Berenice
Edgar Allan Poe
El único problema fue que los dos testigos que hasta entonces apenas habían dicho nada, ahora sólo querían hablar y lo hacían los dos a la vez. El inspector jefe Parker tuvo que hacerlos callar.
– De acuerdo -dijo-. Los dos sospechabais del otro y lo habéis estado encubriendo. Eso lo hemos entendido. Ahora que eso está claro, vayamos a la historia. Primero William.
– Bueno, señor -respondió Will muy acelerado-, no sé si le diré nada nuevo, porque parece que lord Wimsey ha ido atando cabos. No le hablaré de lo que sentí la noche que me dijo lo que yo había hecho, pero le diré una cosa, y quiero que quede muy claro: mi pobre mujer nunca supo nada, porque ya me encargué yo de mantenerla al margen desde un buen principio. Hizo una pausa con aire reflexivo, y continuó: -Empezaré por el principio, la noche del 30 de diciembre. Volvía a casa tarde porque había ido a ver una vaca enferma en el establo de sir Henry y, cuando pasé por delante de la iglesia, vi a alguien que merodeaba por allí y que entraba en el templo. Era una noche muy oscura, claro, pero, si se acuerdan, había empezado a nevar y vi algo que se movía detrás de la nieve. Pensé que sería el Loco que volvía a rondar solo por la noche y que sería mejor que entrara y lo acompañara a casa. Así que entré, me acerqué a la puerta y vi huellas que seguían el camino que lleva hasta el porche. Me detuve y dije: «¡Hola!». Pensé que aquello era muy extraño, ¿dónde se había metido el Loco? Caminé por fuera de la iglesia y, al final, vi una luz que se movía y que se dirigía hacia la sacristía. Entonces pensé que debía ser el párroco. O no. Así que volví a la puerta y vi que en el cerrojo no había ninguna llave, que era lo normal cuando el párroco estaba dentro. La abrí, entré y oí movimiento detrás del cancel. Avancé lentamente para no hacer ruido, porque como venía del campo llevaba botas de goma, y cuando di la vuelta al cancel vi una luz y oí que había alguien en la sacristía. Entré y me encontré con un tipo que estaba subido a la escalera que Harry Gotobed utiliza para limpiar las lámparas. La había apoyado en la pared y estaba de espaldas a mí, y encima de la mesa vi una linterna y algo que no debía estar allí: una pistola. La cogí y dije alto y claro: «¿Qué está haciendo aquí?». El se giró de golpe y alargó la mano hacia la mesa. Le dije: «No lo haga. Tengo su pistola y sé cómo utilizarla. ¿Qué quiere?». Entonces me empezó a explicar la historia de que no tenía trabajo y que buscaba un lugar para pasar la noche, y yo le dije: «No me lo creo. ¿Y para qué quiere la pistola? Levante las manos. A ver qué más lleva encima», Le registré los bolsillos y encontré un juego de copias de las llaves de la iglesia. «De acuerdo, amigo, ya he tenido bastante. Voy a llamar a la policía», le dije. Entonces me miró y se echó a reír. Me contestó: «Piénsalo dos veces, Will Thoday». Y yo le pregunté: «¿Cómo sabe mi nombre?», pero luego lo miré mejor y dije: «¡Por Dios, es Jeff Deacon!». Y él respondió: «Sí, y tú eres el que está casado con mi mujer». Y volvió a reírse. Entonces entendí lo que implicaría denunciarlo a la policía.
– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Wimsey-. Cranton no pudo decírselo.
– ¿Es el otro tipo? No, él me dijo que no había venido a buscar a Mary, pero que cuando oyó a alguien de Leamholt comentarlo, prefirió primero echar una ojeada. No entendía para qué había vuelto a Fenchurch, y él tampoco quiso decírmelo. Ahora ya sé que vino a buscar las esmeraldas. Me dijo que si no decía nada, me lo recompensaría, pero le dije que no haría negocios con él. Le pregunté dónde había estado, pero se limitó a reírse a carcajadas y dijo: «No te importa». Le pregunté qué había venido a buscar a Fenchurch y él dijo que dinero. Yo supuse que quería hacerle chantaje a Mary. Aquello me enfureció aún más y, cuando estaba a punto de llamar a la policía, pensé en Mary y en las niñas y vi claro que no podía hacerlo, no podríamos soportarlo. Sé que no hice bien, pero cuando pensaba en todas las habladurías que se habían creado cuando se produjo el robo, supe que no quería que mi mujer volviera a pasar por lo mismo. Él sabía lo que estaba pensando, el desgraciado, y estaba allí de pie sonriendo.
