Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– Y es muy natural, señora. Sólo quería decir que una dama como usted tomaría la iniciativa de dar ejemplo de buen gusto y decoro. Mi mujer -añadió el señor Blundell, mintiendo con mucha determinación y la mayor buena fe del mundo- siempre suele decirles a nuestras hijas que si quieren tomar ejemplo de comportamiento de una verdadera dama, no pueden mirarse en mejor espejo que en la señora Gates de la Casa Roja de Fenchurch. -Entonces, al ver a la señora Gates algo ofendida, añadió-: No es que la señora Blundell se atreva a pensar que nuestra Betty o nuestra Ann puedan compararse con usted, en absoluto, ya que una de ellas trabaja en la oficina de Correos y la otra en la oficina del señor Compline, pero a las jóvenes no les hace ningún daño fijarse en lo mejor, señora, y mi mujer siempre dice que si se comportan igual que la reina Isabel o, dado que no tienen demasiadas ocasiones para estudiar el comportamiento de su majestad, la señora Gates de la Casa Rorja, seguro que sus padres estarán orgullosos de ellas.

En ese momento, el señor Blundell, un disraeli convencido, tosió. Pensó que, para haberlo hecho de un modo espontáneo, no había estado del todo mal aunque, ahora que lo pensaba, «conducta» habría sido mejor que «comportamiento».

La señora Gates levantó la cabeza orgullosa, y el comisario supo que no tendría más problemas con ella. No veía el momento de explicarle la historia a su mujer y a sus hijas. A lord Peter también le gustaría. Un tipo decente, este lord, a quien le encantaría la broma.

– Sobre la corona, señora -dijo, de súbito.

– Se lo estaba explicando. Estaba disgustada, muy disgustada, agente, cuando descubrí que la señora Coppins había tenido la impertinencia de apartar mi corona y sustituirla por la suya. En el funeral de lady Thorpe había muchas coronas, por supuesto, y algunas de ellas eran increíblemente bonitas, y me habría gustado mucho que mi pequeño tributo hubiera estado encima del coche fúnebre, con los de la gente del pueblo. Pero la señorita Thorpe insistió. Siempre es muy amable.

– Una joven muy buena.

– La señorita Thorpe es de los que yo considero la familia. Y la familia siempre se preocupa por los sentimientos de los demás. Son una gente muy agradable. Los advenedizos no son así.

– Eso es muy cierto, señora -dijo el comisario, con tanta sinceridad que alguien que lo hubiese oído habría creído que la respuesta implicaba una opinión personal.

– Mi corona estaba encima del féretro -continuó la señora Gates-, con las coronas de la familia. Estaba la corona de la señorita Thorpe, la de sir Henry, por supuesto, la del señor Edward Thorpe, la de la señora Wilbraham y la mía. Fue bastante difícil conseguir ponerlas todas encima del féretro, y yo estaba deseando que pusieran la mía en otro lugar, pero la señorita Thorpe insistió. Así que la de la señora Wilbraham estaba apoyada en la cabeza del féretro, las de sir Henry, la señorita Thorpe y el señor Edward estaban encima del féretro, y la mía estaba a los pies, que prácticamente era como estar encima. Y las coronas de los sirvientes y del Instituto de Mujeres estaban a un lado, y las del párroco y lord Kenilworth al otro lado. Las demás flores, naturalmente, estaban encima del coche fúnebre.

– Muy apropiado, estoy seguro, señora.

– Y, por lo tanto, después del funeral, cuando taparon la tumba, Harry Gotobed observó que las coronas de la familia, entre las que incluyo la mía, estaban encima del féretro. Le dije a Johnson, el chófer, que se encargara porque, como era un día lluvioso, no me pareció bien enviar a una de las sirvientas, y él me aseguró que lo había dejado tal como le había dicho. Siempre me ha parecido que Johnson es un hombre muy serio y formal en lo que al trabajo se refiere y lo considero de total confianza. Me describió exactamente dónde había puesto cada corona, y estoy segura de que lo hizo como lo dijo. Pero, en cualquier caso, al día siguiente se lo pregunté al señor Gotobed y él me dijo lo mismo.

