocido ni reclamado. Un enigma más. Harriet llegó a la conclusión de que debía de ser una prenda de la autora de los anónimos, pero en tal caso, tendría que haberla llevado al college y haberla escondido hasta el momento de su teatral aparición en la capilla, porque si alguien se lo hubiera puesto en el college, resultaba prácticamente inconcebible que nadie lo reconociera.
Ninguna de las coartadas que obedientemente presentaron las profesoras era a toda prueba. Nada sorprendente; más sorprendente habría sido que lo fueran. Solo Harriet (y naturalmente el señor Pomfret) conocían la hora exacta para la que se necesitaba la coartada, y aunque muchas personas podían demostrar que tenían las espaldas cubiertas hasta medianoche, todas se encontraban virtuosamente en sus habitaciones, acostadas, o eso aseguraban, antes de la una menos cuarto. Y aunque examinaron el cuaderno del conserje y los permisos de salida nocturna y se interrogó a todas las alumnas que podrían haber estado cerca del patio a medianoche, nadie había observado conductas sospechosas con togas, almohadas ni cuchillos de pan. Delinquir era muy fácil en un sitio así. El college era demasiado grande, demasiado abierto. Aunque alguien hubiera visto una figura cruzando el patio con una almohada o, ya puestos, con sábanas, mantas y un colchón, no le habría extrañado. Alguna persona robusta y entusiasta del aire libre durmiendo a la intemperie: esa habría sido la conclusión más natural.
Irritada, Harriet fue a la Biblioteca Bodleiana y se enfrascó en sus investigaciones sobre Le Fanu. Al menos allí sabías qué investigabas.
Sentía tal necesidad de algo que la tranquilizara que por la tarde fue a Christ Church para asistir a los oficios de la catedral. Había estado de compras (entre otras cosas había adquirido una bolsa de merengues para agasajar a las alumnas que había invitado a una pequeña fiesta en su habitación horas más tarde), y hasta que se cargó los brazos de paquetes no se le ocurrió la idea de la catedral. No le quedaba de camino, pero los paquetes no pesaban demasiado. Cruzó por Carfax, contrariada por el moderno ajetreo de los coches y las complicaciones de los semáforos, y se sumó a los escasos peatones que caminaban con paso ligero por Saint Aldate y atravesaban el gran patio inacabado de Wolsey, entregados a la misma piadosa misión que ella.
Había un ambiente grato y tranquilo en la catedral. Se quedó un ratito en su asiento después de que se vaciara la nave y hasta que el organista acabó el solo. Después salió lentamente, torció a la izquierda por la tarima con la vaga idea de volver a contemplar la gran escalinata y el vestíbulo, y de repente una figura delgada con traje gris salió a tal velocidad de una puerta oscura que se topó de manos a boca con ella, estuvo a punto de derribarla y los paquetes salieron volando cada uno por su lado.
– ¡Caray! -exclamó una voz cuya inesperada familiaridad aceleró los latidos del corazón de Harriet-. ¿Le he hecho daño? Si es que voy por ahí empujando y chocándome como un abejorro en un frasco. ¡Si seré patán! Por favor, diga que no le he hecho daño, porque si no, ahora mismo voy y me ahogo en Mercurio.
Extendió el brazo con el que no sujetaba a Harriet y señaló vagamente el estanque.
– En absoluto, gracias -contestó Harriet, reponiéndose.
– Gracias a Dios. Es mi día aciago. Acabo de tener una entrevista sumamente desagradable con el vicedecano. ¿Hay algo que pueda romperse en los paquetes? ¡Mire! Se ha abierto la bolsa y se han caído los chismes esos por las escaleras. No se mueva, por favor. Quédese aquí, pensando insultos para mí, mientras yo los recojo uno por uno, de rodillas, entonando el mea culpa .
Dicho y hecho.
– Me temo que los merengues no han mejorado precisamente. -Alzó la mirada con expresión contrita-. Pero si dice que me Perdona, sacaremos otros de la cocina… ya sabe, los auténticos, especialidad de la casa y tal.
– No se moleste, por favor -dijo Harriet.
No era él, por supuesto. Era un chico de veintiuno o veintidós años como mucho, con una mata de pelo ondulado que le caía sobre la frente y un rostro hermoso e insolente, rebosante de encanto, si bien premonitoriamente débil alrededor de los curvados labios y de las cejas de arcos pronunciados, pero el color del pelo era igual… el amarillo pálido de la cebada madura, y la voz suave, arrastrada, la palabra fácil y las sílabas sincopadas, la sonrisa rápida, ladeada y, sobre todo, las manos, preciosas, sensibles, que devolvían hábilmente los «chismes» a su bolsa.
– Todavía no me ha llamado nada -dijo el joven.
– Pero creo que casi podría ponerle nombre -replicó Harriet-. ¿No es… familiar de Peter Wimsey?
– Pues sí -contestó el joven, sentándose sobre los talones-. Es mi tío, y muchísimo más complaciente que el típico judío -añadió, como si se le hubiera ocurrido una triste asociación de ideas-. ¿Nos hemos visto en alguna parte, o simplemente lo ha adivinado? No cree que soy como él, ¿verdad?
– Cuando empezó a hablar, por un momento pensé que era su tío. Sí, se parece mucho a él, en algunos sentidos.
– Pues a mi mater le partiría el alma -dijo el joven, sonriendo-. El tío Peter no goza de muchas simpatías, pero ojalá estuviera aquí. Resultaría sumamente útil en este momento, pero al parecer se ha largado a no sé sabe dónde, para variar. Es como un gato misterioso, ¿verdad? Me imagino que lo conoce… No recuerdo bien esa trivialidad sobre lo pequeño que es el mundo, pero ya me entiende. ¿Dónde está ese viejo zorro?
– En Roma, según creo.
– Cómo no. Eso significa una carta. Es terriblemente difícil resultar persuasivo por carta, ¿no le parece? O sea, hay que explicar tantas cosas, y cuando se trata de ponerlo sobre el papel, el tan celebrado encanto de la familia no funciona demasiado bien.
Le dedicó a Harriet una sonrisa franca y seductora mientras recuperaba un último penique que había salido rodando.
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