– ¿La trampilla estaba abierta?
– Sí, y subí. No me gustaba ni un pelo. Cuando llegué a la siguiente sala, ¡Dios mío! El aire estaba enrarecido. No se oía nada, pero era como si hubiera un montón de gente alrededor. ¡Y qué oscuro! Era una noche muy cerrada y llovía a cántaros, pero jamás había visto algo tan oscuro como aquella sala. Además, tenía la sensación de que había cientos de ojos fijados en mí. Al cabo de un rato, cuando me tranquilicé un poco, encendí la linterna. ¿Han estado alguna vez allí arriba? ¿Han visto las campanas de cerca? En general, no me dejo llevar por la cabeza, pero había algo en esas campanas que me hacía estremecer.
– Sé a lo que se refiere -dijo Wimsey-. Es como si, en cualquier momento, se te fueran a caer encima.
– Exacto. Usted sí que sabe a lo que me refiero. Bueno, había llegado donde quería, pero no sabía por dónde empezar. No sabía absolutamente nada sobre campanas. Además, no tenía ni idea de qué había pasado con Deacon, así que empecé a iluminar el suelo y… ¡Boom! ¡Allí estaba!
– ¿Muerto?
– Muerto como una momia. Estaba atado a una especie de poste y tenía una mirada… ¡Dios mío! No quiero volver a ver esa mirada en mi vida. Como si lo hubieran matado y se hubiera vuelto loco a la vez. No sé si me entienden.
– ¿Tenemos que suponer que no había duda de que estaba muerto?
– ¿Muerto? -dijo Cranton, riéndose-. Jamás había visto a nadie tan muerto.
– ¿Estaba rígido?
– Rígido, no. Pero estaba frío. ¡Dios! Sólo lo toqué. Estaba liado con las cuerdas y la cabeza inclinada hacia abajo. Bueno, era como si se hubiera adivinado su destino o algo peor. Porque, para ser sinceros, las campanas se mueven bastante deprisa, pero parecía que había sufrido un buen rato.
– ¿Quieres decir que tenía la cuerda alrededor del cuello? -preguntó Parker un poco impaciente.
– No. No lo habían ahorcado. No sé qué lo mató. Estaba allí mirándolo cuando oí que alguien subía a la torre. Puedo prometerles que no me quedé ahí de pie. Vi otra escalera y subí hasta que me encontré una trampilla que, supongo, daba al tejado. Me escondí detrás de la escalera y recé para que al otro tipo no se le ocurriera venir a por mí. No me atraía la idea de que me encontraran allí arriba y, además, querrían una explicación por la muerte de mi viejo amigo Deacon. Claro que podría haber dicho la verdad, que el pobre ya estaba frío cuando yo llegué, pero el hecho de que tuviera copias de las llaves en los bolsillos contradecía un poco esa coartada. Así que me quedé sentado casi sin respirar. El tipo llegó donde estaba el cadáver y empezó a dar vueltas y a resoplar, y sólo decía: «Por Dios» en voz baja. Entonces oí una especie de golpe seco y supuse que había descolgado el cuerpo y éste había caído al suelo. Luego, al cabo de un rato, se oyó algo como si estuviera haciendo un esfuerzo; luego, pasos muy lentos y pesados y un ruido como si estuviera arrastrando a Deacon por el suelo. Desde donde estaba, no podía ver nada, sólo la escalera y la pared que tenía enfrente, y él estaba al otro lado del cuarto. Oí más ruidos, unos golpes, y deduje que estaba bajando el cuerpo por la otra escalera. Desde luego, no le envidié el trabajo.
Hizo una pausa y continuó.
