Cuando James Thoday regresó a Inglaterra siguiendo órdenes de sus jefes, se encontró con que la policía quería interrogarlo como testigo. Era un hombre robusto, bastante más viejo que William, con los ojos azul claro y bastante reservado. Repitió lo que ya había dicho en un principio, sin demasiado énfasis y sin ofrecer detalles. En el tren de Fenchurch a Londres se había empezado a encontrar mal. Lo atribuyó a algún tipo de gripe gástrica. Cuando llegó a Londres no estaba en condiciones de viajar, y había enviado un telegrama a la empresa informando de su situación. Pasó gran parte del día junto al fuego en un hostal cerca de Liverpool Street; dijo que quizá se acordarían de él. No tenían habitaciones libres y, cuando cayó la noche, como se encontraba un poco mejor, se fue y encontró una habitación para pasar la noche. No recordaba la dirección, pero era un lugar limpio y tranquilo. Por la mañana se sintió en condiciones de continuar su viaje, aunque seguía estando muy débil. Había leído en los periódicos sobre el descubrimiento del cadáver en el cementerio, pero no sabía nada más, excepto lo que le habían dicho su hermano y su cuñada, que fue bien poco. Jamás había sospechado quién era el muerto. ¿Si le sorprendió que se tratara de Geoffrey Deacon? Por supuesto. La noticia le cayó como un jarro de agua fría. Fue un golpe muy duro para su familia.
En realidad, parecía bastante sorprendido. Aunque los músculos de alrededor de la boca se tensaron, lo que persuadió al comisario Blundell de que la sorpresa no la había causado tanto el nombre del muerto como el hecho de que la policía lo supiera.
El señor Blundell, que sabía la consideración con la que la ley protege los intereses de los testigos, le dio las gracias y continuó con la investigación. Localizaron el hostal, donde les confirmaron la historia del marinero enfermo que se pasó el día sentado junto al fuego, pero la mujer del sitio limpio y tranquilo que le había dejado una habitación al señor Thoday no fue tan fácil de localizar.
Mientras tanto, la lenta maquinaria de la policía de Londres se puso en marcha y, de entre cientos de informes, sacaron el nombre del garaje que alquiló una moto a un hombre que respondía a la descripción de James Thoday la noche del 4 de enero. El domingo la había devuelto un mensajero que había reclamado el depósito y se lo había llevado, menos la cantidad del alquiler y el seguro. No era un mensajero profesional: era un chico joven que parecía estar sin trabajo.
Al oír esto, el inspector jefe Parker, que se encargaba de la investigación en Londres, hizo una mueca. Si lograban localizar a ese individuo anónimo, sería mucha casualidad. Estaba seguro de que se había quedado con el dinero y que no querría hablar del tema con nadie.
Parker estaba equivocado. El hombre que alquiló la moto parece ser que cometió el fatal error de escoger a un mensajero honesto. Después de investigar y poner anuncios, un joven se presentó en New Scotland Yard. Dijo que se llamaba Frank Jenkins y explicó que había visto uno de los anuncios. Había estado buscando trabajo en varios sitios y, cuando había vuelto a la ciudad, se había encontrado con que la policía lo estaba buscando.
