Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– Los animales entraron por parejas -canturreó Wimsey mientras se abría paso entre el ganado-. El elefante y el canguro. ¡Hurra!

En la presa, la situación parecía muy peligrosa. Habían intentado bloquear las compuertas con vigas y sacos de arena, pero el agua ya estaba casi al límite y del este se acercaban violentamente el viento y la corriente.

– No podrán aguantarla demasiado tiempo más, milord -dijo un hombre sacudiéndose el agua como un perro mojado-. Va a ceder. ¡Que Dios nos ayude!

El vigilante de la presa se retorcía las manos.

– ¡Se lo había dicho, se lo había dicho! ¿Qué va a ser de nosotros?

– ¿Cuánto tiempo aguantará? -preguntó Wimsey.

– Una hora, milord, como máximo.

– Será mejor que se vayan. ¿Tienen coches suficientes?

– Sí, milord, gracias.

Will Thoday se acercó a ellos, pálido y muy cansado.

– Mi mujer y mis hijas…, ¿están a salvo?

– Sí, tranquilo. El párroco está haciendo maravillas. Será mejor que vuelva conmigo.

– Me quedaré con todos, milord, gracias. Pero dígales que no pierdan tiempo.

Wimsey dio media vuelta con el coche. Durante su breve ausencia, la organización lo había puesto casi todo en orden. Hombres, mujeres, niños y víveres; todos habían sido ubicados en la iglesia. Eran cerca de las siete de la tarde y ya había oscurecido. Las lámparas estaban encendidas. En la capilla de mujeres se estaba sirviendo té y sopa, los niños lloraban, el cementerio resonaba con los gruñidos de los animales. Entraron piezas de beicon y colocaron treinta carretas de heno y maíz junto a una de las paredes de la nave. En el único espacio tranquilo entre la confusión, el párroco estaba detrás de la baranda del santuario. Y, sobre ellos, las campanas iban y venían dando la alarma. «Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul, ¡levantaos!, ¡gritad!, ¡salvaos! Las aguas nos han invadido. Se acercan como cataratas».

Wimsey se acercó hasta el altar y le dio las últimas noticias al párroco. Este asintió.

– Que se vayan enseguida -dijo-. Dígales que vengan inmediatamente. ¡Qué valientes! Sé que no querrán abandonar, pero no deben sacrificar sus vidas en vano. Cuando pase por el pueblo, dígale a la señorita Snoot que ya puede venir con los niños.

Cuando Wimsey se iba, lo llamó.

– ¡Y que no se olviden los otros dos termos!

Los hombres ya estaban entrando en los coches cuando Wimsey llegó a la presa. El caudal crecía rápidamente, y las vigas y los sacos habían empezado a flotar en el agua agitada. Alguien gritó:

– ¡Fuera, salid! ¡Por vuestra vida!

La respuesta fue un crujido. Las vigas que todavía estaban clavadas en el muro se rompieron. El río salió a presión por las compuertas. Se oyó un grito. Un figura, que caminaba por la pasarela, desapareció. Otra figura la siguió, y también desapareció. Wimsey se quitó el abrigo e intentó acercarse hasta el agua, pero alguien lo sujetó y lo echó hacia atrás.

– Ya no podemos hacer nada, milord. ¡Se han ido! ¡Dios mío! ¿Lo ha visto?

Alguien lanzó una bengala desde el otro lado del río.

– Han quedado atrapados allí y el agua se los ha llevado. ¿Quiénes eran? ¿Johnnie Cross? ¿Y quién cayó detrás de él? ¿Will Thoday? Pobre, tenía familia. Quédese aquí, milord. No queremos perder a nadie más. Pongámonos a salvo, ya no podemos hacer nada por ellos. ¡Dios mío! Las compuertas están cediendo. ¡Vámonos, deprisa!

Wimsey notó que alguien lo cogía del brazo y lo metía en el coche. Otra persona se sentó a su lado. Era el vigilante de la presa, todavía boquiabierto.

– ¡Ya lo dije, ya lo dije!

Otro crujido delató que el agua había roto el dique. Vigas y sacos bajaban arrastrados por la corriente a gran velocidad; algunos incluso iban a parar a la carretera. Entonces, la presa, que había aguantado todo aquel caudal de agua, crujió justo cuando se encendían los motores de los coches y éstos se alejaban del violento encuentro de las dos corrientes.

