Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– Y no quiero que vuelva a tratarse el tema bajo mi techo nunca más. ¿Qué pretende al venir a preocuparla de este modo, señor Blundell? Ya le ha dicho que no sabe nada de ese tipo que apareció enterrado, y con eso está todo dicho. Lo que haya podido hacer o decir cuando he estado enfermo no le importa a nadie.

– Ni lo más mínimo -admitió el comisario-. Siento mucho que haya salido el tema. Bueno, no los entretengo más. No pueden ayudarme y ya está. No voy a decirles que no es una decepción, pero el trabajo de un policía está lleno de decepciones, y debemos ver siempre el lado positivo de las cosas. Me voy y dejo que sus hijas entren a tomar el té con ustedes. Por cierto, ¿qué le ha pasado al loro?

– Lo hemos encerrado en la otra habitación -respondió Will, con mala cara-. Le ha dado por gritar y escupirle a la gente en la cabeza.

– Eso es lo peor de los loros -opinó el señor Blundell-. Pero es un gran charlatán. Jamás he oído uno igual.

Les dio las buenas noches y se fue. Las dos niñas Thoday, que durante toda la conversación sobre asesinatos y entierros, poco apropiada para su sexo y temprana edad, habían estado jugando fuera, corrieron a abrirle la puerta.

– Buenas noches, Rosie -dijo el señor Blundell, que nunca olvidaba un nombre-. Buenas noches, Evvie. ¿Cómo os va la escuela?

Sin embargo, con la voz de fondo de la señora Thoday llamándolas a tomar el té, el comisario sólo recibió una breve respuesta.

El señor Ashton era un granjero de los de antes. Igual podría haber tenido cincuenta años, que sesenta o setenta. Hablaba con una voz áspera, y se mantenía tan erguido que si se hubiera tragado un atizador, sólo podría haber provocado indecorosas curvas y flexiones en su figura. Wimsey, mirándole de reojo las manos, con los dedos nudosos, concluyó que ese aspecto rígido era más debido a la artritis crónica que a la austeridad. Su mujer era considerablemente más joven que él; le sobraban los kilos donde a él le faltaban, era alegre mientras que él, sombrío; y habladora mientras que él siempre respondía con monosílabos. Acogieron con mucho cariño a lord Peter y le ofrecieron un vaso de vino de prímula casero.

– Ya no queda mucha gente que lo haga -dijo la señora Ashton-. Pero es la receta de mi madre y siempre digo que, mientras pueda, lo seguiré haciendo. No soporto esos líquidos horribles que venden en las tiendas. Sólo sirven para destrozarte el estómago y provocarte gases.

– Ugh -dijo el señor Ashton, asintiendo.

– Estoy de acuerdo con usted, señora Ashton -afirmó Wimsey-. Este vino es excelente. -Y lo era-. Otra amabilidad por la que tengo que darles las gracias.

Y luego les expresó su gratitud por la ayuda que le habían prestado con el coche a principios de enero.

– Ugh -repuso el señor Ashton-. Un placer, no es nada.

– Pero siempre oigo que el señor Ashton está ayudando aquí y allá -continuó Wimsey-. Creo que he oído que fue usted el buen samaritano que recogió al pobre William Thoday en Walbeach el día que se puso enfermo.

– Ugh -repitió el señor Ashton-. Fue una suerte que lo viéramos. ¡Ugh! Hacía mal tiempo para un hombre enfermo. ¡Ugh! Esta gripe es muy peligrosa.

– Horrorosa -comentó su mujer-. Pobre hombre. Cuando salió del banco iba dando tumbos. Le dije al señor Ashton: «Mira qué mala cara tiene Will. Estoy segura de que no está en condiciones de conducir hasta casa». Y así fue porque, cuando no habíamos recorrido ni un kilómetro a la salida de la ciudad, vimos su coche que había volcado, estaba apoyado sobre un lateral, y Will estaba allí bastante indefenso. Gracias a Dios que no cayó al sumidero y se mató. ¡Y con todo ese dinero encima! Dios mío, Dios mío. Habría sido una pérdida terrible. Estaba indefenso y desorientado, contando los billetes y tirándolos al suelo. Yo le dije: «Venga, Will, guárdate los billetes en el bolsillo y tranquilízate, que nosotros te llevaremos a casa. Y no te preocupes por el coche; por el camino pararemos en casa de Turner y le diremos que lo recoja el próximo día que venga a Fenchurch. Lo hará encantado, y podrá volver con el autobús». Así que se subió a nuestro coche y lo llevamos a su casa. Y estuvo muy enfermo, mucho. En la iglesia rezamos por él durante dos semanas.

