Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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Probó varios métodos de los sencillos, como saltarse una, dos o tres letras, o elegir las letras basándose en una combinación numérica, pero no obtuvo nada. Probó asignándole un número a cada letra y sumando el resultado, palabra por palabra y frase por frase. Lo único que consiguió fue crear suficientes problemas matemáticos para satisfacer a un catedrático, pero no parecía tener sentido. Cogió todas las inscripciones de las campanas y las sumó, con y sin las fechas, pero no descubrió nada significativo. Se preguntó si en el libro aparecían las inscripciones completas. Entonces dejó los papeles esparcidos en la mesa y fue a buscar al párroco para pedirle las llaves del campanario. Después de una breve espera, debida a que el párroco había confundido las llaves del campanario con las de la bodega y las tuvo que ir a buscar al piso de abajo, las cogió y se dirigió hacia la iglesia.

Todavía le daba vueltas al criptograma. Las llaves tintineaban con el movimiento; llevaba las dos grandes, las de las puertas oeste y sur, colgando de una cadena y las demás, las llaves de la cripta y de la sacristía, la llave del campanario, la de la sala de las campanas y la de la trampilla, todas en el mismo llavero. ¿Cómo sabía Cranton dónde encontrarlas? Estaba claro que podía haberlas cogido de casa del sacristán, si hubiera sabido que él las tenía. Pero si «Stephen Driver» hubiera hecho preguntas sobre las llaves de la iglesia, alguien habría sospechado. Wimsey sabía que el sacristán tenía las llaves de la puerta oeste y de la cripta. ¿Las tenía todas? De repente, lord Peter se giró y, a través de la ventana del estudio, le hizo esta pregunta al párroco, que se estaba peleando con las finanzas de la revista de la parroquia.

El señor Venables se rascó la frente.

– No -dijo al cabo-. Gotobed tiene las llaves de la puerta oeste y de la cripta, como usted bien dice, y también tiene la llave de la escalera del campanario y la de la sala de las campanas, porque toca para marcar la hora de la misa matinal y, a veces, cuando Hezekiah está enfermo lo sustituye. Y Hezekiah tiene las llaves del porche sur y también la de la escalera del campanario y la de la sala de las campanas. Verá, antes Hezekiah era el sacristán, y le gusta mantener el privilegio de tocar el repique de muertos, aunque es demasiado mayor para el trabajo, y tiene las llaves que necesita. Pero ninguno de ellos tiene la llave de la trampilla. No la necesitan. Las únicas personas que la tenemos somos Jack Godfrey y yo. Yo tengo un juego completo, claro, y así si ellos pierden alguna, siempre tengo yo otra copia.

– ¿Y Jack Godfrey también tiene la llave de la cripta?

– Oh, no; no la necesita.

«¡Qué curioso! -pensó Wimsey-. Si el hombre que dejó la nota junto a las campanas fue el mismo que enterró el cadáver, debía tener acceso al juego completo del párroco o a dos juegos, los de Jack Godfrey (por la llave de la trampilla) y Harry Gotobed (por la llave de la cripta)». Y si ese hombre había sido Cranton, ¿cómo lo sabía? Claro que el asesino podría haber traído su propia pala, lo que añadiría más complicación al asunto. En tal caso, tendría que haber cogido las llaves del párroco o las de Jack Godfrey. Wimsey llegó a la parte trasera de la vicaría y se encontró con Emily y Hinkins. Los dos estaban bastante seguros de que no habían visto al hombre que se hacía llamar Stephen Driver dentro de los límites de la vicaría, y mucho menos en el estudio del párroco, donde se supone que están siempre las llaves, cuando están en su sitio.

– Pero no estaban allí, milord -dijo Emily-. Si se acuerda, el párroco perdió las llaves la noche de Año Nuevo y no las encontramos hasta una semana después en la sacristía, excepto la llave del porche, que estaba en la cerradura, donde el párroco la había dejado después del ensayo del coro.

– ¿Después del ensayo del coro? ¿El sábado?

