Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– No está toda -dijo el comisario mientras la cuerda asomaba por el pozo.

– Posiblemente no, pero éste es uno de los trozos que utilizaron para atarlo. Está un poco deshecha aunque todavía permanecen los nudos.

– Sí. Será mejor que no toquemos los nudos. Pueden darnos alguna pista sobre quién los hizo.

– Cuide de los nudos que la soga se cuidará sola. Tiene razón. Allá vamos otra vez.

Al cabo de un rato, toda la longitud de la cuerda, según ellos, estaba en el suelo dividida en cinco trozos, incluido el asidero.

– Le ataron los brazos y los tobillos por separado. Luego, ataron el cuerpo a algo y cortaron la cuerda. Y luego separaron el asidero porque les estorbaba para hacer los nudos. ¡Hmmm! -dijo el señor Blundell-. Un trabajo no demasiado experto, pero muy efectivo. Milord, esto es un gran hallazgo. Aunque es un poco cruel, ¿no? Da otra dimensión del crimen, ¿no cree?

– Tiene razón, comisario. Bueno, uno tiene que hacer frente a lo que venga, como dijo la señora cuando le llegó el momento. Pero ¿qué…?

Una cara, que se asomaba por encima de la pared del cementerio como si no estuviera unida a ningún cuerpo, se agachó rápidamente cuando Wimsey se dio la vuelta, y luego volvió a asomarse.

– ¿Qué demonios quieres, Loco? -le preguntó el comisario.

– Oh, nada. No quiero nada. Señor, ¿a quién van a colgar con eso? Eso es una cuerda. En esta torre tienen colgadas nueve -añadió el loco en voz baja-. El párroco ya no me deja subir más, porque no quiere que nadie lo sepa. Pero el Loco Peake lo sabe. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho: todas colgadas por el cuello. El viejo Paul es el más grande, Sastre Paul, pero debería haber nueve campanas. Sé contar, ¿saben? El Loco sabe contar. Las he contado una y otra vez con los dedos. Ocho. Y una nueve. Y una diez, pero no les voy a decir su nombre. Oh, no. Está esperando las nueve campanas. Una, dos, tres, cuatro…

– ¡Basta ya! ¡Vete! -gritó exasperado el comisario-. Y que no vuelva a pillarte por aquí nunca más.

– ¿A quién pillan? Oiga, usted me lo dice y yo se lo digo a usted. El número nueve está al caer, y hay una cuerda para colgarlo, ¿no es cierto, señor? Nueve, y ya hay ocho. El Loco lo sabe. El Loco puede decirlo. Pero no lo hará. ¡Oh, no! Podría haber alguien escuchando. -Y luego sus ojos volvieron a recuperar su habitual mirada perdida y se tocó la gorra-. Buenos días, comisario. Buenos días, señor. Tengo que ir a dar de comer a los cerdos, ése es el trabajo del Loco. Sí, eso es. Los cerdos tienen que alimentarse. Buenos días, comisario. Buenos días, señor.

Se fue corriendo por el campo hacia un grupo de granjas que estaban un poco aisladas.

– ¡Bueno! -dijo el señor Blundell muy enfadado-. Ahora irá explicando por ahí la historia de la cuerda. Está obsesionado con el ahorcamiento desde que su madre se colgó en Little Dykesey, en el establo, cuando él era pequeño, hará unos treinta años. Bueno, supongo que es inevitable. Me llevaré todo esto a la comisaría y ya volveré después para hablar con Will Thoday. Ya habrá acabado de comer.

– Sí, y a mí se me ha pasado la hora -comentó Wimsey cuando el reloj tocó la una y cuarto-. Tendré que disculparme con la señora Venables.

– Verá, señora Thoday -dijo el comisario amablemente-, si alguien puede ayudarnos con todo este extraño asunto, ésa es usted.

Mary Thoday agitó la cabeza.

– Estoy segura de que, si pudiera, lo haría, señor Blundell, pero no sé cómo. Sólo puedo decirle que estuve toda la noche despierta junto a Will. Apenas me cambié la ropa durante una semana, pero como él estaba tan mal y era la noche después de haber enterrado a la pobre lady Thorpe, me encontraba realmente muy afectada. La gripe se convirtió en neumonía y creímos que nunca lograríamos recuperarlo. No creo que pueda olvidar esa noche, ni el día. Estaba aquí sentada, escuchando a Sastre Paul y pensando si tendría que tocar por Will antes de que se acabara el día.

