En este punto del relato se estremeció.
– Aquello fue lo peor, señor. Y las manos. Yo lo había reconocido por las manos, así que también podría hacerlo cualquiera. Saqué la navaja y… ¡bueno, ya saben!
– «Con las grandes pinzas del azúcar le pellizcaron los dedos» -citó con ligereza, Wimsey.
– Exacto, milord. Las envolví con los papeles y me las metí en los bolsillos. Pero la cuerda y el sombrero los tiré al viejo pozo. Luego tapé la tumba, volví a colocar las coronas lo mejor que pude y limpié las herramientas. Aunque, para serles sincero, les diré que no me hacía ninguna gracia devolverlas a la cripta. Todos esos ángeles dorados con los ojos abiertos en la oscuridad, y el viejo abad Thomas ahí tendido. Cuando pisé un trozo de carbón y el crujido resonó por toda la iglesia, noté que tenía el corazón en la garganta.
– Harry Gotobed debería tener más cuidado con el carbón -dijo Wimsey-. Y no lo digo por decir.
– Notaba que lo que llevaba en los bolsillos me quemaba. Volví a entrar en la iglesia y miré las estufas, pero estaban todas apagadas. No me atreví a dejar nada dentro. Luego tuve que subir al campanario otra vez para limpiarlo. Había cerveza por el suelo. Por suerte, Harry Gotobed se había olvidado un cubo de agua en la cripta, así que no tuve que ir al pozo a buscarla, aunque a menudo me he preguntado si Gotobed lo echó de menos al día siguiente. Lo dejé todo lo más limpio que pude, volví a colocar las tablas de madera en su sitio y me llevé las botellas de cerveza…
– Has dicho dos botellas -dijo Wimsey-. Pero había tres.
– ¿Ah, sí? Sólo vi dos. Lo volví a cerrar todo con llave y luego pensé qué haría con las llaves. Al final decidí dejarlas en la sacristía, porque me pareció un lugar donde cabía la posibilidad de que el párroco se las hubiera olvidado; todas menos la de la puerta, que la dejé en el cerrojo. Fue lo único que se me ocurrió.
– ¿Y el paquete?
– ¡Ah, eso! Los papeles y el dinero me los quedé, pero las… esas cosas… las tiré al dique de los diez metros, junto con las botellas, a unos doce kilómetros de Fenchurch. Los papeles los quemé cuando llegué a Londres. En la pensión King's Cross había un buen fuego y poca gente alrededor. Pensé que nadie los buscaría allí. No sabía qué hacer con el abrigo de Will, así que se lo envié por correo con una nota que decía: «Gracias por el préstamo. Me he deshecho de lo que dejaste en el campanario». No podía ser más claro, por miedo a que Mary abriera el paquete y leyera la nota.
– Yo tampoco podía escribirte demasiado, por la misma razón -intervino Will-. Pensé que de algún modo te habías librado de Deacon. Jamás pensé que podía estar muerto. Además, Mary suele leer mis cartas y luego añade algunas cosas ella misma. Así que te escribí diciendo: «Muchas gracias por todo lo que has hecho por mí», que podía entenderse como un agradecimiento por cuidarme mientras estuve enfermo. Cuando vi que en el bolsillo habías dejado el dinero, supuse que te las habrías apañado solo, así que volví al banco a ingresarlo otra vez. Se me hizo raro que de pronto dejaras de escribir, pero ahora lo entiendo todo.
– No podía ser el mismo, Will -dijo Jim-. No te culpaba, pero la situación no era fácil. ¿Cuándo descubriste lo que había pasado?
– Cuando apareció el cadáver. Tendrás que perdonarme, Jim, pero, claro, yo pensé que habías sido tú y, no sé… yo tampoco podía ser el mismo. Sólo deseaba que hubiera muerto de forma natural.
– Pero no fue así -dijo Parker, pensativo.
– Entonces, ¿quién lo mató? -preguntó Jim.
