Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– ¿A qué viene tanta sorpresa?

– ¿Cómo? Ah, sí… Alguien se olvidó algunos detalles, eso es todo.

– Oiga -dijo Parker-, será mejor que nos diga toda la verdad. ¿Esa mujer tuvo algo que ver en el robo de las esmeraldas?

– ¿Cómo iba yo a saberlo? Aunque, para ser sincero, no lo creo. Creo que sólo era una estúpida sometida a su marido. Estoy seguro de que él le dijo que averiguara dónde estaba el collar, pero no creo que ella fuera consciente de lo que estaba haciendo. Honestamente, no lo creo, no me imagino al tal Deacon echando a perder todo el negocio por decírselo a su mujer. ¡Pero qué demonios! ¿Qué sé yo de todo eso?

– ¿Cree que ella no sabe dónde están las joyas?

Cranton se quedó pensando un momento. Luego se echó a reír.

– Me jugaría el cuello a que no sabe nada.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Si supiera algo y fuera honesta, se lo habría dicho a la policía, ¿no? Y si lo supiera y quisiera hacer negocio, me lo habría dicho a mí o a mis amigos. No. No creo que puedan sacarle nada.

– Hum. ¿Y dice que cree que lo reconoció?

– Tengo la ligera idea de que mi cara le empezaba a resultar algo familiar. Aunque claro, sólo fue un presentimiento. Puede que me equivocara. Pero, de todos modos, evité el problema, porque discutir siempre ha sido de muy mala educación. Así que me fui por la noche. Trabajaba para el herrero, un tipo excelente, aunque un poco rudo. Tampoco quería problemas con él. Sólo me fui a casa para pensar tranquilamente y entonces me cogieron las fiebres reumáticas, y las consecuencias han sido problemas en el corazón, como pueden ver.

– Perfectamente. ¿Cómo cogió las fiebres reumáticas?

– ¿No cree que cualquiera que hubiera caído en una de esas canteras habría cogido las fiebres reumáticas? Jamás había visto un país como éste, jamás. La vida del campo nunca me sedujo, especialmente en invierno, con el deshielo. Casi me muero en ese agujero, y ése no es un final digno de un caballero.

– Entonces, ¿no investigó más a fondo lo de Batty Thomas y Sastre Paul? -preguntó Parker, ignorando el elocuente monólogo de Cranton, que se iba por las ramas-. Me refiero a las campanas. ¿No subió, por ejemplo, al campanario para ver si las esmeraldas estaban allí?

– No, claro que no. Además -se apresuró a añadir Cranton-, ese maldito lugar estaba cerrado con llave.

– Entonces, ¿intentó entrar?

– Bueno, francamente, digamos que puede que me acercara a la puerta.

– ¿Subió a la sala de las campanas?

– Yo no.

– ¿Y cómo explica esto? -preguntó Parker, sacando la misteriosa nota del bolsillo y mostrándosela.

Cranton palideció de repente.

– ¿Eso? -murmuró-. ¿Eso?… Yo jamás… -Le costaba respirar-. El corazón… Déme un poco de eso que hay en el vaso.

– Déselo -dijo Wimsey-, está muy mal.

Parker le dio la medicina a regañadientes. Pasados unos minutos, la palidez se convirtió otra vez en un buen color de cara y la respiración recuperó su ritmo normal.

– Ya estoy mejor -dijo Cranton-. Me ha asustado. ¿Qué decía? ¡Ah, eso! No lo había visto antes.

– Miente -afirmó el inspector jefe-. Sí que lo había visto antes. Se lo envió Jean Legros, ¿no es cierto?

– ¿Quién? Nunca había oído ese nombre.

– Miente otra vez. ¿Cuánto dinero le envió para que viniera a Inglaterra?

– Ya le he dicho que no sé quién es -repitió Cranton, con rudeza-. Por el amor de Dios, ¿no pueden dejarme tranquilo? Les digo que estoy enfermo.

Y lo parecía. Parker refunfuñó entre dientes:

– Mira, Nobby, ¿por qué no nos dices la verdad? Así no te molestaremos más. Sé que estás enfermo. Suéltalo y nos iremos.

– No sé nada de eso. Ya se lo he dicho: fui a Fenchurch y volví. Nunca vi ese papel ni hablé con ese tal Jean como se llame. ¿Satisfecho?

– No.

– ¿Me está acusando de algo?

Parker dudó.

– Todavía no.

– Entonces, tiene que aceptar mi palabra -dijo Cranton con mucho esfuerzo, pero con la actitud de alguien que está muy seguro de su posición.

