Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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Permaneció unos minutos temblando encima de la torre, mientras recuperaba los sentidos lentamente. Al final la sangre le volvió a correr por todas las venas, Wimsey consiguió, poco a poco, ponerse de rodillas y se agarró a la veleta. Estaba rodeado de una enorme tranquilidad. La luna brillaba en el cielo y, a través de las almenas, se veían los pantanos inundados como si fueran un cuadro en movimiento, como el mar visto desde el ojo de buey de un barco, y la torre se movía al ritmo de las campanas.

Todo un mundo había quedado debajo de una sábana de agua. Se puso de pie y miró al horizonte. Al sureste, la torre de St Stephen se levantaba sobre una oscura plataforma de tierra, como el mástil de un barco que se hunde. En todas las casas había luz; St Stephen estaba resistiendo la tormenta. Al oeste, la delgada línea de los ferrocarriles se alejaba hacia Little Dykesey, todavía intacto aunque peligrosamente acechado. Al sur, St Peter, cuyos techos y agujas se dibujaban sobre el horizonte plateado, era el centro de la gran inundación. St Paul, a los pies de la torre, estaba vacío y abandonado, esperando su destino. Al este, una delgada línea señalaba el curso del Potters Lode Bank y, mientras Wimsey lo observaba, desapareció debajo de la marea. El curso río Wale ya no se veía pero, allá a lo lejos, se distinguía una pálida raya que señalaba dónde se encontraban el agua desbordada y el mar. Hacia el interior y el oeste el agua seguía creciendo. Hacia la costa y el este, adonde miraba el pollo dorado de la veleta, ya afrontaban el peligro. En algún lugar de ese tranquilo mar de agua dulce yacían los cuerpos rotos de Will Thoday y su compañero, junto con todo lo que el río había ido arrastrando. La tierra había reclamado lo que era suyo.

Una detrás de otra, las campanas se fueron apagando. Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity y Batty Thomas descansaron y, cuando todo estaba en silencio, Sastre Paul tocó los nueve sastres por las dos almas que se habían ido con la noche. Las solemnes notas del órgano sonaron.

Wimsey bajó de la torre. Hezekiah Lavender estaba en la sala de las campanas tirando de la cuerda. Se oyó la voz del párroco, suave y musical, que acariciaba las alas de los dorados querubines.

– Ilumina la oscuridad…

Tercera Parte

Las campanas se aquietan

El monstruo de bronce lo había matado.

The Rosamonde

Julian Sermet

El río Wale inundó durante catorce días los Fenchurches. El agua cubría todo St Stephen y la línea de ferrocarriles estaba bajo veinte centímetros de agua, de modo que los trenes pasaban muy lentamente provocando una pequeña ola a izquierda y a derecha. St Peter fue la localidad más afectada, ya que el agua llegó hasta las ventanas de los segundos pisos. En St Paul, el agua había alcanzado los dos metros y medio, excepto en el montículo donde estaban la iglesia y la vicaría, que habían quedado a salvo.

