Fueron hasta el pueblo. El párroco se asomaba peligrosamente por la ventanilla avisando a todo aquel con el que se encontraba. Desde la oficina de Correos llamó a los otros dos Fenchurches y luego se puso en contacto con el vigilante de la presa Oíd Bank. Las noticias no eran demasiado buenas.
– Lo siento, señor, pero no podemos hacer otra cosa. Si no abrimos las compuertas, el agua lo inundará todo en ocho kilómetros a la redonda. Tenemos seis grupos de hombres trabajando, pero no pueden hacer gran cosa para combatir las miles de toneladas de agua que se nos vienen encima. Y vendrá más, al menos eso dicen.
Al párroco se le notaba la desesperación en la mirada, y se dirigió hacia la dueña de la oficina de Correos.
– Será mejor que vaya a la iglesia, señora West. Ya sabe lo que tiene que hacer. Los documentos y los objetos de valor en la torre, los efectos personales en la nave. Los animales en el cementerio. Por favor, los gatos, los conejos y los cerdos, en cestas; no pueden ir por ahí corriendo sueltos. ¡Ah! Las campanas de alarma. ¡Bien! Estoy más preocupado por las granjas de las afueras que por la gente del pueblo. Bueno, lord Peter, tenemos que volver a la iglesia para poner el máximo orden posible.
El pueblo se había convertido en la viva imagen de la confusión. La gente estaba cargando muebles en los carros, llevaban a los cerdos en fila por la calle, guardaban las gallinas, cacareando y muertas de miedo, en cestos. La señorita Snoot asomó la cabeza por la puerta de la escuela.
– ¿Nos vamos ya, señor Venables?
– No, todavía no. Primero dejaremos que la gente lleve lo más pesado. Cuando sea la hora, ya le enviaré un mensaje, y entonces coja a los niños y diríjanse a la iglesia de un modo ordenado. Confíe en mí. Manténgalos distraídos pero sobre todo y bajo ningún concepto deje que se vayan a casa. Aquí están más seguros. ¡Oh, señorita Thorpe! Veo que se ha enterado.
– Sí, señor Venables. ¿Podemos hacer alguna cosa?
– Querida, ¡es tan amable! ¿Podrían quedarse usted y la señora Gates a vigilar que los niños de la escuela estén entretenidos y, más tarde, darles la merienda? Encontrará los termos en la parte de atrás. Un segundo, tengo que hablar con el señor Hensman. ¿Cómo estamos de provisiones, señor Hensman?
– Bastante bien, señor -respondió el tendero-. Lo estamos preparando para hacer lo que usted nos dijo.
– Muy bien. Ya sabe dónde tiene que ir. La sala para guardar la comida estará en la capilla de mujeres. ¿Tiene la llave de la parroquia para las tablas y los caballetes?
– Sí, señor.
– Bien, bien. Coja un recipiente para el agua potable, y no olvide hervirla primero. O use la bomba de la vicaría, si está libre. Lord Peter, volvamos a la iglesia.
La señora Venables ya se había puesto al frente de la situación. Con la ayuda de Emily y de otras mujeres de la parroquia, estaba muy ocupada separando las distintas zonas: tantos bancos para los niños de la escuela, tantos otros cerca de las estufas para los enfermos y los mayores, la zona de debajo de la torre para los muebles, un gran cartel en la pantalla que separa la capilla de la iglesia donde se leía: refrigerios. El señor Gotobed y su hijo, cargados de carbón, iban encendiendo las estufas. En el cementerio, Jack Godfrey, acompañado por otros dos hombres, construía corrales para los animales. Y al lado de la pared que separaba el suelo sagrado y el campo de la campana, un grupo de voluntarios estaban cavando unas bonitas trincheras sanitarias.
– Por Dios, señor -dijo Wimsey, impresionado-. Cualquiera pensaría que lo han hecho toda la vida.
– He pedido muchas oraciones durante estas semanas por si esta situación se producía -dijo el señor Venables-. Pero el verdadero cerebro de todo esto es mi mujer. Tiene un magnífico poder de organización. ¡Hinkins! Deja eso en la sala de las campanas, allí no estorbará. ¡Alf! ¡Alf Donnington! ¿Cómo tenemos la cerveza?