– ¡Uf! -exclamó el señor Ashton.

– Lo que no puedo entender es por qué salió con ese mal tiempo -continuó la señora Ashton-. Además, no era día de mercado y sabía que nosotros teníamos que ir a Walbeach igualmente, porque el señor Ashton debía ver al abogado para el alquiler de los Giddins, y si Will hubiera querido que hiciéramos alguna gestión, nosotros la habríamos hecho encantados. Incluso si era en el banco, podría haber confiado en nosotros. No es que el señor Ashton no pudiera encargarse de doscientas libras, o dos mil, para el caso da igual. Pero Will Thoday siempre ha sido muy reservado con sus cosas.

– ¡Querida! -exclamó el señor Ashton-. ¡Ugh! Quizá eran asuntos de sir Henry. Es lógico que, si no se trata de asuntos propiamente suyos, sea reservado.

– ¿Y desde cuándo, que yo sepa, la familia de sir Henry tiene dinero en los bancos de Londres e Inglaterra oriental? -respondió la señora Ashton-. Sin mencionar que sir Henry jamás fue tan desconsiderado como para enviar a un hombre enfermo a resolver sus asuntos en medio de una nevada horrible. Ya te he dicho antes que no me creo que esas doscientas libras tengan nada que ver con sir Henry, y un día de estos verás que tengo razón, como siempre, ¿o no?

– ¡Uf! Hablas demasiado, María, y seguro que en algo tienes razón. Sería raro que no fuera así; siempre llevas la razón. ¡Ugh! Pero no tienes por qué entrometerte en los asuntos de dinero de Will. Deja que se ocupe él.

– En eso tienes razón tú -admitió la señora Ashton afablemente-. A veces hablo más de la cuenta, lo admito. Lord Peter, tendrá que disculparme.

– No se preocupe. En un lugar tan tranquilo como éste, si uno no habla de sus vecinos, ¿de qué va a hablar? Además, los Thoday son sus únicos vecinos de verdad, ¿no es cierto? Tienen suerte. Estoy seguro de que cuando Will estuvo enfermo usted, señora Ashton, ayudó a Mary Thoday a cuidarlo.

– No tanto como me hubiera gustado -contestó la señora Ashton-. Mi hija cayó enferma los mismos días; la mitad del pueblo estaba en la cama con gripe. Me las arreglaba para ir a verlos de vez en cuando, claro, ¡qué menos!, y nuestra hija ayudaba a Mary en la cocina. Pero como estábamos despiertos casi toda la noche…

Aquí es donde Wimsey vio su oportunidad. Con una serie de preguntas con mucho tacto, dirigió la conversación hacia el tema de las luces en el cementerio.

– ¡Lo sabía! -exclamó la señora Ashton-. Siempre supe que habría algo de verdad en la historia que la pequeña Rosie Thoday le explicó a nuestra Polly. Pero como los niños tienen tanta imaginación, nunca se sabe.

– ¿Por qué? ¿Qué historia es ésa? -preguntó Wimsey.

– ¡Uf! Tonterías, tonterías -dijo el señor Ashron-. Fantasmas y cosas de ésas.

– Ah, sí que son tonterías -respondió la señora Ashton-. Pero sabes tan bien como yo, Luke Ashton, que puede que la niña tenga razón, con fantasma o sin él. Verá, lord Peter, la historia es la siguiente: mi hija Polly, que ahora tiene dieciséis años y que el próximo otoño irá a servir porque, a pesar de lo que la gente diga y de los aires que se den, siempre mantendré que para que una chica aprenda a ser una buena esposa no hay nada como ir a servir, y así se lo dije la semana pasada a la señora Wallace. Porque estar detrás de un mostrador vendiendo cintas o trajes de baño (si a eso se le puede llamar traje: sin piernas, sin espalda y casi sin parte delantera) no te enseñará a cocinar patatas rellenas, sin mencionar que ayuda a tener los pies planos y varices. Y eso -añadió la señora Ashton en un tono triunfante-, sí que no podría evitarlo, porque siempre se queja mucho de las piernas.

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