El comisario, que observaba a Mary, vio que ésta contraía la cara alarmada, aunque no dijo nada. Wimsey continuó implacable:
– Al día siguiente fuiste a Walbeach a sacar el dinero del banco. Pero no te encontrabas demasiado bien y, cuando volvías a casa, perdiste el conocimiento y no pudiste volver al campanario para soltar a Deacon. Lo debiste pasar muy mal. No querías confiar en tu mujer pero, claro, ahí estaba Jim.
Thoday levantó la cabeza.
– No voy a decir que sí ni que no, milord. Sólo le diré que jamás le dije ni una palabra sobre Deacon a Jim, ni una palabra. Ni él a mí. Y ésa es la verdad.
– Muy bien -dijo Wimsey-. Pasara lo que pasara, entre el 30 de diciembre y el 4 de enero alguien mató a Deacon. Y la noche del 4, alguien lo enterró. Alguien que lo conocía porque se tomó la molestia de destrozarle la cara y cortarle las manos para que nadie lo identificara. Y lo que todo el mundo querrá saber, se lo prometo, es en qué preciso momento Deacon dejó de ser Deacon para convertirse en el cuerpo. Porque ésa es la cuestión. Sabemos perfectamente que tú no pudiste enterrarlo, porque estabas enfermo, pero el asesinato es otra cosa. Verás, Thoday, no se murió de hambre. Murió con el estómago lleno. Tú no pudiste haberle llevado comida después de la mañana del 31 de diciembre. Si no lo mataste ese día, ¿quién le llevó la comida los otros días? ¿Y quién, después de haberlo alimentado y matado, lo arrastró por la escalera del campanario la noche del 4, con un testigo sentado en el tejado de la iglesia, un testigo que lo había visto y lo había reconocido? ¿Un testigo que…?
– No siga, milord -lo interrumpió el comisario-. La señora se ha desmayado.
Repique lento
¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía borbotando del seno materno, […] cuando le fijé sus límites y le puse puertas y cerrojos?
Job 38. 8-10
– No dirá nada -dijo el comisario Blundell.
– Ya lo sé -repuso Wimsey-. ¿Lo ha detenido?
– No, milord. Lo he enviado a casa y le he dicho que lo piense. Está claro que podríamos implicarlo en los dos casos con mucha facilidad. Quiero decir: protegió a un asesino, eso está claro; y ahora protege al asesino de Deacon, si no lo mató él. Aunque creo que nos irá mejor después de interrogar a James. Y sabemos que llegará a Inglaterra a finales de mes. Sus jefes han sido muy discretos. Le han dicho que tenía que volver a casa, sin darle ninguna explicación. Han contratado a otro hombre para que lo sustituya.
– ¡Perfecto! Todo esto es un poco macabro. Si alguna vez alguien se mereció una muerte violenta, estoy seguro de que fue Deacon. Si lo hubieran juzgado, la propia ley habría ordenado colgarlo, delante de todo el pueblo aplaudiendo a rabiar. ¿Por qué deberíamos colgar a un hombre decente que se ha anticipado a la ley y ha hecho el trabajo sucio por nosotros?
– Bueno, así es la ley, milord -le respondió el señor Blundell-. Y no me corresponde a mí juzgarla. En cualquier caso, no será tan fácil colgar a Will Thoday, a menos que demostremos que era cómplice en los dos casos. Deacon murió con el estómago lleno. Si Will lo mató el 30 o el 31, ¿por qué fue a Walbeach a sacar el dinero? Si Deacon estaba muerto, ya no lo necesitaba. Por otro lado, si Deacon no murió hasta el día 4, ¿quién lo alimentó durante esos días? Si James lo mató, ¿por qué se molestó en darle de comer antes? Esto no tiene sentido.
– Supongamos que había alguien que le llevaba comida a Deacon -dijo Wimsey-. Supongamos que dijo algo que enfureció a esa persona y lo mató en un arrebato, sin querer.
– Sí, pero ¿cómo lo mató? No lo apuñalaron, ni le dispararon, ni le dieron un golpe en la cabeza.
– Ah, no lo sé -dijo Wimsey-. ¡Maldito sea ese hombre! Es un estorbo, vivo o muerto, y quien sea el que lo mató, nos ha hecho un favor a todos. Ojalá lo hubiera matado yo mismo. Quizá lo hice. O el párroco. O quizá fue Hezekiah Lavender.