Hizo otra pausa para retomar aliento y continuó:
– Así que, al final, hicimos un trato. Le dije que lo escondería y le daría dinero para que se marchara del país, pero luego me pregunté qué haría con él. Le había quitado las copias de las llaves, sí, pero no me fiaba ni un pelo, y no quería salir de la iglesia con él por si se abalanzaba sobre alguien. Y entonces se me ocurrió dejarlo en la sala de las campanas. Le dije lo que había pensado y él estuvo de acuerdo. Pensé que podría conseguir las llaves de casa del párroco así que, mientras yo estaba fuera, lo metí en el armario de las sobrepellices y lo encerré. De repente se me ocurrió que podría romper la puerta y escaparse, así que fui al baúl de las cuerdas viejas, cogí una y lo até. No me creí la historia que me dijo de que buscaba un sitio dónde dormir. Creía que lo que quería era robar en la iglesia. Y además, si me iba y lo dejaba allí, ¿qué le impediría salir y esconderse en algún sitio para golpearme cuando yo volviera? Yo no tenía llave de la puerta de la iglesia y podría haberse escapado.
– Que para ti habría sido toda una suerte -dijo el señor Blundell.
– Sí, siempre que no se lo encontrara otra persona. Bueno, conseguí las llaves. Le expliqué una historia al párroco, que debió sonar muy absurda porque el pobre hombre estaba muy sorprendido. No hacía más que decirme que tenía mala cara e insistía en que me tomara una copa de oporto. Mientras lo fue a buscar, cogí las llaves del clavo que cuelga detrás de la puerta. Ya sé lo que van a decir: ¿y si no hubieran estado en su sitio, como suele ser habitual? Bueno, entonces lo habría intentado con Jack Godfrey o habría cambiado de planes, pero como estaban allí, no me preocupé por lo que podría hacer de no encontrarlas. Regresé a la iglesia, desaté a Deacon y lo hice subir al campanario delante de mí, como si llevara a un cerdo al mercado. No fue difícil porque tenía la pistola en la mano.
– ¿Y lo ataste a una viga de la sala de las campanas?
– Sí, señor. ¿Qué habría hecho usted? Imagínese subiendo allí arriba por esa oscura escalera cargado de víveres, con un asesino suelto dispuesto a romperle la cabeza cuando asome por la trampilla. Lo até de modo que estuviera más o menos cómodo, aunque me costó un poco porque la cuerda era muy gruesa. Le dije: «Quédate aquí. Por la mañana te traeré comida y en menos de veinticuatro horas estarás fuera del país». Me maldijo una y otra vez, pero no le presté ninguna atención, y a menudo pienso que fue un verdadero milagro que no lo matara allí mismo.
– Pero ¿tenías algún plan para sacarlo del país?
– Claro. El día anterior había estado en Walbeach con Jim y estuvimos hablando con un conocido suyo, un tipo bastante raro que trabajaba en un barco de mercancías holandés que estaba atracado en el pueblo.
– Es cierto, Will -dijo Jim.
– Quizá no era el mejor plan, pero era todo lo que pude encontrar en ese tiempo. Para ser sincero, no podía pensar con demasiada claridad. Sólo hacía que darle vueltas al asunto y me dolía mucho la cabeza. Supongo que eran los primeros síntomas de la gripe. No sé cómo pude pasar esa noche en casa, mirando a Mary y a las niñas y sabiendo lo que sabía. Por suerte, ella creyó que estaba preocupado por la vaca enferma de sir Henry y no me hizo preguntas o, al menos, eso es lo que yo pensaba. No pude dormir en toda la noche, sólo daba vueltas de un lado a otro de la cama, y lo único que me tranquilizaba era saber que la nieve que estaba cayendo taparía las huellas que habíamos dejado alrededor de la iglesia.
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