– Exacto -confirmó Hinkins-. Sólo que, si te acuerdas, Emily, el párroco dijo que él no pudo haberla dejado allí, porque él había perdido su juego y el sábado no tenía sus llaves, y tuvieron que esperar a que viniera Harry Gotobed.

– Bueno, no sé -contestó Emily-. Sólo sé que estaba allí. Harry Gotobed dijo que se la había encontrado en la cerradura cuando había llegado a la iglesia para tocar para la misa matinal.

Más confundido que nunca, Wimsey volvió a la ventana del estudio. El señor Venables, que se vio interrumpido mientras hacía unas sumas, no recordaba demasiado bien lo que había sucedido, pero dijo que creía que Emily tenía razón.

– Debí de olvidarme las llaves en la sacristía la semana anterior -dijo-, y la última persona que salió después del ensayo del coro debió de encontrarlas y cerró la iglesia. Sin embargo, no se me ocurre quién pudo haber sido, a menos que fuera Gotobed. Sí, debió de ser él, que se quedó el último para apagar las estufas. Pero me extraña que dejara la llave en la cerradura. ¡Dios mío! ¿No creerá que fue el asesino?

– En realidad, sí -contestó Wimsey.

– ¡Santo cielo! -exclamó el párroco-. Entonces, si yo dejé las llaves en la sacristía, ¿cómo entró para cogerlas? No pudo entrar sin las llaves de la iglesia. A menos que viniera al ensayo del coro. Estoy seguro de que nadie del coro…

La cara del párroco se tiñó de horror. Wimsey se apresuró a tranquilizarlo.

– Durante el ensayo la puerta estaba abierta. Pudo entrar entonces.

– Oh, sí… claro. ¡Qué estúpido soy! Seguro que ocurrió así. Me ha sacado un gran peso de encima.

Sin embargo, Wimsey no se había sacado ningún peso de encima. Mientras caminaba hacia la iglesia seguía dándole vueltas. Si cogieron las llaves la víspera de Año Nuevo, entonces no había sido Cranton, porque él no llegó hasta el día de Año Nuevo. Will Thoday había ido a la vicaría, sin ningún motivo, el 30 de diciembre, y pudo llevarse las llaves, aunque era cierto que no había acudido a la iglesia el día 4 de enero para volver a dejarlas en su sitio. Una posibilidad era que las hubiera cogido Will Thoday y que las hubiera devuelto el misterioso James Thoday pero, en ese caso, ¿qué pintaba Cranton en todo esto? Además, Wimsey tenía el presentimiento de que Cranton sabía algo sobre la nota que habían encontrado en el campanario.

Pensando en estas cosas, Wimsey entró en la iglesia y, después de abrir la puerta de la torre, subió por la escalera de espiral. Cuando pasó por la sala de las campanas, vio con una sonrisa en la cara que habían añadido una nueva placa a la pared de los logros de la parroquia: «La mañana de Año Nuevo de 19…, se tocó un carrillón de 15.840 Kent Treble Bob Major en siete horas y quince minutos; los campaneros fueron Treble, Ezra Wilderspin; 2, Peter D. B. Wimsey; 3, Walter Pratt; 4, Henry Gotobed; 5, Joseph Hinkins; 6, Alfred Donnington; 7, John P. Godfrey; Tenor, Hezekiah Lavender; Theodore Venables, párroco, prestó su ayuda. Nuestras bocas levantaremos para alabarte». Cruzó la gran sala del reloj, abrió la trampilla y volvió a subir hasta que apareció debajo de las enormes bocas de las campanas. Se quedó allí un momento, mirando esos agujeros oscuros hasta que los ojos se acostumbraron a la penumbra de la sala. El silencio que se respiraba lo ponía un poco nervioso. Le invadió una leve sensación de vértigo. Sintió como si, lentamente, se juntaran y se le vinieran encima. Embelesado, pronunció sus nombres uno a uno: Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul. Parecía que las paredes le respondían con un suave eco que se perdía entre las vigas. De repente, gritó:

– ¡Sastre Paul!

Y aquello debió, de alguna manera, sonar como una nota de la escala, porque se oyó, amenazante y remota, una descarada nota a modo de respuesta.

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