– ¡Bueno, bueno! -intervino su marido avergonzado, echando un buen chorro de vinagre en la lata de salmón-. Ya pasó y no tiene ningún sentido hablar así ahora.

– Claro que no -opinó el comisario-. Pero usted lo pasó mal, ¿no es cierto, Will? Delirando y todo. Sé lo que es la neumonía, porque se llevó a mi suegra en 1922.

Es una enfermedad muy dura para las personas que cuidan al enfermo.

– Es verdad -asintió la señora Thoday-. Aquella noche Will estaba muy mal. Sólo quería levantarse de la cama e ir a la iglesia. Creía que estaban tocando el carrillón sin él, aunque yo le decía que ya lo habían tocado en día de Año Nuevo. Lo pasé muy mal, aquí sola, sin nadie que me ayudara, porque Jim se había marchado aquella misma mañana. Mientras estuvo aquí me ayudó mucho, pero tuvo que volver a su barco. Se quedó todo el tiempo que pudo pero, claro, no trabaja por cuenta propia, tiene un patrón.

– Claro -dijo el señor Blundell-. Es oficial de cubierta en un barco mercantil, ¿verdad? ¿Cómo le va? ¿Han sabido algo de él últimamente?

– La semana pasada recibimos una postal suya desde Hong Kong -dijo Mary-, pero no decía gran cosa. Sólo que estaba bien y enviaba un beso para las niñas. En este viaje no ha enviado más que postales, y debe estar realmente ocupado, porque es un hombre de escribir cartas casi cada día.

– Quizá vayan cortos de personal -comentó Will-, Además, en ese trabajo ahora atraviesan una época de preocupación, porque temen no tener suficiente carga y no poder cumplir. Supongo que es por esta dichosa depresión.

– Sí, claro. ¿Cuándo esperan que vuelva?

– Que yo sepa, no va a venir en una temporada -respondió Will. El comisario lo miró muy serio, porque le pareció detectar un tono casi de satisfacción en la respuesta-. Quiero decir, que si el comercio está bien, no podrá. Verá, su barco no realiza líneas regulares. Va donde haya mercancías, como lo llaman ellos, de un puerto a otro donde haya algo que recoger.

– ¡Ah! Ya lo entiendo. ¿Cómo se llamaba el barco?

– Hannah Brown. Forma parte de la flota de Lampson & Blake de Hull -explicó la mujer-. Si le pasara algo al capitán Woods, le darían el mando a Jim, ¿verdad, Will?

– Eso dice él -contestó Will muy secamente-. Aunque yo no contaría con nada en estos días.

El contraste entre el entusiasmo de la mujer y la falta de éste del hombre era tan evidente que Blundell extrajo sus propias conclusiones.

«De modo que Jim ha estado creando problemas entre ellos, ¿no? -pensó Blundell-. Eso explica muchas cosas. Aunque no me ayuda demasiado. Será mejor que cambie de tema».

– Así que no vio nada raro en la iglesia aquella noche, ¿no es cierto? -dijo-. ¿Luces que se movían? ¿Nada de eso?

– No me moví del lado de la cama de Will en toda la noche -respondió la señora Thoday mirando insegura a su marido-. Estaba tan enfermo que si le hubiera dejado un minuto, habría empezado a desvestirse y a querer levantarse. Además, cuando no estaba preocupado por el carrillón, pensaba en el viejo problema… ya sabe.

– ¿El asunto Wilbraham?

– Sí. Estaba muy confundido pensando que… que… que se estaba celebrando aquel horrible juicio y que tenía que estar a mi lado.

– ¡Ya basta! -gritó Thoday de repente empujando el plato con tanta violencia que el cuchillo y el tenedor cayeron encima de la mesa-. No quiero que te preocupes por eso nunca más. El tema está muerto y enterrado. Si me vino a la cabeza cuando no las tenía todas, no pude evitarlo. Pero Dios sabe que yo sería el último a recordarte ese episodio si pudiera evitarlo. Deberías saberlo.

– No te estoy echando la culpa a ti, Will.

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