– No creo que fuera ninguno de ustedes -opinó el señor Blundell-. Pero pudo haber sido cualquier otro, claro. El Loco, por ejemplo. Siempre está merodeando por la iglesia de noche. Pero tendría que haber llegado hasta la sala de las campanas, y no sé cómo. Esperaremos a James. Tengo la corazonada de que tendrá muchas cosas que decirnos.
– ¿Sí? Las ostras tienen barba, pero no la mueven.
– Si hablamos de ostras, hay distintas maneras de abrirlas y, además, no tiene que tragárselas enteras. ¿No vuelve a Fenchurch?
– Ahora no. Creo que allí no podré hacer gran cosa durante un tiempo. Además, mi hermano, el duque de Denver, y yo vamos a Walbeach a inaugurar el nuevo canal Wash. Espero verlo por allí.
La única cosa interesante que sucedió durante la semana siguiente fue la repentina muerte de la señora Wilbraham. Murió por la noche sola, al parecer de muerte natural, con las esmeraldas en la mano. Había dejado un testamento que había escrito hacía quince años, en el que se lo legaba todo a su primo Henry Thorpe «porque es el único hombre honesto que conozco». El hecho de que le hubiera traspasado a su único pariente honesto el sufrimiento de los tormentos y la ansiedad durante el ínterin parecía que era lo que todo el mundo había esperado de sus enigmáticas y secretas disposiciones. Al día siguiente a la muerte de Henry Thorpe, se añadió un codicilo al testamento donde se transfería le legado a Hilary, mientras que, pocos días antes de su muerte, la señora Wilbraham añadió otro en el que dejaba estipulado que las esmeraldas, que tantos problemas habían ocasionado, tenían que ser entregadas a «lord Peter Wimsey, que parece un hombre sensible, y que ha actuado de un modo desinteresado» y, además, lo nombraba fiduciario de Hilary. Wimsey, cuando se enteró, torció el gesto. Le ofreció el collar a Hilary, pero ella no quiso ni tocarlo; le traía muy malos recuerdos. Y les costó bastante que accediera a aceptar la herencia de la señora Wilbraham. Odiaba la idea de ser la heredera y, además, quería ganarse la vida por sus propios medios.
– El tío Edward se va a poner más pesado que nunca -dijo-. Quiere que me case con algún hombre rico, y si yo quiero casarme con un pobre, me dirá que se casa conmigo por el dinero. Además, yo no quiero casarme.
– Entonces, no te cases -dijo Wimsey-. Serás una soltera rica.
– ¿Como la tía Wilbraham? ¡No, gracias!
– Claro que no. Serás una soltera rica y bonita.
– ¿Existen?
– Bueno, mírame a mí. Quiero decir, soy un soltero rico y guapo. En realidad, bastante guapo. Y ser rico es muy divertido. Al menos a mí me lo parece. No tienes que gastártelo todo en yates y fiestas, ¿sabes? Podrías construir algo, o crear una fundación, o dirigir una empresa o algo así. Si no lo coges tú, se lo llevará alguien peor, el tío Edward, por ejemplo, y seguro que no hará un buen uso de ese dinero.
– Seguro que el tío Edward lo despilfarraría -afirmó Hilary pensativa.
– Bueno, todavía tienes unos cuantos años para pensarlo -dijo Wimsey-. Cuando cumplas la mayoría de edad, podrás decidir si quieres tirarlo al Támesis. Lo que no sé es qué voy a hacer con las esmeraldas.
– Yo no quiero ni verlas. Mataron a mi abuelo y prácticamente mataron a papá, y han matado a Deacon y matarán a alguien más en breve. No las tocaría ni que me pagaran.
– Te diré lo que vamos a hacer. Las guardaré hasta que cumplas veintiún años, y entonces crearemos el Comité de Deshechos de la Herencia Wilbraham y haremos algo emocionante con todo lo que tengamos.
Hilary estuvo de acuerdo, pero Wimsey estaba deprimido. Según él, su intervención no había ayudado a nadie y sólo había creado más problemas. Había sido una mala suerte encontrar el cadáver de Deacon. Molestaba a todos.
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