– Esperé y esperé detrás de la escalera, hasta que ya no se oía nada, y entonces me planteé qué iba a hacer. Intenté abrir la trampilla del tejado. Había un pestillo en la parte de dentro, así que lo abrí y salí. Estaba diluviando, pero salí, me agaché y miré hacia abajo. ¿Cuánto mide esa maldita torre? ¿Cuarenta metros? A mí me parecieron cuarenta kilómetros. Yo no escalo paredes para entrar en las casas ni bajo por las chimeneas. Miré hacia abajo y vi una luz que iba de un lado a otro, muy lejos de donde estaba yo. Les prometo que estaba agarrado con las dos manos y, aun así, tenía una sensación en el estómago como si la torre conmigo y con las campanas se fuera a desplomar. Me alegré de no ver más de lo que podía distinguir desde allí. Entonces pensé: «Está bien, Nobby, será mejor que te pongas en marcha mientras allí abajo hacen el trabajo sucio». Así que volví a entrar con cuidado, pasé el pestillo de la trampilla y empecé a bajar la escalera. Me resultaba muy extraña la oscuridad aunque, cuando encendí la linterna, deseé no haberlo hecho. Ahí estaba, con todas esas campanas a mis pies… ¡Dios, cómo las odiaba! Empecé a sudar y a temblar y se me resbaló la linterna, cayó y chocó contra una de las campanas. Jamás olvidaré el ruido que hizo. No fue muy fuerte, pero sonó con una dulzura escalofriante y amenazadora, y resonó y resonó, y el ruido se metía en los oídos. Creerán que estoy loco, pero estoy seguro de que esa campana estaba viva. Cerré los ojos y me agarré con fuerza a la escalera deseando haber escogido otra profesión, así que pueden imaginarse en qué estado me encontraba.
– Tienes demasiada imaginación, Nobby -dijo Parker.
– Espera, Charles -interrumpió Wimsey-. Espera a ver cómo reaccionas subido a una escalera en medio de un campanario oscuro. Las campanas son como los gatos y los espejos: nunca son lo que parecen. Continúa, Cranton.
– No podía reaccionar -explicó Cranton, con franqueza-. Era incapaz de hacer un solo movimiento. Aunque no fueran más de cinco minutos, se me hicieron eternos. Al final bajé, a oscuras, claro, porque había perdido la linterna. Cuando llegué al suelo, tanteé y la encontré, aunque la bombilla se había roto y no llevaba ninguna de recambio encima. Así que tuve que buscar la puerta a tientas muerto de miedo por si me caía por la escalera. Al final, la encontré y después todo fue más fácil, aunque pasé un mal rato en la escalera de caracol. Los escalones están muy desgastados y resbalaba, y el espacio entre las paredes es tan estrecho que casi no podía ni respirar. El otro tipo había dejado todas las puertas abiertas, por eso supe que volvería y no me hacía ni pizca de gracia. Cuando llegué a la iglesia, me dirigí de inmediato a la puerta. Por el camino volví a tropezar con algo que, al caer, hizo un ruido estrepitoso. Algo como un bote metálico.
– El aguamanil que está debajo de la pila -dijo Wimsey.
– Pues no deberían dejarlo allí -respondió Cranton, indignado-. Y cuando salí por el porche de la iglesia, tuve que caminar despacio y en sigilo por la gravilla. Al final llegué a la carretera y empecé a correr como un desesperado. No había dejado nada en casa de los Wilderspin, sólo una camisa que me habían prestado y un cepillo de dientes que me había comprado en el pueblo, y no iba a volver a buscarlo. Corrí y corrí, y la lluvia era horrorosa. Este país es espantoso. Cunetas y puentes en cada esquina. Pasó un coche muy deprisa y, para apartarme de la luz de los faros, retrocedí, resbalé y caí en una cuneta llena de agua. ¿Fría? Estaba congelada. Al final me escondí en un granero que había cerca de una estación de ferrocarriles hasta la mañana siguiente, en que llegó un tren y lo cogí. No me acuerdo del nombre de la estación, pero debía de estar a unos diez o quince kilómetros de Fenchurch. Cuando llegué a Londres tenía fiebre; los médicos dijeron que era fiebre reumática. Y ya ven cómo me ha dejado. Casi no lo cuento, y ojalá hubiera sido así porque ahora ya no serviré para nada nunca más. Esa es la verdad y toda la verdad, milord y agentes. Además, cuando llegué aquí y busqué la carta de Deacon, no la tenía; imaginé que se habría caído por la carretera, pero si usted me dice que la encontró en el campanario, entonces se me debió caer cuando saqué la linterna del bolsillo. Yo no maté a Deacon, aunque sabía que me costaría demostrarlo, por eso cuando vinieron la primera vez les expliqué otra historia.
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