– Ya está en camino, señor.
– Perfecto; en la capilla de mujeres, por favor. Supongo que traerás alguna embotellada. Necesitaremos dos días para que los barriles se aposenten.
– Sí, señor. Tebbutt y yo nos estamos encargando de eso.
El párroco asintió, pasó por delante del despliegue de cajas del señor Hensman y salió fuera, donde se encontró con P.C. Priest, que dirigía el tráfico.
– Estamos aparcando todos los coches junto a la pared, señor.
– Muy bien. También necesitaremos voluntarios para que vayan en coche hasta las casas más alejadas y traigan a las mujeres y a los enfermos. ¿Se encargará usted?
– Sí, señor.
– Lord Peter, ¿sería tan amable de ser nuestro Mercurio particular y mantenernos informados de cómo va la presa Van Leyden?
– Encantado -dijo Wimsey-. Por cierto, espero que Bunter… ¿dónde está?
– Aquí, milord. Iba a proponerles que, si no me necesitan aquí, podría ayudar a organizar lo que sea.
– Adelante, Bunter, vaya.
– Milord, creo que en la vicaría no va a haber ningún problema inminente, así que había pensado que, con la amable ayuda del carnicero, podríamos preparar una sopa caliente y traerla hasta aquí con el abrevadero, después de haberlo escaldado, claro. Y si en algún sitio hubiera una estufa de parafina…
– Me parece perfecto, pero tenga cuidado con la parafina. No queremos salvarnos de una inundación para meternos en un incendio.
– Por supuesto que no, señor.
– Puede pedirle la parafina a Wilderspin. Será mejor que envíe a unos cuantos campaneros más a la torre. Que toquen lo que quieran y que se vayan turnando. Aquí llegan el inspector jefe y el comisario Blundell, ¡qué amables han sido por acercarse hasta aquí! Estamos en una situación un poco extrema.
– Lo sé, lo sé. Veo que lo están llevando con un orden digno de admiración. Me temo que se perderán muchas casas. ¿Quiere que les enviemos policías?
– Será mejor que patrullemos las carreteras que conectan los Fenchurches -dijo Blundell-. En St Peter están muy alarmados; tienen mucho miedo por si se caen los puentes y se quedan aislados. Estamos organizando un servicio de botes. Ellos están incluso a un nivel más bajo que ustedes y mucho me temo que no se encuentran ni la mitad de bien preparados.
– Aquí podemos acogerlos -dijo el párroco-. La iglesia tiene capacidad para más de mil personas, pero deben traer la comida que necesiten. Y algo para poder dormir, claro. La señora Venables se está encargando de todo. Los dormitorios masculinos en el ala de los cantori y los femeninos e infantiles en el lado de los decani. A los enfermos y los mayores podemos colocarlos en la vicaría, que estarán más cómodos. Supongo que en St Stephen estarán a salvo pero, si tuvieran problemas, también podríamos acogerlos. ¡Ah! Comisario, confiamos en que nos envíen víveres por barco lo antes posible. Las carreteras estarán libres desde Leamholt hasta el dique de los diez metros, y desde allí los podemos traer por agua.
– Lo organizaré todo -dijo el señor Blundell.
– Si el agua arrastra las vías del tren, también tendrá que llevarlos a St Stephen. Buenos días, señora Giddings, buenos días. Me alegra mucho que haya llegado. ¡Hola, señora Leach! ¿Cómo está el niño? Supongo que comiendo, ¿no? Encontrará a la señora Venables dentro. ¡Jack! ¡Jackie Holliday! Mete ese pollo en una cesta. Pídele a Joe Hinkins que te busque una. ¡Ah, Mary! He oído que tu marido está haciendo un gran trabajo en la presa. Esperemos que no se haga daño. Sí, querida, ¿qué sucede? Voy enseguida.
Durante tres horas, Wimsey ayudó en lo que pudo, organizando el ganado, entrando a gente. Al final recordó su misión de mensajero y, moviendo despacio el coche entre la multitud, consiguió salir hacia el dique. Estaba oscureciendo y la carretera estaba llena de carros y ganado que se dirigían a la seguridad del montículo de la iglesia. Los animales le impedían el paso.
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