Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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En la oficina de Correos, lord Peter esperó en el placentero silencio que inunda las ciudades rurales donde los días sin mercado parecen domingos interminables. Bunter estuvo en el interior un buen rato; cuando salió, lo hizo con un poco menos de tranquilidad de la que era habitual en él y tenía unos colores en las mejillas poco habituales en su persona.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó Wimsey sonriendo.

Para su sorpresa, Bunter le contestó con un gesto que invitaba al silencio y a la precaución. El lord esperó a que entrara en el coche y cambió la pregunta:

– ¿Qué ha pasado?

– Será mejor que arranque deprisa, milord -dijo Bunter-, porque mientras la maniobra ha sido resuelta con éxito, es posible que haya robado el correo de su majestad al obtener un paquete con falsas intenciones.

Antes de que Bunter hubiera acabado su relato, el Damlier ya estaba bajando por una tranquila calle detrás de la iglesia.

– Bunter, ¿qué demonios has estado haciendo?

– Bueno, milord, he investigado, como me había dicho, si había alguna carta para el señor Stephen Driver, poste restante, que llevara aquí algún tiempo. Cuando la joven me ha preguntado cuánto tiempo, yo le he contestado, de acuerdo a lo que habíamos acordado, que tenía la intención de visitar Walbeach hace algunas semanas pero que surgió un imprevisto y me lo impidió, y que me enteré de que, por error, me habían mandado una carta muy importante a esta dirección.

– Muy bien. Todo según el plan de Cocker.

– Entonces, milord, la joven ha abierto una especie de caja fuerte o taquilla, ha buscado dentro y, después de un tiempo considerable, se ha girado con una carta en la mano y me ha vuelto a preguntar qué nombre había dicho.

– ¿Ah, sí? Estas chicas hacen demasiadas preguntas. Aunque me hubiera sorprendido más que no te lo hubiera hecho repetir.

– Sí, milord. Entonces le he dicho, como antes, que el nombre era Stephen o Steve Driver pero, al mismo tiempo, desde donde estaba he podido ver que la carta llevaba un sello azul. Sólo nos separaba el mostrador y, como usted debe saber, milord, Dios me ha dado una vista excelente.

– Demos gracias a Dios por eso.

– Debo decir que yo siempre se las doy, milord. Al ver el sello azul, me he apresurado a decirle (recordando las circunstancias del caso que nos ocupa) que me la habían enviado de Francia.

– Muy ágil, sí señor -dijo Wimsey asintiendo.

– La joven, señor, parecía desconcertada por este comentario. Ha dicho, algo dudosa, que había una carta de Francia y que llevaba tres semanas allí, pero que iba dirigida a otra persona.

– ¡Demonios!

– Sí, milord. Eso mismo he pensado yo. Le he preguntado: «¿Está segura, señorita, que lo ha leído bien?». Me alegra decir, milord, que la joven, por joven y, sin iluda, inocente, ha sucumbido a esta estrategia tan elemental y ha respondido inmediatamente: «Oh, no. Aquí lo dice bien claro: Señor Paul Sastre». En ese momento…

– ¡Paul Sastre! -exclamó Wimsey en un ataque de entusiasmo-. Pero… ése era el nombre que…

– Exacto, milord. Como iba diciendo. En ese momento era necesario que actuara con rapidez. Sin vacilar, he contestado: «¿Paul Sastre? Pero si es el nombre de mi chófer». Me disculpará, milord, si el comentario supone alguna implicación irrespetuosa hacia usted, dado que en ese momento estaba usted sentado al volante del coche y, por consiguiente, era la persona aludida, pero no estaba en posición de pararme a pensar lo rápida o claramente que me hubiera gustado.

– Bunter, te advierto que me estoy empezando a impacientar. Contesta de una vez, sí o no, ¿has conseguido la carta?

– Sí, milord. La tengo. Le he dicho a la joven que, dado que la carta de mi chófer estaba allí, se la llevaría, y he añadido algunas observaciones graciosas sobre que debía haber conquistado a alguna dama en uno de nuestros viajes porque era un gran conquistador. Nos hemos divertido un rato hablando sobre esto.

– ¿Ah, sí?

– Sí, milord. Al mismo tiempo le he explicado que estaba muy contrariado porque mi carta se había extraviado y le he pedido que la buscara de nuevo. Así lo ha hecho, muy a su pesar, y al final me he ido, después de dejar claro que el sistema postal de este país me parecía poco fiable y que no dudara que escribiría un artículo en The Times.

