Dorothy Sayers - Los nueve sastres

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La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.
Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.
Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

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– Supongo que no hay ninguna duda de que era culpable.

– Ni la más mínima. Fue un mentiroso de principio a fin, y encima un mentiroso torpe. La hiedra de la Casa Roja estaba en perfecto estado, o sea que nadie había trepado por ella y, en cualquier caso, su declaración final estaba tan llena de agujeros que parecía un colador. Era malo, y un asesino, y el país se quedó bien descansado cuando murió. En cuanto a Cranton, cuando salió de la cárcel se comportó durante una temporada. Aunque luego volvió a meterse en líos por tenencia de enseres robados o por conseguir cosas con malas artes o algo así, y volvió a la cárcel. Salió el pasado mes de junio y le siguieron la pista hasta principios de septiembre. Entonces desapareció y todavía lo están buscando. La última vez que alguien lo vio fue en Londres, pero no me sorprendería hoy que lo hubiéramos visto por última vez. Creo, y siempre creí, que Deacon se quedó con el collar, pero que me cuelguen si sé lo que hizo con él. Tómese otra cerveza, milord. No le hará daño.

– Entonces, ¿dónde cree usted que estuvo Cranton entre septiembre y enero?

– Sólo Dios lo sabe. Pero si el cadáver es el suyo, diría que en Francia. Conocía a todos los timadores de Londres y, si había alguien que podía conseguir un pasaporte falso, ése era él.

– ¿Tiene una fotografía de Cranton?

– Sí, milord. La acabo de encontrar. ¿Le gustaría verla?

– ¡Por supuesto!

El comisario sacó una fotografía oficial de un escritorio que estaba lleno de papeles, aunque muy ordenado, en un rincón de la habitación. Wimsey la miró detenidamente.

– ¿Cuándo se la hicieron?

– Hará unos cuatro años, milord, cuando lo condenaron por última vez. Es la más reciente que tenemos.

– No llevaba barba. ¿La llevaba en septiembre?

– No, milord. Pero en cuatro meses tuvo tiempo de sobra para dejársela crecer.

– Quizá fue a Francia a eso.

– Es posible.

– Sí, bueno, no estoy seguro del todo, pero creo que es el hombre que vi en el puente el día de Año Nuevo.

– Eso es muy interesante -dijo el comisario.

– ¿Ha enseñado la fotografía por el pueblo?

El señor Blundell sonrió con arrepentimiento.

– Esta tarde lo he intentado con los Wildespin, pero la señora ha dicho que era él; Ezra, que no se le parecía en nada, y los vecinos estaban de acuerdo con los dos. Lo único que puedo hacer es retocar la fotografía, añadirle una barba y volverlo a intentar. No conozco a nadie que pueda reconocer a un hombre con barba y luego con la cara recién afeitada.

– Es cierto. No creo que utilizara una barba postiza. Y, claro, no puede conseguir huellas porque no tenía manos.

– No, milord, y eso es, en cierto modo, una razón que podría confirmar que se trata de Cranton.

– Si, efectivamente, se trata de Cranton, supongo que vino a Fenchurch a por el collar, y se dejó crecer la barba para que no lo reconocieran los que lo habían visto en el juicio.

– Eso es.

– Y no vino antes porque primero quería dejarse la barba. Además, creo que debió recibir algún mensaje en los últimos meses. Lo que no entiendo es su interés en Batty Thomas y Sastre Paul. He intentado descubrir alguna cosa leyendo las inscripciones pero debo haberme dejado algo. Al escuchar el repique de las campanas, campanas de hierro, aunque me gustaría saber desde cuándo las campanas de las iglesias son de hierro, ¡su monodia impone un mundo de mentalidad tan solemne! ¿Sabe usted si el señor Edward Thorpe estuvo en la boda de su hermano?