Recordaba perfectamente el episodio de la moto. En aquel momento le pareció divertido. La mañana del 5 de enero estaba cerca de un garaje en Bloomsbury buscando trabajo cuando vio que se acercaba un tipo montado en una moto. Era bajo y robusto, de ojos azules y, por la manera de hablar, parecía que era propietario de un negocio o algo así, porque hablaba con mucha convicción, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes. Sí, era posible que fuera un oficial de la marina mercantil. Era muy posible. Pensándolo mejor, tenía cierto aire de marinero. Llevaba una chaqueta de piel mojada y sucia y una gorra que le tapaba la cara. Este hombre le dijo: «Hijo, ¿quieres hacerme un trabajo?». Cuando él le respondió que sí, el hombre le preguntó: «¿Sabes conducir una moto?». Frank Jenkins le respondió: «Dígame dónde vamos, señor». En ese punto el hombre le explicó que quería que devolviera la moto a un garaje, que recogiera el depósito y que se lo llevara a la Taverna Rugby, en la esquina de Great James Street con Chapel Street, donde recibiría algo a cambio. Él hizo su parte del negocio, que no le llevó más de una hora, pero cuando llegó a la Taverna Rugby el hombre no estaba allí y, al parecer, nunca había estado. Una mujer le dijo que lo había visto caminando en dirección a Guilford Street. Jenkins esperó allí hasta media mañana, pero el hombre con la chaqueta de cuero no apareció. Entonces, Frank decidió dejarle el dinero en un sobre al propietario de la taberna con una nota que decía que no podía esperarlo más y que, como compensación por el trabajo, se había quedado media corona. Ésa fue la cantidad que le pareció justa por el trabajo que había realizado. El propietario les podría decir si alguien había reclamado el dinero.
Cuando lo interrogaron, el propietario de la taberna recordó la historia. Nadie que encajara con la descripción de James Thoday había reclamado el dinero que, después de una intensa búsqueda, apareció intacto dentro de un sobre sucio. Junto con el dinero estaba el recibo del propietario del garaje a nombre de Joseph Smith, con una dirección falsa.
El siguiente paso era, obviamente, enfrentar a James Thoday y Frank Jenkins. El mensajero identificó a James como el hombre que le había ofrecido el trabajo; James Thoday insistía, educadamente, en que debía tratarse de un error. «¿Y ahora qué?», pensó Parker.
Le trasladó la pregunta a Wimsey, que dijo:
– Creo que ha llegado la hora de jugar sucio, Charles. Intenta poner a William y a James solos en una habitación con un micrófono o algo para espiarlos. Puede que no sea ético, pero verás cómo funciona.
En esas circunstancias, los hermanos se reencontraron por primera vez desde que James se marchó el 4 de enero. La escena se produjo en una sala de espera de Scotland Yard.
– Bien, William.
– Bien, James.
Se produjo un silencio. Entonces James preguntó:
– ¿Qué saben?
– Por lo que creo, casi todo.
Otra pausa. Luego James volvió a hablar con un tono más serio.
– Muy bien. Será mejor que dejes que me inculpen a mí. No estoy casado, y tú tienes que pensar en Mary y en las niñas. Pero, por Dios, ¿no podías haberte deshecho de él sin matarlo?
– ¿Qué? -dijo William-. Eso mismo pensaba preguntarte a ti.
– ¿Quieres decir que no lo mataste tú?
– Claro que no. Habría sido una estupidez. Le había ofrecido doscientas libras para que desapareciera. Si no hubiera estado enfermo, me hubiera deshecho de él, y pensé que eso fue exactamente lo que habías hecho tú. ¡Dios mío! Cuando lo sacaron de aquella tumba, como si fuera el día del Juicio Final, pensé que ojalá también me hubieras matado a mí.
– Pero yo jamás le puse la mano encima, Will, hasta después de muerto. Me lo encontré allí, en el suelo, con esa mirada diabólica en la cara, y nunca te culpé por lo que habías hecho. Juro que nunca te culpé, Will, por ser tan tonto como para matarlo. Así que le destrocé la cara para que nadie lo reconociera. Pero, al parecer, lo han descubierto. Fue mala suerte que abrieran la tumba tan pronto. Quizá habría sido mejor que lo hubiera tirado al dique, pero era un camino muy largo y pensé que la tumba sería un lugar lo bastante seguro.
– Pero, James, entonces… si tú no fuiste, ¿quién lo mató?
En ese momento el comisario Blundell, el inspector jefe Parker y lord Peter Wimsey entraron en la sala.
Las campanas se esquivan
Entonces les hablaron de una tumba profanada […] de un cuerpo desfigurado.
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