La organización del párroco funcionó de maravilla. Tuvieron víveres para los tres primeros días, y después el servicio de botes de emergencia traía comida fresca desde las ciudades vecinas. En la iglesia se inició una vida muy curiosa, como si estuvieran en una isla, que adquirió ritmo propio con el paso de los días. Cada mañana se anunciaba con un repique de campanas, que hacía que los granjeros salieran fuera a ordeñar las vacas. Traían agua caliente de la vicaría con abrevaderos con ruedas. Se sacudían las sábanas y se guardaban debajo de los bancos; se retiraba la lona que, durante la noche, separaba a los hombres y a las mujeres y se celebraba un pequeño servicio de himnos y oraciones para empezar a preparar las cosas en la capilla de mujeres. El desayuno se cocinaba siguiendo las instrucciones de Bunter y miembros del Instituto de Mujeres lo repartían por los bancos, y después todo el mundo se ponía a trabajar. En la nave sur se impartían las clases, lord Peter Wimsey organizaba juegos en el jardín de la vicaría, los ganaderos cuidaban a los animales, los propietarios de gallinas metían todos los huevos en una cesta común, la señora Venables presidía un club de costura en la vicaría. Había dos radios: una en la vicaría y otra en la iglesia, que entretenían a la gente y cuyas baterías se recargaban continuamente con un sistema que los Wilderspin conectaron al Daimler de lord Peter. Tres noches a la semana se dedicaban a los conciertos y las charlas, organizadas por la señora Venables, la señorita Snoot y los coros combinados de St Paul y St Stephen, con la ayuda de la señorita Hilary y Bunter. Los domingos, la actividad se iniciaba con una celebración matinal, seguida de una misa común conducida por los dos párrocos anglicanos y los dos ministros protestantes. Se celebró una boda, que estaba fijada para uno de los días que estuvieron encerrados, y fue la ocasión perfecta para que todos se vistieran de gala; y también nació un niño al que bautizaron como Paul (por la iglesia) Christopher (porque St Christopher era el santo de los ríos y las inundaciones), aunque el párroco tuvo que pelear para hacer desistir a los padres en su empeño por llamarlo «Inundación Van Leyden».

Al decimocuarto día, Wimsey, que salió a darse un baño en lo que antes había sido una calle, vio que el nivel del agua había bajado treinta centímetros y volvió, agitando con la mano una rama de laurel que había cogido del jardín de una casa, como el sustituto más cercano al olivo. Ese día tocaron un carrillón muy alegre de Kent Treble Bob Major y, desde el otro lado de las tierras inundadas, escucharon la respuesta de las campanas de St Stephen.

– El olor -dijo Bunter, mirando el desierto de destrozos y algas en lo que se había convertido St Paul- es muy desagradable, milord, incluso me atrevería a decir que no es higiénico.

– Tonterías, Bunter -dijo Wimsey-. En el sur lo llamarían ozono y pagarían mucho dinero por poder respirarlo.

Las mujeres del pueblo se hacían cruces del trabajo que les costaría limpiar y ordenar las casas, y los hombres se quejaban de cómo habían quedado los campos.

Los cuerpos de Will Thoday y John Cross aparecieron en St Stephen, hasta donde los había arrastrado la corriente. Los enterraron bajo la sombra de la torre de St Paul, con toda la solemnidad posible, repique incluido. Hasta que ambos descansaron en paz Wimsey no habló con el párroco y el comisario Blundell.

– Pobre Will -dijo-. Murió como un hombre y se llevó sus pecados con él. Seguro que no quería hacerle mal a nadie, pero creo que quizá se imaginó cómo había muerto Deacon y se sintió responsable. Aunque ahora ya no tenemos que buscar al asesino.

– ¿Qué quiere decir, milord?

– Porque -dijo con una amarga sonrisa- los asesinos de Geoffrey Deacon ya están colgados, y muy por encima del infierno.

– ¿Asesinos? -preguntó el comisario-. ¿Más de uno? ¿Quiénes fueron?

– Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul.

Se hizo un largo silencio. Wimsey añadió:

– Debería haberlo adivinado. Creo que se dice de la Catedral de San Pablo que cuando uno entra en la sala de las campanas mientras tocan un carrillón, no sale vivo. También sé que si la noche que tocaron la alarma hubiera estado diez minutos más allí arriba, también yo estaría muerto. No sé de qué, si de una apoplejía o un infarto, de lo que sea. Estoy seguro que aquella nota tan aguda habría roto una jarra de cristal. Sé que ningún ser humano podría resistir el ruido de las campanas durante más de un cuarto de hora, y Deacon estuvo allí encerrado y atado durante nueve interminables horas el día de Nochevieja.

– ¡Dios mío! -exclamó el comisario-. Entonces, cuando usted dijo que podía haberlo matado el párroco, Hezekiah Lavender o usted mismo, tenía razón.

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