«Claro que lo hizo -pensó el señor Blundell-. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Si pudiera evitarlo, jamás le crearía problemas a un tipo con esta gata vieja».

– Comprenderá mi sorpresa cuando, al día siguiente, después de la misa matinal, fui a ver si todo estaba en orden y me encontré que la corona de la señora Coppins estaba, no a un lado, donde debería haber estado, sino encima del féretro, como si ella fuera alguien importante, y la mía estaba tirada en un rincón tapada, donde nadie podía ver ni la tarjeta. Como usted comprenderá, me enfadé muchísimo. No es que me importara dónde había ido a parar mi pequeño tributo, porque eso no tiene ninguna importancia, además la intención es lo que cuenta. Estaba tan indignada por la insolencia de esa mujer, y todo porque un día me pareció necesario comentarle el comportamiento de sus hijos en la oficina de Correos. Huelga decir que sólo recibí de ella impertinencia.

– Eso ocurrió el 5 de enero, ¿no es cierto?

– Fue a la mañana siguiente del funeral, que era, como dice usted, el domingo 5 de enero. No la habría acusado si no hubiera tenido pruebas. Hablé con Johnson otra vez y también hice algunas averiguaciones sobre Gotobed, y los dos estaban seguros de la posición en que habían quedado las coronas la noche anterior.

– ¿Y no es posible que fueran los niños de la escuela que hubieran ido a jugar allí?

– Podría creer cualquier cosa de ellos. Siempre están haciendo travesuras, y ya me he tenido que quejar varias veces a la señorita Snoot, pero en este caso el insulto era muy directo. Iba obvia y definitivamente dirigido a mí, y venía de esa mujer tan vulgar. De dónde le vienen esos aires a la mujer de un simple granjero, no lo sé. Cuando yo era pequeña, la gente del pueblo sabía cuál era su lugar.

– Cierto. Y estoy seguro de que todos éramos mucho más felices entonces. Así, señora, ¿notó alguna otra cosa extraña aparte de ésta?

– Y creo que ya fue bastante -respondió la señora Gates-. Desde entonces mantuve bien abiertos los ojos y, si hubiera sucedido algo similar, lo habría denunciado a la policía.

– Bueno -dijo el comisario levantándose para irse-. Ya ve, al final el tema ha llegado a nuestras manos. Hablaré con la señora Coppins, y le garantizo que no volverá a suceder.

«¡Vaya! ¡Qué vieja tan pesada! -pensó el comisario mientras caminaba por la avenida bastante maltrecha a la sombra de los castaños de Indias recién plantados-. Supongo que tendré que hablar con la señora Coppins».

La señora Coppins era fácilmente reconocible: una mujer menuda, con cara de bruja, el pelo claro y un par de ojos que presagiaban el carácter que escondía.

– Bueno -dijo-, la señora Gates tuvo la cara dura de decir que fui yo. Como si yo no tuviera más trabajo que ir a mover su minúsculo tributo. Se cree que es una dama. Ninguna dama de verdad perdería el tiempo pensando dónde estaba o dónde dejaba de estar su corona. ¡Hablarme de ese modo a mí, como si yo fuera una perdida! ¿Por qué no íbamos a regalarle a lady Thorpe la mejor corona que pudiéramos permitirnos? ¡Ah! Era una mujer muy buena, una dama de verdad, y ella y sir Henry se portaron muy bien con nosotros cuando empezamos con esta granja. No es que estuviéramos atravesando por una época difícil, porque el señor Coppins siempre ha sido muy cauteloso, pero en aquel momento fue una cuestión de capital, y no habríamos podido aprovechar la ocasión si no hubiera sido por sir Henry. Obviamente, se lo devolvimos, y con intereses. Sir Henry dijo que no quería ningún interés, pero el señor Coppins insistió. Sí, el 5 de enero, eso es, y estoy segura de que ninguno de mis hijos tuvo nada que ver con ese asunto, porque se lo he preguntado. No es que mis hijos vayan haciendo esas cosas por ahí, pero ya sabe cómo son los niños. Además, es muy cierto que su corona estaba la noche anterior donde ella dice, porque vi con mis propios ojos cómo Harry Gotobed y el chófer la ponían allí, y ellos le dirán lo mismo.

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