– Excelente. Bueno, todo es bastante ilegal, pero Blundell lo arreglará. Le habría sugerido que lo hiciera él mismo, pero como implicaba iniciar una pequeña aventura pensé que no le haría demasiada gracia. Además, tampoco me hubiera fiado demasiado. Y además -en ese momento Wimsey añadió con franqueza-: fue idea mía y quería que nos divirtiéramos nosotros. Venga, no te disculpes más. Has estado perfectamente brillante dos veces y yo me alegro muchísimo. ¿Qué es eso? ¿No será nuestra carta? ¡Demonios! Es nuestra carta. ¡Perfecto! Tenemos nuestra carta y ahora nos vamos a comer a Cat and Fiddles desde donde las vistas del puerto son increíbles y el vino tinto no tiene desperdicio para celebrar nuestra oscura y vergonzosa actuación.

Así pues, al rato, ambos hombres estaban sentados en un oscuro comedor con vistas, dando la espalda al salón y mirando por la ventana hacia la torre achaparrada y cuadrada de la iglesia, con los grajos revoloteando alrededor y las gaviotas bajando en picado hacia las tumbas del cementerio. Wimsey pidió cordero asado y una botella del tan preciado vino tinto. No tardó demasiado en establecer conversación con el camarero, quien estuvo de acuerdo con él en que había mucha tranquilidad.

– Pero no tanto como antes, señor. Los hombres que trabajan en el canal Wash cambian mucho la ciudad. Oh, sí, señor… ya casi está terminado y dicen que lo abrirán en junio. Dicen que será positivo y que mejorará el drenaje de las tierras. Se comerá tres metros o más de río y, así, la marea volverá a subir al nivel del dique de los diez metros, como en los viejos tiempos. Yo no lo recuerdo, claro, porque eso fue en tiempos de Oliver Cromwell y yo sólo llevo aquí veinte años, pero eso es lo que dice el ingeniero jefe. Ya se han comido más de un kilómetro de tierra, señor, y en junio habrá una gran inauguración, con una fiesta y un partido de criquet y deportes para los pequeños. Además, dicen que le van a pedir al duque de Denver que venga a cortar la cinta del canal, aunque todavía no se sabe si vendrá o no.

– Seguro que sí -dijo Wimsey-. Seguro que viene. No trabaja y esto le sentará bien.

– ¿De verdad, señor? -preguntó el camarero algo dubitativo, sin saber la causa de tanta certeza, pero sin querer ofender-. Todos nos alegraríamos mucho si pudiera venir. ¿Querrá otra patata, señor?

– Sí, gracias. Ya me encargaré de recordarle al viejo Denver sus obligaciones. Vendremos todos. Será muy divertido. Denver dará las copas de oro a los ganadores y yo daré conejos de plata a los perdedores, y con suerte alguien caerá al río.

– Eso sería muy gratificante -dijo, muy serio, el camarero con voz severa.

Hasta que trajeron el vino (un Tuke Holdsworth de 1908) a la mesa, Wimsey no sacó la carta del bolsillo y la miró con orgullo. Estaba escrita con una letra extranjera e iba dirigida a «monsieur Paul Sastre, Poste Restante, Walbeach, Lincolnshire, Angleterre».

– Mi familia -explicó Wimsey- siempre me ha acusado de impaciente. ¡Qué poco me conocen! En lugar de abrir la carta inmediatamente, la guardo para el comisario Blundell. En lugar de ir a buscar al comisario Blundell, me quedo tranquilamente en Walbeach comiéndome un asado. Si bien es cierto que Blundell hoy no está en Lemaholt, así que no sacaría nada si salgo corriendo hacia allí pero, de todos modos, aquí me tienes. Sólo se ve la mitad del matasellos del sobre, pero deduzco que debe ser algún lugar terminado en «y» en el departamento de Marne o de Seine-et-Marne, un distrito muy apreciado por muchos por el recuerdo del barro, la sangre, las marcas de proyectiles y las trincheras. El sobre es de una calidad ligeramente peor a lo que es habitual en los sobres franceses, y la escritura indica que se realizó con pluma y tinta de oficina de Correos, escrita por una mano poca habituada a ello. La pluma y la tinta dicen poco, porque todavía no he descubierto en ningún rincón de Francia una pluma y una tinta con las que una persona normal pueda escribir cómodamente. Sin embargo, la letra sí que es reveladora porque, teniendo en cuenta el estado de educación del país, y a pesar de que todos los franceses escriben con una letra muy alegre, es muy raro encontrar una persona que escriba mucho más alegremente que los demás. La fecha está borrosa pero, como tenemos la fecha de recibo, podemos adivinar la de envío. ¿Podemos deducir algo más de este sobre?

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