– Sí, señor. Estuvo allí y menuda pelea tuvo con la señora Wilbraham después del robo. El pobre sir Charles lo pasó muy mal cuando el señor Edward le dijo a la señora Wilbraham que todo había sido culpa de ella y, además, no estaba dispuesto a escuchar ni una sola palabra en contra de Deacon. Estaba seguro de que Elsie Bryant y Cranton lo habían montado todo. En mi opinión, no creo que la señora Wilbraham se hubiera disgustado tanto si no hubiera sido por todo lo que le dijo el señor Edward, pero era, es, una mujer muy obstinada, y cuanto más juraba él que había sido Elsie, más juraba ella que había sido Deacon. ¿Sabe?, lo que ocurre es que Deacon había llegado a casa de los Thorpe porque el señor Edward se lo había recomendado a su padre y…

– ¿En serio?

– Sí, claro. En aquella época, el señor Edward trabajaba en Londres, era muy joven, sólo tenía veintitrés años, y cuando se enteró de que sir Charles buscaba mayordomo, le envió a Deacon para que lo viera.

– ¿Y qué sabía él de Deacon?

– Sólo que hacía bien su tarea y que parecía listo. Deacon trabajaba de camarero en un club del que el señor Edward era socio, y se ve que un día le mencionó que quería probar suerte en el servicio privado, y así es cómo al señor Edward se le ocurrió la idea. Y, lógicamente, puesto que lo había recomendado él, tenía que apoyarlo hasta el final. No sé si lo habrá conocido, milord, pero si lo ha hecho sabrá que cualquier cosa que sea suya tiene que ser perfecta. Jamás ha cometido ningún error, según él, y, claro, no era posible que se hubiera equivocado con Deacon.

– ¿Ah, sí? -dijo Wimsey-. Sí que lo he conocido. Es un auténtico imbécil. Aunque a veces es práctico ser un imbécil. Es muy fácil. Cinco minutos cada mañana frente al espejo y pronto se adopta esa mirada ausente tan recomendable para todos los picaros, detectives y funcionarios. De todos modos, no hablemos más del tío Edward. Volvamos a nuestro cadáver. El misterio está en que si después de todo Blundell es Cranton y vino por las esmeraldas, ¿quién lo mató y por qué?

– Bueno -respondió el policía-, supongamos que encontró las esmeraldas y que alguien le golpeó en la cabeza para quitárselas. ¿Por qué no podría haber sido así?

– Pero no parece que lo golpearan en la cabeza.

– Eso es lo que dice el doctor Baines, pero no sabemos si tiene razón.

– No; pero, en cualquier caso, a este hombre lo mataron de alguna manera. ¿Por qué matarlo cuando ya lo tenían atado y podrían haberse ido con las esmeraldas sin asesinar a nadie?

– Para evitar que cantara. ¡No diga nada! Sé lo que va a decir: que Cranton no estaba en posición de cantar. Pero sí que lo estaba, ¿no lo ve? Ya lo habían condenado por ese robo, y no le podían hacer nada más por eso, y él sólo tenía que acudir a nosotros y decirnos dónde estaba el collar para salir ganando él. ¿Ve su juego? Podría haberse hecho la víctima castigada injustamente y decir: «Yo siempre les aseguré que Deacon tenía el collar, así que tan pronto como me fue posible volví a Fenchurch a buscarlo y lo encontré y, naturalmente, iba a llevarlo directamente a la comisaría como un buen chico cuando Tom, Dick o Harry vino y se lo llevó. Así que he venido aquí y se lo he explicado todo, de modo que cuando cojan a Tom, Dick o Harry y tengan el collar, espero que se acuerden que fui yo quien vino a explicárselo». Habría hecho esto, y lo único que podríamos haber hecho nosotros con él habría sido arrestarlo por no denunciar su propio delito, y si nos hubiera dado las pistas para recuperar las esmeraldas, seguro que habría salido sin cargos, se lo aseguro. ¡No! Cualquier persona que quisiera esas esmeraldas tendría que poner a Cranton en una situación de la que no pudiera escapar con su labia. Esto está claro. Pero si hablamos de quién fue, eso es otra cosa muy distinta.

– Pero ¿cómo iba a saber esa persona que Cranton sabía dónde estaba el collar? ¿Y cómo lo sabía él, en cualquier caso? A menos que realmente lo tuviera él desde un principio y, en vez de llevárselo a Londres, lo escondiera en algún lugar de Fenchurch. A mí me parece que este razonamiento convertiría a Cranton en la oveja negra.

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