Las cunetas del dique de los diez metros resistieron, pero el río Wale, que había recibido toda la fuerza de las inundaciones de Upper Waters, se desbordaba por todos lados. Antes de que los coches llegaran a St Paul, la marea les iba pisando los talones. Al coche de Wimsey, que iba el último, el agua le llegaba a los ejes. Siguieron avanzando, aunque la cama plateada se extendía a ambos lados y por detrás, y parecía que no terminaba.

En la iglesia, el párroco, con la lista electoral en la mano, iba nombrando uno a uno a los feligreses. Llevaba las vestimentas de domingo y el rostro de preocupación había dado paso al de dignidad y serenidad pastoril.

– Eliza Giddings.

– Aquí estoy, párroco.

– Jack Godfrey, con su mujer y su familia.

– Estamos todos, señor.

– Joseph Hinkins… Louisa Hitchcock… Obadiah Holliday… Señorita Evelyn Holliday…

El grupo de hombres de la presa se quedó en la puerta. Wimsey se acercó hasta el párroco para darle las malas noticias.

– ¿John Cross y Will Thoday? Es terrible. Dios los tenga en la gloria. ¿Sería tan amable de decirle a mi mujer que les comunique la mala noticia a sus respectivas familias? ¿Que Will intentó rescatar a Johnnie? No esperaba menos de él. A pesar de todo, era un buen chico.

Wimsey se llevó a la señora Venables aparte. La voz del párroco, un poco temblorosa, seguía nombrando a los feligreses.

– Jeremiah Johnson y su familia… Arthur y Mary Judd… Luke Judson…

Entonces, desde la parte posterior de la iglesia, se oyó un grito desesperado.

– ¡Will! ¡Oh, Will! ¡No quería vivir! Mis niñas, ¿qué vamos a hacer ahora?

Wimsey no quería seguir escuchando. Se fue hacia la puerta del campanario y empezó a subir la escalera.

Las campanas seguían tocando. Pasó por la sala donde estaban los esforzados campaneros, todos sudados, y siguió subiendo. Pasó la sala del reloj, que estaba llena de cosas, hasta que llegó al refugio de las mismas campanas. En el momento en que asomó la cabeza, la furia de las campanas era tal que le pareció que le estaban golpeando los oídos con mil martillos. La torre entera resonaba. Se movía con el movimiento de las campanas. Fuera de sí, Wimsey subió el último tramo.

Se detuvo a medio camino agarrándose muy fuerte a la escalera. El sonido lo atravesaba. Entre los repiques, sonó una nota aguda sostenida que fue como si una espada le atravesara el cerebro. Notó como si toda la sangre del cuerpo se le subiera a la cabeza y ésta estuviera a punto de estallar. Se soltó de una mano e intentó cerrar la trampilla con los dedos, pero era tal el agobio que se balanceó y a punto estuvo de caer escaleras abajo. Aquello no era ruido, era puro dolor, un tormento insufrible. Empezó a gritar, aunque no se oyó. Los tímpanos le temblaban y perdía el control de los sentidos. Era mucho peor que cualquier estruendo de artillería pesada. Esto era una locura, un ataque de mil demonios. No podía avanzar ni retroceder, aunque en su interior gritaba: «¡Tengo que salir de aquí!». El campanario se movía y daba vueltas y las campanas subían y bajaban al alcance de la mano. Las bocas se agitaban, con sus lenguas de bronce, y aquella nota grave no dejaba de chirriar.

No podía bajar porque la cabeza le daba vueltas y tenía un nudo en el estómago. Con un último y desesperado esfuerzo, se agarró a la escalera y movió las temblorosas piernas. Empezó a subir escalones y, con mucho valor, consiguió llegar hasta la trampilla del tejado. Levantó una mano y consiguió abrir el pestillo. Tambaleándose, como si los huesos se le hubieran deshecho, saltó por la ventana para que el fuerte viento lo azotara. Cuando cerró la trampilla, el endiablado clamor quedó atrás, para volver a crecer a través de las ventanas del campanario.

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