– Estoy seguro de que tú no fuiste -respondió el detective-. Lo sé porque si lo hubieras matado, no habrías negado con tanta rotundidad la posibilidad de que muriera de frío. Y tampoco creo que fuera tu hermano, aunque los dos sois cómplices de los hechos del asesinato de Deacon, y todavía no estáis exculpados del todo, no creáis. Lo pasaríais muy mal si se iniciara un procedimiento judicial. Sin embargo, y es una opinión personal, os creo.
– Gracias, señor.
– ¿Y qué hay de la señora Thoday? La verdad, por favor.
– Está bien, señor. Estaba preocupada, no se lo negaré, porque me notaba muy extraño. Sobre todo después del descubrimiento del cadáver. Pero sólo empezó a atar cabos cuando vio la carta que milord le enseñó. Me lo preguntó y yo le expliqué parte de la verdad. Le dije que sabía que Deacon era el hombre muerto y que alguien, que no era yo, lo había matado. Y ella supuso que Jim tenía algo que ver en todo este asunto. Yo le dije que era posible, pero que debíamos mantenernos unidos y evitarle problemas a Jim. Ella estuvo de acuerdo, pero me advirtió que tendríamos que volver a casarnos porque estábamos viviendo en pecado. Es una buena mujer y no pude quitarle la idea de la cabeza, así que accedí y ya lo teníamos todo arreglado para casarnos en Londres sin hacer ruido cuando nos encontraron.
– Sí -dijo Blundell-. Tienes que darle las gracias a milord. Parecía que lo sabía todo, y desgraciadamente tuvo que deteneros. Pensaba que la persona que se había deshecho de Deacon tenía que hacer sonar la marcha nupcial y llenar el pasillo de flores.
– Comisario, ¿hay alguna razón por la que no puedan casarse, ahora?
– No lo sé -contestó Blundell-. Si están diciendo la verdad, no. Puede que se inicie un procedimiento judicial, porque todavía no os habéis librado del todo, pero no veo ningún impedimento para que puedan casarse. Tenemos su versión y no creo que la pobre Mary pudiera añadir gran cosa.
– Muchas gracias, señor -repitió Will.
– Aunque, respecto a quién mató a Deacon -dijo el comisario-, todavía no sabemos nada. A menos que fuera el Loco o, después de todo, Cranton. Creo que éste es el caso más extraño en el que he trabajado. Estos tres individuos, entrando y saliendo del campanario, uno detrás de otro… hay algo detrás de todo esto que se nos está escapando. Y vosotros dos -dijo, dirigiéndose a los hermanos-, será mejor que no digáis nada de esto a nadie. Algún día tendrá que salir a la luz, eso es inevitable, pero si lo vais diciendo por ahí y obstruís nuestro trabajo, os detendremos y os acusaremos de asesinato. ¿Lo habéis entendido?
Empezó a cavilar algo mientras se mordía el bigote con los dientes amarillentos.
– Será mejor que vaya a casa e interrogue al Loco -dijo algo desanimado-. Si fue él, ¿cómo lo hizo? Eso es lo que me tiene confundido.
Un carrillón completo de
Kent Treble Bob Major
(Tres partes)
5-376
Después de la primera parte:
65432
34562
23645
35642
42356
Campana guía: la octava
Tócala por delante, un doble por el medio, un doble por detrás y al centro; un doble por detrás y un doble en el centro; un doble en el medio, por detrás y un doble en el centro; delante, un doble por el medio, detrás y un doble en el centro; delante, un doble por el medio y un doble por detrás. Repetir dos veces.
J. Wilde
Las aguas se desbordan
De los animales puros, y de los animales que no son puros, y de las aves, y de todo lo que repta por el suelo, sendas parejas de cada especie entraron con Noé en el arca.
Génesis 7, 8-9
La memoria pública es breve. El asunto del cadáver en el cementerio se olvidó, las semanas pasaron y las revistas sensacionalistas se olvidaron del caso; sólo se acordaba de Deacon el comisario Blundell y los habitantes de Fenchurch St Paul. Consiguieron que la prensa no se enterara del descubrimiento de las esmeraldas ni de la segunda boda de los Thoday. Sólo lo sabían la policía, lord Peter Wimsey y el señor Venables, y ninguno de ellos tenía intención de hacerlo público.
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