– Ya lo sé -respondió Parker-, pero espera y verás. ¿Quieres que te acuse de algo? Quizá preferirías acompañarnos a Scotland…

– ¿Qué es lo que quieren? ¿Qué pruebas tienen para acusarme? No pueden volver a juzgarme por el robo de esas esmeraldas. No las tengo. Nunca las vi…

– No, pero podemos acusarte del asesinato de Jean Legros.

– ¡No, no, no! -gritó Cranton-. ¡Eso es mentira! Yo no lo maté. No he matado a nadie. Yo no…

– Ha perdido el conocimiento -observó Wimsey.

– Está muerto -dijo el comisario Blundell, que intervenía por primera vez en la conversación.

– Dios, espero que no -terció Parker-. No, está bien, pero no tiene buen aspecto. Será mejor que llamemos a esa chica. ¡Polly!

Llegó una mujer. Lanzó una mirada llena de resentimiento hacia los tres hombres y luego corrió junto a Cranton.

– Si le han matado -dijo-, es asesinato. Venir aquí a amenazar a un hombre tan enfermo. Largo de aquí, desgraciados. El no le ha hecho daño a nadie.

– Le enviaré un médico -anunció Parker-. Y volveré a verlo. Y cuando venga, será mejor que esté aquí, ¿de acuerdo? Cuando se mejore, lo necesitamos en otro sitio. No ha dado señales de vida desde septiembre.

La mujer levantó desganada un hombro y ellos se marcharon, dejándola inclinada sobre el enfermo.

– Bueno, comisario -dijo Parker-. Me temo que, por el momento, eso es todo lo que podemos hacer por usted. No finge; está realmente enfermo, pero nos está ocultando algo. Aunque, en cualquier caso, no creo que sea el asesino. No es su manera de actuar. Aunque sí que había visto la nota con anterioridad.

– Sí -convino Wimsey-. Le ha causado impresión, ¿eh? Tiene miedo de algo, Charles. ¿De qué?

– Tiene miedo del asesinato.

– Bueno -intervino Blundell-, a mí me sigue pareciendo que fue él. Ha admitido que estuvo allí y que se marchó a hurtadillas la noche que enterraron el cadáver. Si no fue él, ¿quién fue? Además, sabemos que pudo haberle cogido las llaves de la cripta al sacristán.

– Es cierto -dijo Wimsey-, pero era un extraño en ese lugar. ¿Cómo sabía dónde guardaba el sacristán sus herramientas? ¿O dónde encontrar la cuerda de la campana? Claro que podía haber visto el pozo de día, pero me parece extraño que lo tuviera todo tan bien planeado. ¿Y dónde encaja Legros en todo esto? Si Deacon le dijo a Cranton, en el banquillo de los acusados, dónde había escondido las esmeraldas, ¿qué sentido tenía traer a Legros a Inglaterra? No lo necesitaba. Y, si por alguna razón lo hubiera necesitado y luego lo hubiera matado por las esmeraldas, ¿dónde están? Si las ha vendido, ya las deberían haber localizado. Y si todavía las tiene, será mejor que las encuentren.

– Registraremos la casa -repuso Parker-, pero no creo que las tenga él. No estaba preocupado por las esmeraldas. Esto es un rompecabezas. Pero pondremos la casa patas arriba y, si las esmeraldas están ahí dentro, las encontraremos.

– Y si lo hacen -dijo Blundell-, ya pueden arrestarlo por el asesinato. Quien quiera que tenga las esmeraldas es el asesino. Estoy seguro.

– Donde esté el tesoro, estará el corazón -afirmó Wimsey-. El corazón de este crimen está en St Paul. Esa es mi profecía, Charles. ¿Apostamos algo?

– No, gracias -contestó el inspector jefe-. Tienes razón demasiado a menudo, Peter, y no estoy para perder dinero.

Wimsey volvió a Fenchurch St Paul y se concentró en el mensaje cifrado. Había resuelto criptogramas antes y estaba seguro de que éste sería de los fáciles. Tanto si lo había escrito Cranton o Jean Legras o Will Thoday o cualquier otra persona relacionada con el asunto de las esmeraldas Wilbraham, no era muy probable que fuera un experto en el arte de los mensajes ocultos. A pesar de que daba la impresión de que había una mano astuta detrás de todo eso, nunca había visto un mensaje cifrado que pareciera tan inocente. Los pequeños hombres bailarines de Sherlock Holmes eran, con diferencia, mucho más secretos.

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